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Grace le habló con suavidad, intentando contener el pánico.

– ¿Jack?

Abrió los ojos. Tenía las pupilas muy dilatadas. Tardó un momento en fijar la mirada, y entonces la vio. Por un instante se dibujó una sonrisa en sus labios resecos. Grace se preguntó si también él recordaba el mismo picnic. Aunque con el corazón roto, consiguió devolverle la sonrisa. Hubo un momento de serenidad, sólo un momento, y luego la realidad volvió a imponerse. Jack abrió más los ojos, presa del pánico. La sonrisa se desvaneció. Se le contrajo el rostro de angustia.

– Dios mío.

– No pasa nada -dijo ella, aunque dadas las circunstancias, no habría podido decir mayor tontería.

Él se esforzó por no llorar.

– Lo siento mucho, Grace.

– Calla, no pasa nada.

Jack buscó alrededor con la mirada, sus ojos como faros, hasta encontrar a su captor.

– Ella no sabe nada -dijo al hombre-. Suéltela.

El hombre se acercó. Se agachó.

– Si vuelve a hablar -dijo a Jack-, le haré daño. No a usted. A ella. Le haré mucho daño. ¿Entendido?

Jack cerró los ojos y asintió.

El hombre volvió a levantarse. Dio una patada a Jack apartándolo del regazo de Grace, agarró a Grace por el pelo y la puso en pie. Con la otra mano sujetó a Jack por el cuello.

– Tenemos que ir a dar una vuelta -dijo.

47

Perlmutter y Duncan ya habían salido de la autopista de Garden State en la Interestatal 287, y cuando estaban a no más de diez kilómetros de la casa en Armonk, les llegó el aviso por radio:

– Han estado aquí, el Saab de Lawson sigue en el camino de entrada, pero ellos se han ido.

– ¿Y Beatrice Smith?

– No se la ve por ningún lado. Acabamos de llegar. Seguimos registrando la casa.

Perlmutter se quedó pensando.

– Wu habrá supuesto que Charlaine Swain avisaría de que lo había visto. Sabrá que tiene que deshacerse del Saab. ¿Sabes si Beatrice Smith tenía un coche?

– No, todavía no.

– ¿Hay algún otro coche en el garaje o en el camino de entrada?

– Un momento.

Perlmutter esperó. Duncan lo miró. Al cabo de diez segundos oyeron:

– No hay más coches.

– O sea, que se han llevado el de ella. Averigua la marca y la matrícula. Envía un aviso a todas las unidades de inmediato.

– Bien, entendido. Un momento, espere un momento, capitán. -El agente volvió a callar.

– Por lo visto -dijo Scott Duncan-, su experta en informática creía que Wu podía ser un asesino en serie.

– Le parecía una posibilidad.

– Pero usted no lo cree.

Perlmutter negó con la cabeza.

– Es un profesional. No escoge a las víctimas para divertirse. Sykes vivía solo. Beatrice Smith es una viuda. Wu necesita un lugar para vivir y actuar. Ésa es su manera de encontrarlos.

– Es un arma que se contrata, pues.

– Algo así.

– ¿Se le ocurre para quién podría estar trabajando?

Perlmutter, al volante, se desvió por la salida de Armonk. Ya estaban a un par de kilómetros.

– Esperaba que usted o su cliente lo supieran.

La radio crepitó.

– ¿Capitán? ¿Sigue ahí?

– Sí.

– Existe un coche matriculado a nombre de Beatrice Smith. Un Land Rover de color habano. Con matrícula 472-JXY.

– Da el aviso. No pueden estar lejos.

48

El Land Rover de color habano circulaba por carreteras secundarias. Grace no tenía ni idea de adónde iban. Jack estaba tumbado en el suelo del asiento de atrás. Había perdido el conocimiento. Tenía las piernas atadas con cinta adhesiva y las manos esposadas a la espalda. Grace seguía con las manos atadas por delante. Su captor, supuso, no había visto ninguna razón para volver a ponérselas tras la espalda.

Detrás Jack gimió como un animal herido. Grace miró a su captor, que tenía una mano en el volante y una plácida expresión en el rostro, como un padre que lleva a su familia de paseo un domingo. Estaba dolorida. Cada vez que respiraba se acordaba de lo que él le había hecho en las costillas. Tenía la rodilla como si se la hubiese destrozado la metralla.

