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Así que no era por la música ni siquiera por el volumen. Pero ¿qué efecto podía ejercer en la salud de una mente joven el continuo martilleo en los oídos de una música probablemente dura y agresiva? Un aislamiento auditivo, paredes solitarias de sonido, por parafrasear a Elton John, ineludible. Sin permitir que lleguen los sonidos de la vida. Sin hablar. Una pista de sonido artificial en la vida.

Eso no podía ser sano.

Josh agachó la cabeza, fingiendo no haberlos visto. Ella lo observó mientras se acercaban. Era muy joven. Daba lástima, sentado allí solo. Grace pensó en sus esperanzas y sueños y cómo se lo veía ya encauzado hacia las decepciones de la vida. Pensó en la madre de Josh, en lo mucho que lo habría intentado y en lo mucho que debía de preocuparse. Pensó en su propio hijo, su pequeño Max, y en qué haría si Max emprendiera ese camino.

Scott Duncan y ella se detuvieron ante la mesa de Josh. Éste dio otro mordisco y alzó la vista lentamente. La música que emitían sus auriculares estaba tan alta que Grace incluso oía la letra. Algo sobre perras y putas. Scott Duncan tomó la iniciativa. Ella lo dejó.

– ¿Reconoces a esta mujer? -preguntó Scott.

Josh se encogió de hombros. Bajó el volumen.

– Quítatelos -ordenó Scott-. Ahora mismo.

Josh obedeció, pero se lo tomó con calma.

– Te he preguntado si reconocías a esta mujer.

Josh le echó un vistazo.

– Sí, supongo.

– ¿De qué la conoces?

– Del curro.

– Trabajas en Photomat, ¿no?

– Sí.

– Y esta mujer, la señora Lawson, es una clienta.

– Eso he dicho.

– ¿Te acuerdas de la última vez que fue a la tienda?

– No.

– Piensa.

Se encogió de hombros.

– ¿Crees que pudo haber sido hace dos días?

Volvió a encogerse de hombros.

– Podría ser.

Scott Duncan tenía el sobre de Photomat.

– Esta película la revelaste tú, ¿verdad?

– Eso dice usted.

– No, estoy preguntándotelo. Mira el sobre.

Lo miró. Grace permaneció inmóvil. Josh no le había preguntado a Scott Duncan quién era. No les había preguntado qué querían.

Le extrañó.

– Sí, yo revelé ese carrete.

Duncan sacó la foto en que aparecía su hermana. La dejó en la mesa.

– ¿Pusiste esta foto en el paquete de la señora Lawson?

– No -contestó Josh.

– ¿Seguro?

– Absolutamente.

Grace esperó un momento. Sabía que el chico mentía. Habló por primera vez.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó.

Los dos la miraron.

– ¿Qué? -preguntó Josh.

– ¿Cómo se revelan los carretes?

– ¿Qué? -repitió Josh.

– Pones el carrete en la máquina -dijo Grace-. Y las fotos salen en una pila. Y luego metes la pila en un sobre. ¿No es así?

– Sí.

– ¿Compruebas todas las fotos que revelas?

Josh no dijo nada. Miró alrededor como para pedir ayuda.

– Te he visto trabajar -prosiguió Grace-. Lees revistas. Escuchas música. No repasas todas las fotos. Así que lo que estoy preguntándote, Josh, es cómo sabes qué fotos había en la pila.

Josh lanzó una mirada a Scott Duncan. Por ese lado no recibiría ninguna ayuda. Se volvió otra vez hacia ella.

– Es porque es rara, sólo eso.

Grace esperó.

– Esa foto parece tener cien años, al menos. Es del mismo tamaño, pero el papel no es de Kodak. Me refiero a eso. Nunca la he visto. -Eso ya le gustó más a Josh. Se le iluminaron los ojos, animándose con su mentira-. Sí, verá, pensé que él se refería a eso. Cuando me preguntó si la puse con las demás, si la he visto antes.

Grace se limitó a mirarlo.

– Oiga, yo no sé qué fotos pasan por la máquina. Pero ésa no la he visto nunca. No sé nada más, ¿vale?

– ¿Josh?

Era Scott Duncan. Josh se volvió hacia él.

– Esa foto acabó en el paquete de fotos de la señora Lawson. ¿Tienes alguna idea de cómo llegó hasta ahí?

– A lo mejor sacó ella la foto.

– No -dijo Duncan.

Josh volvió a encogerse de hombros con afectación. Debía de tener unos hombros muy fuertes de tanto ejercitarlos.

