– Dímelo tú.
Jack no contestó.
– Ése eres tú, ¿no? ¿El de la barba?
– ¿Qué? No.
Ella lo miró. Él parpadeó y desvió la vista.
– Hoy he ido a recoger las fotos -explicó ella-. A Photomat.
Él no dijo nada. Ella se acercó.
– Esa foto estaba con las demás.
– Un momento. -Jack levantó la mirada repentinamente-. ¿Estaba con nuestras fotos?
– Sí.
– ¿Qué fotos?
– Las que sacamos en el manzanar.
– Eso es absurdo.
Ella se encogió de hombros.
– ¿Quiénes son las personas de la foto?
– ¿Y yo qué sé?
– La rubia a tu lado -dijo Grace-. Con el aspa en la cara. ¿Quién es?
Sonó el móvil de Jack. Lo sacó como un pistolero que desenfunda su arma en un duelo. Murmuró un saludo, escuchó, tapó el micrófono con la mano y dijo: «Es Dan». El investigador con el que trabajaba en el Laboratorio Pentocol. Agachó la cabeza y se dirigió a la leonera.
Grace subió a su habitación. Empezó a prepararse para irse a la cama. Lo que había empezado como una ligera molestia se volvía más intenso, más persistente. Recordó los años que vivieron en Francia. Él nunca quiso hablar de su pasado. Tenía una familia rica y un fondo de fideicomiso, eso ella lo sabía, pero él no quería saber nada de ninguna de las dos cosas. Había una hermana, una abogada en Los Ángeles o San Diego. Su padre vivía pero era de edad muy avanzada. Grace deseaba saber más, pero Jack se negaba a dar más explicaciones, y ella, guiándose por una premonición, tampoco insistió.
Se enamoraron. Ella pintaba. Él trabajaba en un viñedo en Saint-Emilion, en Burdeos. Vivieron en Saint-Emilion hasta que Grace se quedó embarazada de Emma. Entonces algo despertó en ella el deseo de volver a casa, el deseo, por cursi que pudiera parecer, de criar a sus hijos en la tierra de los hombres libres y la patria de los valientes. Jack quería quedarse, pero Grace insistió. Ahora Grace se preguntaba por qué.
Pasó media hora. Grace se acostó y esperó. Al cabo de diez minutos, oyó el motor del coche. Grace miró por la ventana.
El monovolumen de Jack se alejaba.
A Jack le gustaba ir de compras por la noche, Grace lo sabía: ir al supermercado cuando había poca gente. De manera que no era raro que saliera así. Sólo que, claro, no le había avisado ni le había preguntado si necesitaba algo.
Grace intentó llamarlo al móvil, pero le salió el buzón de voz. Se sentó y esperó. Nada. Intentó leer. Las palabras pasaban ante ella en una nebulosa carente de significado. Al cabo de dos horas, Grace intentó llamar otra vez al móvil. De nuevo el buzón de voz. Fue a ver a los niños. Dormían profundamente, ajenos a todo, y mejor así.
Cuando ya no pudo más, Grace bajó. Buscó en el paquete de fotos.
La extraña fotografía había desaparecido.
2
La mayoría de la gente consultaba los anuncios personales de Internet en busca de una cita. Eric Wu buscaba víctimas.
Tenía siete cuentas distintas con siete personalidades falsas: unas de hombres, otras de mujeres. Procuraba mantenerse en contacto por correo electrónico con unas seis «citas potenciales» por cada cuenta. Tres de las cuentas eran para anuncios heterosexuales de cualquier edad. Dos eran para solteros mayores de cincuenta años. Una era para gays. La última página reclutaba a lesbianas que querían un compromiso serio.
En circunstancias normales, Wu flirteaba por Internet con hasta cuarenta o incluso cincuenta de estos desesperados. Iba conociéndolos poco a poco. La mayoría se mostraban cautos, pero eso no le importaba. Eric Wu era un hombre paciente. Al final le proporcionaban suficiente información para saber si debía seguir con la relación o dejarlos ir.
Al principio sólo trataba con mujeres. Partió de la teoría de que serían las víctimas más fáciles. Pero Eric Wu, que no obtenía la menor gratificación sexual con su trabajo, se dio cuenta de que estaba desaprovechando todo un mercado que no se preocuparía tanto por su seguridad en Internet. Un hombre, por ejemplo, no teme que lo violen. No teme que lo acosen. Un hombre es menos cauto, y eso lo vuelve más vulnerable.
