– Sí. -Se la dio. Advirtió que a Carl le temblaba un poco la mano.
– ¿Puedo quedármela? -preguntó él.
– Tengo copias.
Vespa seguía con la mirada fija en las imágenes.
– ¿Te importa si te hago unas cuantas preguntas personales? -inquirió él.
– Supongo que no.
– ¿Quieres a tu marido?
– Mucho.
– ¿Y él te quiere a ti?
– Sí.
Carl Vespa sólo había visto a Jack una vez. Les había enviado un regalo de boda cuando se casaron. También enviaba regalos de cumpleaños a Emma y Max. Grace le escribía dándole las gracias y los donaba a la beneficencia. No le importaba relacionarse con él, pero no quería ver a sus hijos… ¿cómo decirlo?… mancillados por esa relación.
– Os conocisteis en París, ¿no?
– En realidad en el sur de Francia. ¿Por qué?
– ¿Y cómo volvisteis a veros?
– ¿Y eso qué importancia tiene?
Él vaciló un segundo de más.
– Supongo que intento averiguar hasta qué punto conoces a tu marido.
– Llevamos diez años casados.
– Lo entiendo. -Cambió de posición en el asiento-. Cuando os conocisteis, ¿estabas allí de vacaciones?
– No sé si lo llamaría exactamente vacaciones.
– Estabas estudiando. Pintabas.
– Sí.
– Y bueno, sobre todo huías.
Grace calló.
– ¿Y Jack? -prosiguió Vespa-. ¿Por qué estaba allí?
– Por la misma razón, supongo.
– ¿Huía?
– Sí.
– ¿De qué?
– No lo sé.
– En ese caso, ¿puedo decir lo evidente?
Grace esperó.
– Aquello de lo que huía, fuera lo que fuese -Vespa señaló la foto-, lo ha alcanzado.
Grace había pensado lo mismo.
– Ha pasado mucho tiempo desde entonces.
– También desde la Matanza de Boston. Cuando huiste, ¿conseguiste dejarlo atrás?
Por el espejo retrovisor, Grace vio que Cram la miraba, en espera de una respuesta. Permaneció inmóvil.
– Nada se queda en el pasado, Grace. Lo sabes.
– Quiero a mi marido.
Él asintió.
– ¿Me ayudarás? -preguntó Grace.
– Sabes que sí.
El coche salió de la autopista de Garden State. Más adelante, Grace vio una estructura enorme y anodina con una cruz encima. Parecía un hangar. Un cartel de neón anunciaba que todavía quedaban entradas para los «Conciertos con el Señor». Tocaba una orquesta llamada Rapture. Cram estacionó la limusina en un aparcamiento lo bastante grande como para concederle la categoría de estado.
– ¿Qué hacemos aquí?
– Buscar a Dios -contestó Vespa-. O tal vez su contrario. Vamos adentro, quiero enseñarte algo.
13
«Esto es una locura», pensó Charlaine.
Avanzaba con paso firme hacia el jardín de Freddy Sykes, sin pensar ni sentir nada. Se le había pasado por la cabeza la idea de que acaso estuviera jugándosela por desesperación, por el ávido deseo de introducir cualquier clase de emoción en su vida. Pero ¿qué más daba? En realidad, si se paraba a pensar, ¿qué era lo peor que podía suceder? Por ejemplo, en el caso de que Mike se enterase. ¿La dejaría? ¿Sería eso tan terrible?
¿Quería que la descubriesen?
En fin, ya bastaba de tanto autoanálisis de aficionados. Tampoco pasaba nada si llamaba a la puerta de Freddy, en el papel de buena vecina. Dos años antes Mike había levantado una empalizada de un metro veinte de altura en el jardín trasero. Quería poner una más alta, pero las ordenanzas municipales sólo se lo permitían si tenía piscina.
Charlaine abrió la verja que separaba su jardín trasero del de Freddy. Curiosamente, era la primera vez que lo hacía. Nunca había abierto esa verja.
Al acercarse a la puerta trasera de Freddy, se dio cuenta de lo deteriorada que estaba la casa, con la pintura desconchada, el jardín abandonado. Las malas hierbas crecían en las grietas del sendero. Había césped seco por todas partes. Se volvió y miró su casa. Nunca la había visto desde allí. También parecía cansada.