– ¿Qué le ha hecho? -preguntó.

Se puso rígida, esperando el golpe. Casi ni le importaba. Estaba más allá de eso. Pero el hombre no hizo nada. Tampoco se quedó callado. Señaló a Jack con el pulgar.

– No tanto como lo que él le hizo a usted -contestó.

Ella se puso tensa.

– ¿Eso qué demonios significa?

Por primera vez, Grace vio una sonrisa sincera en su cara.

– Creo que ya lo sabe.

– No tengo ni la menor idea -replicó ella.

Él siguió sonriendo, y tal vez, en algún lugar dentro de ella, la desazón empezó a crecer. Intentó ahuyentarla, concentrarse en escapar de esa situación, en salvar a Jack. Preguntó:

– ¿Adónde nos lleva?

No contestó.

– He dicho…

– Es usted una mujer valiente -la interrumpió él.

Ella no dijo nada.

– Su marido la quiere. Usted lo quiere a él. Eso facilita las cosas.

– ¿Qué cosas?

Él la miró.

– Los dos están dispuestos a soportar el dolor. Pero ¿está dispuesta a dejar que yo le haga daño a su marido?

Ella no contestó.

– Como le he dicho ya a él: si vuelve a hablar, no le haré daño a usted; se lo haré a él.

El hombre tenía razón. Surtió efecto. Grace se calló. Miró por la ventana y vio pasar los árboles desdibujados. Iban por una carretera de dos carriles. Grace no tenía ni idea de dónde estaban. Era una zona rural. Eso sí lo veía. Cambiaron de carretera otras dos veces y por fin Grace supo dónde estaban: la autovía de Palisades en dirección sur, de regreso a Nueva Jersey.

La Glock seguía en la funda sujeta al tobillo.

Ahora sentía su presencia constantemente. El arma parecía llamarla, burlándose de ella, tan cerca y sin embargo tan fuera de su alcance.

Grace tendría que buscar una manera de cogerla. No le quedaba más remedio. Ese hombre iba a matarlos. De eso estaba segura. Antes quería sonsacarle información -por lo pronto, de dónde salió la foto-, pero en cuanto la tuviera, en cuanto se diera cuenta de que ella decía la verdad, los mataría a los dos.

Tenía que coger la pistola.

El hombre la miraba sin cesar. No le dejaba el menor resquicio. Grace reflexionó. ¿Esperaba a que él detuviera el coche? Eso ya lo había intentado antes, y no le había salido bien. ¿Se lanzaba sin más? ¿Se arriesgaba a sacarla allí mismo? Era una posibilidad, pero dudaba mucho que fuese lo bastante rápida. Tenía que levantarse la pernera del pantalón, desabrochar la tira de seguridad, coger la pistola, sacarla… ¿y todo eso antes de que él reaccionara?

Imposible.

Se planteó intentarlo lentamente. Podía bajar las manos un poco hacia el lado. Levantarse la pernera despacio. Fingir que se rascaba.

Grace se movió en el asiento y bajó la vista hacia la pierna. Y entonces sintió que el corazón le subía a la garganta…

La pernera se le había levantado.

La funda. Estaba a la vista.

El pánico se apoderó de ella. Dirigió una mirada furtiva a su captor, esperando que no la hubiera visto. Pero la había visto. Tenía los ojos abiertos de par en par. Le miraba la pierna.

Ahora o nunca.

Pero incluso mientras extendía los brazos, se dio cuenta de que no tenía la menor posibilidad. Le era absolutamente imposible alcanzar la pistola a tiempo. Su captor le apoyó otra vez la mano en la rodilla y apretó. El dolor la sacudió violentamente, dejándola casi inconsciente. Gritó. Con el cuerpo rígido, dejó caer las manos, ya inútiles.

Él la tenía.

Grace se volvió hacia él, lo miró a los ojos y no vio nada. Entonces, sin previo aviso, algo se movió detrás. Grace lanzó un grito ahogado.

Era Jack.

Había conseguido levantarse en el asiento trasero como una aparición. El hombre se volvió, más por curiosidad que por preocupación. Al fin y al cabo, Jack tenía las manos y los pies atados. Estaba exánime. ¿Qué daño podía hacer?

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