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– Jack Lawson. Ya lo sabemos.

Dellapelle hizo una pausa y dijo:

– Es posible.

– ¿Eso qué significa?

– Todavía hay unas esposas en una tubería.

– Wu lo soltó. Debió de dejarlas allí.

– Tal vez. También hay sangre, no mucha, pero bastante fresca.

– Lawson tenía unos cuantos cortes.

Se produjo un silencio.

– ¿Qué pasa? -preguntó Perlmutter.

– ¿Dónde estás ahora, Stu?

– En el hospital Valley.

– ¿Cuánto tardarías en llegar aquí?

– Quince minutos con la sirena -contestó Perlmutter-. ¿Por qué?

– Hay algo más aquí abajo -explicó Dellapelle-. Algo que quizá quieras ver con tus propios ojos.

A medianoche Grace se levantó de la cama y salió al pasillo. Sus hijos le habían hecho una breve visita. Grace insistió en que la dejaran levantarse para recibirlos. Scott Duncan le llevó ropa de calle -un chándal Adidas- porque no quería que sus hijos la vieran con el camisón del hospital. Le inyectaron un potente analgésico para acallar los quejidos de las costillas. Grace quería que los niños vieran que estaba bien, a salvo, y que ellos también estaban a salvo. Mantuvo el tipo todo el tiempo, hasta que Emma le mostró su diario de poemas. Entonces se echó a llorar.

Sólo se puede ser fuerte durante un tiempo limitado.

Los niños dormirían en sus propias camas. Cora ocuparía la habitación de matrimonio. La hija de Cora, Vickie, dormiría en la cama al lado de la de Emma. Perlmutter había asignado, además, a una mujer policía para que se quedara en la casa toda la noche. Grace se alegró.

El hospital estaba a oscuras. Grace consiguió ponerse en pie. Tardó una eternidad. La quemazón en las costillas había vuelto. La rodilla, más que una articulación, parecía un puñado de cascotes de vidrio.

El pasillo estaba en silencio. Grace se había fijado una meta. Alguien intentaría detenerla, eso sin duda, pero en realidad tampoco le preocupaba. Estaba decidida.

– ¿Grace?

Se volvió hacia la voz femenina, dispuesta a librar batalla. Pero no fue necesario. Grace reconoció a la mujer del patio de la escuela.

– Eres Charlaine Swain.

La mujer asintió. Se acercaron, mirándose a los ojos, compartiendo algo que ninguna de las dos podía expresar.

– Supongo que tengo que darte las gracias -dijo Grace.

– Y yo a ti -contestó Charlaine-. Tú lo has matado. Se ha acabado esa pesadilla para nosotros.

– ¿Cómo está tu marido? -preguntó Grace.

– Se recuperará.

Grace asintió.

– Ya sé que el tuyo no evoluciona bien -comentó Charlaine.

Las dos estaban por encima de los tópicos falsos. Grace agradeció su sinceridad.

– Está en coma.

– ¿Lo has visto?

– A eso iba ahora.

– ¿A escondidas?

– Sí.

Charlaine asintió.

– Déjame ayudarte.

Grace se apoyó en Charlaine Swain. Era una mujer fuerte. El pasillo estaba desierto. A lo lejos oyeron un taconeo contra las baldosas. La iluminación era tenue. Pasaron junto a un mostrador de enfermeras vacío y entraron en un ascensor. Jack estaba en la tercera planta, en cuidados intensivos. A Grace le pareció extrañamente adecuado tener a Charlaine Swain a su lado. No sabía por qué.

Esa parte concreta de la unidad de cuidados intensivos tenía cuatro habitaciones con paredes de cristal, con una enfermera en medio para vigilarlas todas a la vez. En ese momento, sólo una de las habitaciones estaba ocupada.

Las dos se acercaron. Jack estaba en la cama. Lo primero que observó Grace fue que su poderoso marido, el corpulento hombre de un metro ochenta y siete a cuyo lado ella siempre se había sentido segura, se veía muy pequeño y frágil en esa cama. Sabía que era fruto de su imaginación. Sólo habían pasado dos días. Había perdido un poco de peso. Se había deshidratado por completo. Pero no era por eso.

Jack tenía los ojos cerrados. Le salía un tubo de la garganta y otro de la boca, los dos sujetos con cinta adhesiva blanca. Un tercer tubo entraba por la nariz y otro estaba conectado a una vía en el brazo derecho. Le habían puesto un gota a gota y se hallaba rodeado de máquinas, como en una pesadilla futurista.