Ya estaba ante la puerta trasera de Freddy.
Bien, ¿y ahora qué?
«Llama, idiota», se dijo.
Llamó. Primero golpeó con suavidad. Nada. Luego más fuerte. Y nada. Acercó el oído a la puerta. Como si eso sirviera de algo. Como si fuera a oír un grito ahogado o algo así.
Silencio.
Los estores seguían bajados, pero quedaban ángulos al descubierto. Se acercó a una abertura y miró. En el salón había un sofá de color verde lima tan desgastado que parecía derretirse. Ocupaba la esquina un sillón abatible de vinilo granate. El televisor parecía nuevo. En la pared colgaban cuadros viejos de payasos. El piano estaba cubierto de fotos en blanco y negro. Había una de una boda. Los padres de Freddy, supuso Charlaine. En otra aparecía un novio muy atractivo en uniforme militar. Y otra foto mostraba a ese mismo hombre con un bebé en brazos y una amplia sonrisa en el rostro. Luego el hombre -el soldado, el novio- ya no estaba. Las demás fotos eran de Freddy solo o con su madre.
La habitación estaba impecable; no, bien conservada, para ser más exactos. Detenida en el tiempo, intacta, sin usar. Había una colección de figurillas en una rinconera. Y más fotos. Toda una vida, pensó Charlaine. Freddy Sykes tenía una vida. Costaba imaginarlo, pero así era.
Charlaine rodeó la casa en dirección al garaje. Éste tenía una ventana en la parte de atrás. Una fina cortina de encaje falso colgaba de ella. Se puso de puntillas. Se sujetó al alféizar con los dedos. La madera estaba tan vieja que casi se rajó. La pintura se desprendió como caspa.
Miró dentro del garaje.
Había otro coche, o más exactamente monovolumen. Un Ford Windstar. Cuando uno vivía en un pueblo como aquél, conocía todos los modelos.
Freddy Sykes no tenía un Ford Windstar.
Tal vez pertenecía a su joven invitado asiático. Eso tendría sentido, ¿no?
No se quedó muy convencida.
¿Y ahora qué?
Charlaine, pensativa, bajó la vista. Se lo había estado planteando desde que decidió acercarse a la casa. Antes de abandonar la seguridad de su cocina ya sabía que no le abrirían la puerta. También sabía que espiar por las ventanas -¿espiar al espía?- no le serviría de nada.
La roca.
Estaba allí, en lo que antes había sido un huerto. Había visto a Freddy usarla una vez. En realidad no era una roca. Era uno de esos guardallaves, ya tan populares que seguramente los ladrones los buscaban antes de mirar debajo del felpudo.
Charlaine se agachó, cogió la roca y le dio la vuelta. Lo único que tenía que hacer era correr el panel y sacar la llave. Eso hizo. Tenía la llave en la palma de la mano, reluciente a la luz del sol.
Ésa era la línea. La línea más allá de la cual ya no había vuelta atrás.
Se dirigió hacia la puerta trasera.
14
Todavía con una sonrisa de depredador marino, Cram abrió la puerta y Grace salió de la limusina. Carl Vespa se apeó por su cuenta. El enorme cartel de neón mencionaba la afiliación a una iglesia que Grace no conocía. El lema, según varios letreros alrededor del edificio, parecía indicar que eso era la «casa de Dios». Si eso era verdad, Dios habría podido recurrir a un arquitecto más creativo. La estructura contenía todo el esplendor y el calor de una mega-tienda de autopista.
El interior era aún peor: tan chabacano que a su lado Graceland parecería sobrio. La moqueta de pared a pared era de un tono rojo brillante que solía reservarse para el carmín de las chicas de los centros comerciales. El papel de pared, más oscuro, más color sangre, tenía una textura aterciopelada y estaba adornado con centenares de estrellas y cruces. Sólo de verlo, a Grace le dio vueltas la cabeza. En la capilla principal o centro de culto -o, más bien, auditorio- había bancos en lugar de sillas. Parecían incómodos, aunque por otro lado, ¿acaso no se alentaba a la gente a estar de pie? El lado cínico de Grace sospechaba que la razón por la que se obligaba a los fieles a levantarse esporádicamente en los servicios religiosos no tenía nada que ver tanto con la devoción como con la necesidad de evitar que se durmiesen.