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Wu retiró la mordaza. Lawson no rogó, ni pidió ni preguntó nada. Ya había pasado esa fase. Wu le ató las piernas a una silla. Registró la despensa y la nevera. Los dos comieron en silencio. Cuando acabaron, Wu lavó los platos y lo recogió todo. Jack Lawson siguió atado a la silla.

Sonó el móvil de Wu.

– Sí.

– Tenemos un problema.

Wu esperó.

– Cuando lo recogiste, él tenía una copia de esa foto, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Y dijo que no había más copias?

– Sí.

– Se equivocó.

Wu no dijo nada.

– Su mujer tiene una. Está enseñándola por todas partes.

– Ya.

– ¿Te ocupas tú?

– No -contestó Wu-. No puedo volver a esa zona.

– ¿Por qué no?

Wu no contestó.

– Olvídate de que te lo he pedido. Se lo diremos a Martin. Él ya tiene la información sobre sus hijos.

Wu no dijo nada. No le gustaba la idea, pero calló.

– Ya nos ocuparemos nosotros -añadió la voz por el teléfono, y colgó.

28

– Josh miente -dijo Grace.

Estaban otra vez en Main Street. Amenazaba lluvia, pero de momento la humedad dominaba el día. Scott Duncan señaló unas tiendas con la barbilla.

– Me tomaría algo en un Starbucks -dijo-. Espere. ¿Cree que miente?

– Está nervioso. Es distinto.

Scott Duncan abrió la puerta de vidrio. Grace entró. Había cola en el Starbucks. En los Starbucks siempre parecía haber cola. Por los altavoces se oía una canción antigua de una cantante de blues, Billie Holiday, Dinah Washington o Nina Simone. Luego pusieron otra de una chica con una guitarra acústica, Jewel o Aimee Mann o Lucinda Williams.

– ¿Y sus contradicciones? -preguntó ella.

Scott Duncan frunció el entrecejo.

– ¿Qué?

– ¿Cree que nuestro amigo Josh es de los que están dispuestos a cooperar con las autoridades? -preguntó él.

– No.

– Entonces, ¿qué esperaba que dijera?

– Según su jefe, le surgió una urgencia familiar. Y él nos ha dicho que estaba enfermo.

– Sí, es una contradicción -coincidió él.

– ¿Pero?

Scott Duncan se encogió de hombros de manera exagerada, imitando a Josh.

– He llevado muchos casos. ¿Y sabe qué he descubierto sobre las contradicciones?

Ella negó con la cabeza. De fondo se oía el ruido de la batidora, un zumbido semejante al de una aspiradora de túnel de lavado.

– Que existen. Me preocuparía más si no hubiera unas pocas contradicciones. La verdad siempre es confusa. Si su historia hubiese sido impecable, sospecharía. Me preguntaría si la había ensayado antes. No es tan difícil decir una mentira coherente, y en el caso de este chico, si le preguntas dos veces qué ha desayunado, seguro que mete la pata.

La cola fue avanzando. El camarero les tomó nota. Duncan miró a Grace. Ella pidió un americano con hielo, y no quiso agua. Él asintió y dijo:

– Que sean dos.

Pagó con una tarjeta de Starbucks. Esperaron los cafés junto a la barra.

– ¿Cree que decía la verdad, pues? -preguntó Grace.

– No lo sé. Pero no ha dicho nada que me pareciera alarmante.

Grace no estaba tan segura.

– Tuvo que ser él.

– ¿Por qué?

– No pudo ser nadie más.

Cogieron los cafés y encontraron una mesa junto a la ventana.

– Vuelva a contármelo.

– A contarle ¿qué?

– Todo, desde el principio. Fue a buscar las fotos. Josh se las entregó. ¿Las miró enseguida?

Grace alzó la vista y la desvió hacia la derecha, intentando recordar los detalles.

– No.

– Bien, así que se llevó el paquete. ¿Lo guardó en el bolso o algo así?

– No, me lo quedé en la mano.

– ¿Y luego qué hizo?

– Me metí en el coche.

– ¿Y llevaba el paquete encima?

– Sí.

– ¿Dónde lo puso?

– En la consola. Entre los dos asientos delanteros.

– ¿Y adónde fue?

– A recoger a Max en la escuela.

– ¿Paró en algún sitio en el camino?

– No.

– ¿Estuvieron las fotos en su poder todo el tiempo?

Grace sonrió a su pesar.

– Oyéndolo, me siento como si estuviese en el mostrador de facturación de un aeropuerto.

– Ya no preguntan esas cosas.

