La impresora se detuvo. Grace cogió las hojas y las examinó. Conocía la mayoría de los números. De hecho, los conocía casi todos.
Pero uno enseguida le llamó la atención.
– ¿De dónde es el prefijo seis cero tres? -preguntó Grace.
– Ni idea. ¿Qué llamada es?
Grace se la enseñó en la pantalla. Cora la señaló con el cursor.
– ¿Qué haces? -preguntó Grace.
– Si haces clic en el número con el ratón, sale el nombre de la persona a quien llamó.
– ¿En serio?
– Oye, ¿en qué siglo vives? Ahora las películas ya son sonoras.
– ¿O sea que sólo tienes que marcar el vínculo?
– Y te lo dice todo. A menos que el número no figure en la guía. Cora apretó el botón izquierdo del ratón. Salió un rótulo en el que se leía:
número no registrado
– Vaya, no está en la guía.
Grace miró el reloj.
– Sólo son las nueve y media -dijo-. No es demasiado tarde para llamar.
– Según las reglas del juego del marido desaparecido, no, no es demasiado tarde para llamar.
Grace descolgó el auricular y marcó el número. Un pitido agudo, no muy distinto del sonido de los altavoces en el concierto de Rapture, le atravesó el tímpano. A continuación: «El número al que ha llamado -la voz grabada recitó el número- ha sido desconectado. No disponemos de más información».
Grace frunció el entrecejo.
– ¿Qué?
– ¿Cuándo fue la última vez que Jack llamó a ese número?
Cora lo miró.
– Hace tres semanas. Habló dieciocho minutos.
– Está desconectado.
– Mmm, el prefijo es el seis cero tres -observó Cora, pasando a otra página web. Tecleó «prefijo seis cero tres» y pulsó la tecla intro. La respuesta llegó de inmediato-. Es de New Hampshire. Espera, vamos a ver qué sale en Google.
– ¿Qué quieres buscar? ¿New Hampshire?
– El número de teléfono.
– ¿Para qué?
– El número no sale en la guía, ¿no?
– No.
– Espera, voy a enseñarte algo. Esto no funciona siempre, pero mira. -Cora tecleó el número de teléfono de Grace en el buscador-. Buscará esa secuencia de números en toda la red, no sólo en las guías. Eso no nos sirve porque, como has dicho, el número no sale en la guía. Pero…
Cora pulsó la tecla intro. Apareció un resultado. Era la página de un premio de arte concedido por la Universidad de Brandeis, donde estudió Grace. Cora hizo clic en el vínculo. Salieron el nombre y el número de teléfono de Grace-. ¿Has estado en el jurado de un premio de pintura?
Grace asintió.
– Era para una beca de arte.
– Pues ahí estás. Tu nombre, tu dirección y tu número de teléfono junto con los demás miembros del jurado. Debiste de darles tus datos.
Grace cabeceó.
– Ya puedes tirar tus cintas de ocho pistas y bienvenida a la Era de la Información -dijo Cora-. Y ahora que sé cómo te llamas, puedo hacer un millón de búsquedas distintas. Saldrá la página de tu galería. Tu universidad. Lo que sea. Ahora probemos con este número del seis cero tres…
Los dedos de Cora empezaron a volar otra vez. Pulsó la tecla intro.
– Un momento. Tenemos algo. -Miró la pantalla con los ojos entornados-. Bob Dodd.
– ¿Bob?
– Sí. No Robert. Bob. -Cora miró a Grace-. ¿Te suena ese nombre?
– No.
– La dirección es un apartado de correos de Fitzwilliam, en New Hampshire. ¿Has estado allí?
– No.
– ¿Y Jack?
– No lo creo. O sea, fue a la universidad en Vermont, así que es posible que haya visitado New Hampshire, pero nunca hemos ido juntos.
Se oyó un ruido arriba. Max lloraba dormido.
– Ve -dijo Cora-. Entretanto, veré qué encuentro sobre nuestro amigo el señor Dodd.
Mientras se dirigía hacia el dormitorio de su hijo, Grace sintió otra punzada en el pecho: Jack era el centinela nocturno de la casa. Él era quien se ocupaba de las pesadillas y de llevar vasos de agua por la noche. Él era quien sostenía la frente de los niños a las tres de la mañana cuando se despertaban para vomitar. De día, Grace se ocupaba de quitar mocos, comprobar la temperatura, calentar el caldo de pollo, obligarlos a tomar el jarabe Robitussin. El turno de noche le tocaba a Jack.