– Explícame cómo se hace -dijo Duncan-. Cómo revelas las fotos.

– Es como ha dicho ella. Meto el carrete en la máquina. Y la máquina se ocupa del resto. Yo sólo tengo que indicar el tamaño y la cantidad.

– ¿La cantidad?

– Ya sabe. Una copia por negativo, o dos, lo que sea.

– ¿Y salen todas juntas en una pila?

– Sí.

Josh estaba más relajado, en un terreno más cómodo.

– ¿Y luego las pones en un sobre?

– Exacto. El mismo sobre que rellenó el cliente. Y después lo archivo en orden alfabético. Y ya está.

Scott Duncan miró a Grace. Ella no dijo nada. Él sacó su placa.

– ¿Sabes qué significa esta placa, Josh?

– No.

– Significa que trabajo para la fiscalía. Significa que puedo hacerte la vida imposible si me enfado contigo. ¿Lo entiendes?

Josh parecía un poco asustado. Asintió a duras penas.

– Así que te lo pregunto por última vez: ¿Sabes algo de esta foto?

– No, lo juro. -Miró alrededor-. Tengo que volver al trabajo.

Se levantó. Grace se interpuso en su camino.

– ¿Por qué saliste temprano del trabajo el otro día?

– ¿Eh?

– Alrededor de una hora después de recoger mis fotos, volví a la tienda. Ya te habías ido. Y a la mañana siguiente tampoco estabas. Así que dime, ¿qué pasó?

– Estaba enfermo -contestó.

– ¿Ah, sí?

– Sí.

– ¿Y ahora te sientes mejor?

– Supongo. -Intentó abrirse paso para salir.

– Porque, según tu jefe, te surgió una urgencia familiar -prosiguió Grace-. ¿Eso fue lo que le dijiste?

– Tengo que volver al curro -dijo él, y esta vez la empujó para poder pasar y casi salió corriendo por la puerta.

Beatrice Smith no estaba.

Eric Wu entró sin problemas. Registró la casa. No había nadie. Sin quitarse los guantes, Wu encendió el ordenador. El Asistente de Información Personal -un término rebuscado para referirse a una agenda de teléfonos y fechas- era Time amp; Chaos. Lo abrió y consultó su calendario.

Beatrice se había ido a ver a su hijo, el médico, a San Diego. Volvería al cabo de dos días: estaba lo bastante lejos para salvar su vida. Wu reflexionó sobre los caprichosos vientos del destino. No pudo evitarlo. Echó una ojeada a los dos meses anteriores y los dos meses posteriores en el calendario de Beatrice Smith. No había más viajes. Si él hubiese llegado en cualquier otro momento, Beatrice Smith habría muerto. A Wu le gustaba pensar en esas cosas, en cómo a menudo los pequeños detalles, los actos inconscientes, los que no conocemos ni controlamos, son los que alteran nuestra vida. Ya sea obra del destino, el azar, las probabilidades o Dios. A Wu eso lo fascinaba.

En el garaje de Beatrice Smith cabían dos coches. Su Land Rover de color habano se hallaba aparcado en el lado derecho. El izquierdo estaba vacío. Había una mancha de aceite en el suelo. Wu dedujo que Maury debía de aparcar su coche allí. Ahora Beatrice lo tenía vacío -Wu no pudo evitar pensar en la madre de Freddy Sykes-, como si fuera el lado de la cama de Maury. Wu aparcó allí. Abrió la puerta de atrás. Jack Lawson parecía temblar. Wu le desató las piernas para que pudiera caminar. Seguía maniatado por las muñecas. Wu lo condujo al interior de la casa. Jack Lawson se cayó dos veces. La sangre no le circulaba aún bien del todo por las piernas. Wu lo sostenía por el cuello de la camisa.

– Voy a quitarte la mordaza -dijo Wu.

Jack Lawson asintió. Wu lo vio en sus ojos. Lawson estaba descompuesto. Wu no le había hecho mucho daño -de momento-, pero cuando uno pasa suficiente tiempo a oscuras, a solas con sus pensamientos, la mente se repliega y se da un festín. Eso siempre era peligroso. La clave de la serenidad, como Wu sabía, era no parar de trabajar, no parar de avanzar. Cuando uno se mueve, no piensa en la culpa o la inocencia. No piensa en su pasado ni en sus sueños, en sus alegrías y decepciones. Sólo se preocupa por sobrevivir. Lastimar o ser lastimado. Matar o morir.

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