– Hace tiempo que no viajo en avión. -Sonrió estúpidamente y comprendió de pronto por qué había dado ese rodeo absurdo en la conversación. Él también lo notó. Ella había caído en la cuenta de algo, de algo en lo que en realidad no quería ahondar.

– ¿Qué? -preguntó él.

Ella meneó la cabeza.

– Es posible que yo no haya visto que Josh ocultaba algo. Pero usted es más fácil de interrogar. ¿Qué ocurre?

– Nada.

– Vamos, Grace.

– Las fotos estuvieron siempre en mi poder.

– ¿Pero?

– Mire, estamos perdiendo el tiempo. Sé que fue Josh. Tuvo que ser él.

– ¿Pero?

Ella respiró hondo.

– Sólo voy a decirlo una vez, para poder desecharlo y seguir adelante con nuestras vidas.

Duncan asintió.

– Hay una persona que pudo, y hago hincapié en la palabra «pudo», haber tenido acceso a las fotos.

– ¿Quién?

– Yo estaba en el coche esperando a Max. Abrí el sobre y miré el primer par de fotos cuando de pronto entró mi amiga Cora.

– ¿Entró en su coche?

– Sí.

– ¿Dónde se sentó?

– En el asiento del acompañante.

– ¿Y las fotos estaban en la consola a su lado?

– No, ya no. -Se le quebró la voz por la irritación. Aquello no le gustaba nada-. Se lo acabo de decir. Estaba mirándolas.

– Pero ¿las puso en algún sitio?

– Al final sí, supongo.

– ¿En la consola?

– Supongo. No me acuerdo.

– Así que ella tuvo acceso.

– No. Yo estuve allí todo el tiempo.

– ¿Quién salió primero?

– Las dos salimos a la vez, creo.

– Usted cojea.

Ella lo miró.

– ¿Y qué?

– Así que salir le representará cierto esfuerzo.

– Me las apaño muy bien.

– Pero, vamos, Grace, coopere conmigo. Es posible, y no estoy diciendo que sea probable, sólo posible, que al salir del coche su amiga metiese la foto en el sobre.

– Sí, es posible. Pero no lo hizo.

– ¿De ninguna manera?

– De ninguna manera.

– ¿Tanto confía en ella?

– Sí. Pero aunque no confiara en ella… o sea, piénselo. ¿Qué hacía? ¿Ir por ahí con una foto en espera de que yo llevara un paquete de fotos recién reveladas en el coche?

– No necesariamente. A lo mejor iba a ponerla en su cartera. O en la guantera. O debajo del asiento, yo qué sé. Y entonces vio el paquete de fotos y…

– No. -Grace levantó la mano-. Por ahí no vamos a ir. No fue Cora. Seguir por ese camino es una pérdida de tiempo.

– ¿Cuál es su apellido?

– No viene al caso.

– Dígamelo y no volveré a mencionarla.

– Lindley. Cora Lindley.

– De acuerdo -dijo Duncan-. No volveré a hablar de ella. -Pero anotó el nombre en un pequeño cuaderno.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Grace.

Duncan miró su reloj.

– Tengo que volver al trabajo.

– ¿Y yo qué hago?

– Registre su casa. Si su marido escondía algo, a lo mejor tiene suerte.

– ¿Me aconseja que espíe a mi marido?

– Sacuda las jaulas, Grace. -Se encaminó hacia su coche-. Conserve la calma. Volveré pronto, se lo prometo.

29

La vida no se detiene.

Grace tenía que hacer la compra. Eso podría parecer extraño dadas las circunstancias. Sus dos hijos, estaba segura de ello, sobrevivirían encantados con una dieta constante de pizzas a domicilio, pero, aun así, necesitaban artículos básicos: leche, zumo de naranja (el que lleva calcio y nunca, jamás, pulpa), una docena de huevos, embutidos, un par de cajas de cereales, una barra de pan, un paquete de pasta, salsa Prego. Cosas así. Incluso podía sentarle bien hacer la compra. Dedicarse a algo rutinario, a algo tan aburridamente normal, sin duda sería, si no reconfortante, sí más o menos terapéutico.

Se detuvo en el King's de Franklin Boulevard. Grace no era fiel a ningún supermercado. Sus amigas tenían uno favorito y ni soñaban con ir a otro. A Cora le gustaba el A amp;P de Midland Park. A su vecina le gustaba el Whole Foods de Ridgewood. Otras conocidas preferían el Stop amp; Shop de Waldwick. La elección de Grace era más azarosa porque, dicho sin rodeos, el zumo de naranja Tropicana era el zumo de naranja Tropicana.

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