Cuando llegó a la habitación, Max sollozaba. El llanto ahora era suave, más bien un gimoteo, y eso por alguna razón daba más pena que un alarido. Grace lo abrazó. Le temblaba todo el cuerpo. Ella lo meció y le habló con ternura. Le susurró que su mamá estaba allí, que no pasaba nada, que no corría ningún peligro.
Max tardó en serenarse. Grace lo llevó al cuarto de baño. Aunque Max apenas tenía seis años, orinaba como un hombre; es decir, nunca acertaba al apuntar al váter. Se balanceó, durmiéndose de pie. Cuando acabó, Grace lo ayudó a subirse el pantalón del pijama de Buscando a Nemo. Lo acostó y le preguntó si quería hablarle de su sueño. Él negó con la cabeza y volvió a dormirse.
Grace se quedó mirando el movimiento de su pequeño pecho. ¡Cómo se parecía a su padre!
Al cabo de un rato bajó. No se oía nada. Cora ya no tecleaba. Grace entró en el despacho. La silla estaba vacía. Cora se hallaba en un rincón con el vaso de vino en la mano.
– ¿Cora?
– Ya sé por qué el teléfono de Bob Dodd está desconectado.
Se percibía tensión en su voz, un tono que Grace nunca había oído. Esperó a que su amiga continuase, pero ésta parecía encogerse en el rincón.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Grace.
Cora bebió un sorbo rápido.
– Según un artículo del New Hampshire Post, Bob Dodd está muerto. Lo asesinaron hace dos semanas.
16
Eric Wu entró en la casa de Sykes.
La casa estaba a oscuras. Wu había dejado todas las luces apagadas. El intruso -la persona que había sacado la llave de la roca- no las había encendido. Eso extrañó a Wu.
Había supuesto que el intruso era la mujer fisgona en camisón. ¿Sería tan lista como para saber que no debía encender las luces?
Se detuvo. Pero si uno tomaba la precaución de no encender las luces, ¿no habría tenido también la cautela de no dejar el guarda-llaves a la vista?
Algo no encajaba.
Wu se agachó y dio unos pasos hasta situarse detrás del sillón abatible. Se detuvo y escuchó. Nada. Si había alguien en la casa, él lo oiría moverse. Esperó un poco más.
Nada.
Wu se quedó pensando. ¿Y si la intrusa había entrado y salido ya?
Lo dudaba. Una persona capaz de arriesgarse a entrar con una llave escondida daría una vuelta por la casa. Lo más probable era que hubiera encontrado a Freddy Sykes en el cuarto de baño de arriba. Habría llamado para pedir ayuda. O si se hubiese ido, si no hubiese encontrado nada extraño, habría dejado la llave en la roca. Y no había ocurrido nada de eso.
Así pues, ¿cuál era la conclusión más lógica?
La intrusa seguía en la casa. Sin moverse. Escondida.
Wu avanzó sigilosamente. Había tres salidas. Se aseguró de que todas las puertas estaban cerradas con llave. Dos puertas tenían pestillo. Los corrió con cuidado. Cogió las sillas del comedor y las colocó delante de las tres salidas. Quería que algo, cualquier cosa, obstaculizara o al menos retrasara una huida fácil.
Quería atrapar a su adversaria.
La escalera estaba enmoquetada. Así le sería más fácil subir en silencio. Wu quería mirar en el cuarto de baño, para ver si Freddy Sykes seguía en la bañera. Pensó en el guardallaves a la vista de todos. En aquella situación, nada tenía sentido. Cuanto más lo pensaba, más lentos eran sus pasos.
Wu volvió a repasarlo todo: «Empecemos por el principio. Una persona que sabe dónde esconde Sykes la llave, abre la puerta. Entra en la casa. Y luego ¿qué? Si encuentra a Sykes, se marcha. Deja la llave en la roca y esconde la roca».
Pero eso no había ocurrido así.
¿Qué conclusión podía sacar Wu, pues?
La única posibilidad que se le ocurría -a menos que se le escapara algún detalle- era que la intrusa acabara de encontrar a Sykes cuando Wu entró en la casa. No tuvo tiempo de pedir ayuda. Sólo tuvo tiempo de esconderse.