Grace sintió que empezaba a desplomarse. Charlaine la sostuvo, Grace recuperó el equilibrio y se dirigió a la puerta.

– No puede entrar -advirtió la enfermera.

– Sólo quiere sentarse con él -dijo Charlaine-. Por favor.

La enfermera miró alrededor y luego otra vez a Grace.

– Dos minutos.

Grace soltó a Charlaine, y ésta le abrió la puerta. Grace entró sola. Se oían pitidos y campanillas y un sonido infernal, como gotas de agua succionadas con una pajita. Grace se sentó al lado de la cama. No le cogió la mano a Jack. No le dio un beso en la mejilla.

– Te encantará el último verso -dijo Grace.

Pelotita de béisbol,
¿quién es tu mejor amigo?
¿Es el bate,
que te pega en el ombligo?

Grace se rió y pasó la página, pero la siguiente -de hecho, el resto del diario- estaba en blanco.

50

Pocos minutos antes de morir, Wade Larue pensó que por fin había encontrado la paz.

Había renunciado a la venganza. Ya no necesitaba saber toda la verdad. Le bastaba con lo que sabía. Sabía en qué tenía la culpa y en qué no. Había llegado el momento de dejarla atrás.

Carl Vespa no tenía más opción. Nunca se recuperaría. Lo mismo le sucedía a ese espantoso remolino de rostros -esa imagen borrosa del dolor- que se había visto obligado a contemplar en la sala del juzgado y de nuevo en la rueda de prensa. Wade había perdido el tiempo. Pero el tiempo es relativo. La muerte no.

Le había dicho a Vespa todo lo que sabía. Vespa era un hombre malo, de eso no cabía duda. Ese hombre era capaz de una crueldad indescriptible. En los últimos quince años, Wade Larue había conocido a muchas personas así, pero pocas eran tan simples. Con la excepción de los psicópatas de manual, la mayoría, incluso los más malvados, tenían la capacidad de amar a alguien, de preocuparse por alguien, de establecer lazos. Eso no era contradictorio. Era sencillamente humano.

Larue habló. Vespa escuchó. En un momento dado en medio de la explicación, apareció Cram con una toalla y hielo. Se los pasó a Larue. Larue le dio las gracias. Cogió la toalla -el hielo era demasiado voluminoso- y se limpió la sangre de la cara. Los golpes de Vespa ya no le dolían. Larue había soportado mucho más a lo largo de los años. Cuando uno ha recibido muchas palizas, sigue uno de dos caminos: o bien las teme tanto que hará cualquier cosa por evitarlas, o simplemente las soporta y se da cuenta de que también eso pasará. En algún momento durante el encarcelamiento, Larue se había unido al segundo grupo.

Carl Vespa no pronunció palabra. No lo interrumpió ni pidió aclaraciones. Cuando Larue acabó, Vespa se quedó inmóvil, sin inmutarse, esperando más. No hubo más. Sin decir nada, Vespa se volvió y se marchó. Hizo una señal con la cabeza a Cram. Éste se dirigió hacia él. Larue levantó la cabeza. No correría. Ya no correría más.

– Venga, vámonos -dijo Cram.

Cram lo dejó en el centro de Manhattan. Larue se planteó llamar a Eric Wu, pero sabía que a esas alturas ya no tenía sentido. Enfiló hacia la terminal de autobuses de Port Authority. Estaba preparado para iniciar el resto de su vida. Se iba a Portland, en Oregon. No sabía muy bien por qué. Había leído algo sobre Portland en la cárcel y le pareció que se ajustaba a sus necesidades. Quería una ciudad grande de ambiente liberal. Por lo que había leído, Portland parecía una comunidad hippy convertida en una importante metrópoli. Allí podían tratarlo bien.

Tendría que cambiarse de nombre. Dejarse barba. Teñirse el pelo. No creía que le costara mucho cambiar, huir de los últimos quince años. Aunque fuera una ingenuidad por su parte, Wade Larue aún se creía con posibilidades de empezar una carrera de actor. Todavía tenía talento. Todavía tenía el carisma sobrenatural. Así que, ¿por qué no intentarlo? Y si no, se buscaría un empleo normal. No le daba miedo un poco de trabajo duro. Volvería a estar en una gran ciudad. Sería libre.

69
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