Pero eso tampoco cuadraba. ¿Acaso la intrusa no habría encendido una luz? A lo mejor lo había hecho. A lo mejor había encendido alguna luz, pero de pronto, al ver llegar a Wu, la apagó y se escondió en el lugar donde se encontraba en ese momento.
En el cuarto de baño con Sykes.
Wu estaba ya en la habitación de matrimonio. Vio la rendija bajo la puerta del cuarto de baño. La luz seguía apagada. No subestimes a tu enemigo, se recordó a sí mismo. Últimamente había cometido varios errores. Demasiados. Primero, Rocky Conwell. Wu había sido lo bastante descuidado para permitir que lo siguiera. Ése había sido el primer error. El segundo fue dejarse ver por la vecina. Muy descuidado.
Y ahora esto.
No era fácil ser crítico con uno mismo, pero Wu intentó distanciarse y hacerlo. No era infalible. Sólo un tonto podía pensar eso. Tal vez había perdido facultades durante el tiempo que había pasado en la cárcel. Daba igual. Ahora Wu tenía que estar atento. Tenía que concentrarse.
Había más fotos en la habitación de Sykes. Había sido la habitación de la madre de Freddy durante cincuenta años. Wu lo sabía por sus conversaciones en línea. El padre de Sykes había muerto en la guerra de Corea cuando Sykes era un niño de corta edad. La madre nunca lo había superado. La gente reacciona de maneras distintas ante la muerte de un ser querido. La señora Sykes había decidido vivir con su fantasma en lugar de con los vivos. Se pasó el resto de su vida en el mismo dormitorio -incluso en la misma cama- que había compartido con su marido soldado. Dormía de su lado, le contó Freddy. Nunca permitió que nadie, ni siquiera cuando Freddy, de pequeño, tenía una pesadilla, tocara el lado de la cama donde había yacido su amado.
Wu tenía la mano en el pomo de la puerta.
El cuarto de baño era reducido. Intentó adivinar el ángulo desde el que podían atacarle. En realidad no había ninguno. Wu tenía una pistola en su talego. Se preguntó si debía cogerla. Si la intrusa estaba armada, podía representar un problema.
¿Se sentía demasiado seguro de sí mismo? Tal vez. Pero Wu no creía necesitar un arma.
Giró el pomo y empujó con fuerza.
Freddy Sykes seguía en la bañera. Tenía la mordaza en la boca y los ojos cerrados. Wu se preguntó si estaba muerto. Probablemente. No había nadie más. Tampoco era posible esconderse. Nadie había acudido en ayuda de Freddy.
Wu se acercó a la ventana. Miró hacia la casa, la casa de al lado.
La mujer -la que antes llevaba un camisón- estaba allí.
En su casa. De pie junto a la ventana.
Mirándolo fijamente.
Fue entonces cuando oyó cerrarse la puerta del coche. No sonó ninguna sirena, pero, al volverse hacia el camino de entrada, Wu vio las luces rojas del coche patrulla.
Era la policía.
Charlaine Swain no estaba loca.
Veía películas. Leía libros. Muchos. Así se evadía, había pensado. Se entretenía. Una manera de sobrellevar el aburrimiento de cada día. Pero, curiosamente, tal vez esas películas y esos libros le enseñaron algo. ¿Cuántas veces había gritado a la valiente heroína -a la belleza cándida, delgada como una escoba, de cabello negro como el azabache- que no entrara en la maldita casa?
Demasiadas. Así que ahora que le había tocado a ella… no, ni hablar. Charlaine Swain no iba a cometer el mismo error.
Se había quedado de pie ante la puerta trasera de Freddy mirando el guardallaves. Por su aprendizaje cinematográfico y literario, sabía que no debía entrar, pero tampoco podía quedarse al margen. Allí sucedía algo raro. Había un hombre en apuros. No podía desentenderse sin más.
Así que se le ocurrió una idea.
En realidad era muy sencillo. Sacó la llave de la roca. Ahora la tenía en el bolsillo. Dejó el guardallaves a la vista, no porque quisiera que lo viese el asiático, sino porque ésa sería su excusa para llamar a la policía.
En cuanto el asiático entró en casa de Freddy, Charlaine marcó el 911.