Wu buscaba a solteros con pocos lazos. Si tenían hijos, no le servían. Si tenían familiares que vivían cerca, no le servían. Si tenían compañeros de habitación, trabajos importantes, demasiados amigos íntimos, lo mismo. Wu los quería solitarios, sí, pero también aislados, sin los numerosos lazos y vínculos que nos unen a algo situado por encima del individuo. Y en ese momento quería también a alguien que viviera cerca de la casa de los Lawson.
La víctima propicia fue Freddy Sykes.
Freddy Sykes trabajaba en una asesoría fiscal de Waldwick, Nueva Jersey. Contaba cuarenta y ocho años. Sus padres habían muerto. No tenía hermanos. Según sus flirteos en HombresBi.com, Freddy se había ocupado de su madre y no había tenido tiempo para una relación. Cuando ella murió dos años antes, Freddy heredó la casa en Ho-Ho-Kus, a apenas cinco kilómetros de la residencia de los Lawson. Su fotografía en Internet, una foto de carnet, sugería que Freddy tendía a obeso. Tenía el pelo negro como el betún, lacio, con la clásica raya al lado. La sonrisa parecía forzada, poco natural, como una mueca antes de una bofetada.
Freddy llevaba tres semanas flirteando por Internet con un tal Al Singer, un directivo jubilado de Exxon, de cincuenta y seis años, que tras veintidós de matrimonio había reconocido que le interesaba «experimentar». El personaje de Al Singer todavía quería a su mujer, pero ella no entendía su necesidad de estar con hombres y mujeres. A Al le interesaba viajar por Europa, comer bien y ver deportes por televisión. Para el personaje de Singer, Wu había usado una foto que había encontrado en un catálogo de la YMCA colgado en Internet. Su Al Singer era atlético pero no demasiado guapo. Un hombre demasiado atractivo podía despertar las sospechas de Freddy. Wu quería que se tragara la fantasía. Eso era lo más importante.
Los vecinos de Freddy Sykes eran casi todos familias jóvenes que no se fijaban en él. Su casa era igual a las demás de la manzana. Wu se quedó mirando cuando la puerta del garaje de Sykes se abrió electrónicamente. El garaje estaba adosado a la casa. Se podía entrar y salir del coche sin que lo vieran desde la calle. Perfecto.
Wu esperó diez minutos y después llamó al timbre.
– ¿Quién es?
– Un paquete para el señor Sykes.
– ¿De quién?
Freddy Sykes no había abierto la puerta. Eso era raro. Los hombres solían hacerlo. Eso también formaba parte de su vulnerabilidad, parte de la razón por la que eran una presa más fácil que las mujeres. Se sentían demasiado seguros de sí mismos. Wu vio la mirilla. Seguro que Sykes estaba escudriñando al coreano de veintiséis años con pantalones holgados y una constitución compacta, achaparrada. Quizá veía el pendiente de Wu y se lamentaba de cómo la juventud de hoy se mutilaba el cuerpo. O tal vez su complexión y el pendiente excitaban a Sykes. ¿Quién sabía?
– De Bombones Topfit -dijo Wu.
– No, me refiero a quién los envía.
Wu hizo ver que volvía a leer la nota.
– Un tal señor Singer.
Eso fue decisivo. Se oyó descorrerse el pestillo. Wu miró alrededor. Nadie. Freddy Sykes abrió la puerta con una sonrisa. Wu no vaciló. Formando una lanza con los dedos, se precipitó hacia la garganta de Sykes como un pájaro en busca de comida. Freddy se desplomó. Wu se movió a una velocidad que habría parecido imposible en un hombre de semejante corpulencia. Entró y cerró la puerta detrás de él.
Freddy Sykes, tumbado de espaldas, se llevó las manos al cuello. Intentó gritar, pero sólo consiguió emitir leves sonidos, como si graznase. Wu se agachó y lo puso boca abajo. Freddy forcejeó. Wu levantó la camisa a su víctima. Freddy pataleó. Con sus dedos expertos, Wu recorrió la columna hasta que encontró el lugar exacto entre la cuarta y la quinta vértebra. Freddy seguía pataleando. Empleando el índice y el pulgar como bayonetas, Wu clavó los dedos en el hueso, casi rasgando la piel.