– Alguien ha entrado en la casa del vecino -dijo. La prueba decisiva: el guardallaves estaba tirado en medio del sendero.
Y ahora acababa de llegar la policía.
Un coche patrulla había doblado la esquina de su manzana. Llevaba la sirena apagada. El coche no llegó a todo gas; simplemente iba un poco por encima del límite de velocidad. Charlaine se atrevió a echar otro vistazo a la casa de Freddy.
El asiático la observaba.
17
Grace se quedó mirando el titular.
– ¿Lo asesinaron?
Cora asintió.
– ¿Cómo?
– Bob Dodd recibió un tiro en la cabeza delante de su mujer. Al estilo del hampa, dicen, sea lo que sea eso.
– ¿Detuvieron al autor del disparo?
– No.
– ¿Cuándo fue?
– ¿Cuándo lo asesinaron?
– Sí, ¿cuándo?
– Cuatro días después de llamarlo Jack.
Cora volvió al ordenador. Grace pensó en la fecha.
– No pudo ser Jack.
– Ya.
– Sería imposible. Jack no ha salido del estado desde hace más de un mes.
– Eso dices tú.
– ¿Qué insinúas?
– Nada, Grace. Estoy de tu lado, ¿vale? Tampoco yo creo que Jack haya matado a nadie, pero seamos realistas.
– ¿O sea?
– O sea, déjate de tonterías como eso de «no ha salido del estado». New Hampshire no es California. En coche te plantas allí en cuatro horas, y en avión, en una.
Grace se frotó los ojos.
– Y otra cosa -prosiguió Cora-. Ya sé por qué sale como Bob en lugar de Robert.
– ¿Por qué?
– Es periodista. Es el nombre con el que firma. Bob Dodd. Google da ciento veintiséis resultados con su nombre en los últimos tres años para el New Hampshire Post. En la necrológica lo describían como… a ver dónde estaba… «un periodista de investigación obstinado, famoso por sus revelaciones polémicas»; como si la mafia de New Hampshire se lo hubiera cargado para cerrarle la boca.
– ¿Y no crees que haya sido eso?
– ¿Quién sabe? Pero, después de echar una ojeada a sus artículos, tengo la impresión de que Bob Dodd era más bien uno de esos periodistas defensores de los desvalidos, ya sabes: encontraba a técnicos de lavavajillas que timan a viejas, fotógrafos de bodas que se esfuman con la paga y señal, cosas así.
– Quizás alguien se cabreó con él.
– Sí, es posible -respondió Cora con voz monótona-. Pero ¿crees que es casualidad que Jack llamase a ese tío antes de morir?
– No, eso no ha sido casualidad. -Grace intentaba asimilar lo que oía-. Espera.
– ¿Qué?
– Esa foto. Había cinco personas. Dos mujeres, tres hombres. Es una posibilidad entre mil…
Cora ya estaba tecleando.
– Pero ¿a lo mejor Bob Dodd es una de ellas?
– Hay buscadores de imágenes, ¿no? -preguntó Grace.
– Estoy en ello.
Los dedos volaron, el cursor señaló, el ratón se desplazó. Salieron dos páginas, con un total de doce imágenes para Bob Dodd. La primera mostraba a un cazador llamado igual que vivía en Wisconsin. En la segunda página -el decimoprimer resultado-, encontraron una foto de una mesa tomada en una función benéfica en Bristol, New Hampshire.
Bob Dodd, un periodista del New Hampshire Post, era el primero de la izquierda.
No tuvieron que examinarla con detenimiento. Bob Dodd era afroamericano. Todas las personas de la foto misteriosa eran blancas.
Grace frunció el entrecejo.
– De todos modos tiene que haber una relación.
– Déjame ver si encuentro su curriculum. A lo mejor fueron a la universidad juntos o algo así.
Alguien llamó a la puerta suavemente. Grace y Cora se miraron.
– Es tarde -dijo Cora.
Volvieron a llamar, otra vez con delicadeza. Había un timbre. Quien fuera había preferido no usarlo. Debía de saber que Grace tenía hijos. Grace se levantó y Cora la siguió. Al llegar a la puerta, encendió la luz exterior y miró por la ventana junto a la puerta. Tendría que haberse sorprendido más, pero tal vez, pensó, estaba curada de espanto.