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Estaba a punto de salir disimuladamente por la puerta de atrás cuando una mano la sujetó por la muñeca. Se volvió y vio que era Carl Vespa.

– ¿Adónde vas? -preguntó él.

– A casa.

– Yo te llevo.

– No hace falta. Puedo alquilar un coche.

Sujetándola aún por la muñeca, le apretó por un instante y Grace vio de nuevo que algo estallaba detrás de su mirada.

– Quédate -dijo él.

No era un ruego. Ella le examinó el rostro, pero reflejaba una curiosa serenidad. Demasiada serenidad. Su actitud -tan distinta de su entorno, tan diferente de la furia que había visto la noche anterior- volvió a asustarla. ¿Ése era realmente el hombre en cuyas manos había puesto la vida de sus hijos?

Se sentó a su lado y miró a Sandra Koval y Wade Larue subir al estrado. Sandra se acercó el micrófono y empezó con los tópicos de siempre sobre el perdón y la rehabilitación y los nuevos comienzos. Grace observó cómo se ensombrecían los rostros alrededor. Algunos lloraban. Otros apretaban los labios. Unos cuantos temblaban visiblemente.

Carl Vespa no hizo ninguna de esas cosas.

Cruzó las piernas y se reclinó. Lo contemplaba todo con una naturalidad que asustó a Grace más que la peor mueca de disgusto. Cinco minutos después de iniciar Sandra Koval su intervención, Vespa dirigió la mirada hacia Grace. Sabía que ella había estado atenta a él. De pronto hizo algo que la estremeció.

Le guiñó un ojo.

– Venga -dijo él-. Vámonos de aquí.

Mientras Sandra hablaba, Carl Vespa se levantó y se encaminó hacia la puerta. La gente volvió la cabeza y se produjo un breve silencio. Grace lo siguió. Bajaron en el ascensor sin mediar palabra. La limusina estaba en la puerta. El hombre fornido ocupaba el asiento del conductor.

– ¿Dónde está Cram? -preguntó Grace.

– Ha ido a hacer un recado -contestó Vespa, y a Grace le pareció advertir un asomo de sonrisa-. Háblame de tu encuentro con la señora Koval.

Grace le contó la conversación con su cuñada. Vespa permaneció callado, mirando por la ventana, golpeteándose la barbilla con el índice. Cuando Grace acabó, él preguntó:

– ¿Eso es todo?

– Sí.

– ¿Seguro?

A Grace no le gustó el tono de la pregunta.

– ¿Y qué hay de tu último…? -Vespa alzó la mirada, buscando la palabra-. ¿De tu último visitante?

– ¿Te refieres a Scott Duncan?

Vespa tenía en los labios una sonrisa muy extraña.

– Ya sabes, claro, que Scott Duncan trabaja en la fiscalía.

– Trabajaba -corrigió ella.

– Sí, trabajaba. -Hablaba en un tono demasiado relajado-. ¿Y qué quería?

– Ya te lo he dicho.

– ¿Ah, sí? -Se movió en el asiento, pero seguía sin mirarla-. ¿Me lo has contado todo?

– ¿Qué quieres decir?

– Es sólo una pregunta. ¿Ha sido ese tal Duncan tu única visita reciente?

A Grace no le gustó el cariz que tomaba la conversación. Vaciló.

– ¿No quieres hablarme de nadie más? -continuó Vespa.

Grace intentó examinarle el rostro en busca de alguna pista, pero él miraba hacia el otro lado. ¿De qué hablaba? Reflexionó, repasó los últimos días…

¿Jimmy X?

¿Se había enterado Vespa de que Jimmy se había presentado en su casa después del concierto? Era posible, desde luego. Si había encontrado a Jimmy, no era descabellado suponer que tenía a alguien siguiéndolo. Así pues, ¿qué debía hacer Grace? ¿Si decía algo ahora empeoraría las cosas? Tal vez no sabía lo de Jimmy. Tal vez si abría la boca ahora sólo causaría más problemas.

«Responde con vaguedad, y a ver qué pasa», pensó.

– Ya sé que te he pedido ayuda -dijo lentamente-. Pero creo que a partir de ahora quiero llevar esto por mi cuenta.

Vespa se volvió por fin hacia ella y la miró de frente.

– ¿Ah, sí?

Grace esperó.

– ¿Y eso por qué, Grace?

– ¿La verdad?

– Preferiblemente.

– Me estás asustando.

– ¿Crees que te haría daño?

– No.

– ¿Entonces?

– Sólo creo que será lo mejor…

– ¿Qué le has dicho de mí?

La pregunta la cogió desprevenida.

– ¿A Scott Duncan?

– ¿Le has hablado de mí a alguien más?

– ¿Cómo? No.

– Entonces, ¿qué le has dicho a Scott Duncan de mí?

– Nada. -Grace intentó pensar-. En cualquier caso, ¿qué podía decirle?

– Buena respuesta. -Asintió, más para sí que para Grace-. Pero no me has explicado por qué fue a verte el señor Duncan. -Vespa cruzó las manos y las apoyó en el regazo-. Me gustaría mucho conocer los detalles.

Grace no quería contárselo -no quería que él se involucrara más en el asunto-, pero era ineludible.

– Era por su hermana.

– ¿Qué pasa con ella?

– ¿Te acuerdas de la chica de la foto con la cara tachada?

– Sí.

– Se llamaba Geri Duncan. Era su hermana.

Vespa frunció el entrecejo.

– ¿Y por eso fue a verte?

– Sí.

– ¿Porque su hermana salía en la foto?

– Sí.

Vespa se reclinó en el asiento.

– ¿Y qué le pasó a su hermana?

– Murió en un incendio hace quince años.

Para sorpresa de Grace, Vespa no hizo más preguntas. No pidió aclaraciones. Simplemente se volvió a mirar por la ventanilla y ya no habló hasta que el coche se detuvo en el camino de entrada. Grace intentó abrir la puerta para salir, pero tenía algún sistema de bloqueo, como el que usaba ella cuando los niños eran pequeños, y no pudo abrir desde dentro. El chófer fornido dio la vuelta y tiró de la manilla de la puerta. Grace quería preguntar a Carl Vespa qué pensaba hacer, si realmente los dejaría obrar por su cuenta, pero algo en su actitud no encajaba.

Llamarlo había sido un error. Pedirle ahora que se quedara al margen quizás hubiese empeorado las cosas.

– Dejaré a mis hombres hasta que recojas a los niños de la escuela -dijo, todavía sin mirarla-. Después te quedarás sola.

– Gracias.

– ¿Grace?

Ella se volvió hacia él.

– No debes mentirme nunca -dijo él con voz gélida.

Grace tragó saliva. Quiso disentir, decirle que no le había mentido, pero temió dar la impresión de que se ponía demasiado a la defensiva, de que protestaba demasiado. Así que se limitó a asentir.

No hubo despedidas. Grace recorrió el camino sola. Ahora su paso vacilante no se debía sólo a la cojera.

¿Qué había hecho?

Pensó en cómo le convenía actuar a continuación. Su cuñada lo había dicho bien: «Protege a los niños». Si Grace estuviera en el lugar de Jack, si hubiera desaparecido por la razón que fuese, es lo que ella habría querido. «Olvídate de mí -le diría-. Pon a los niños a salvo.»

Así que ahora, le gustara o no, Grace abandonaba la operación rescate. Jack se quedaba solo.

Haría las maletas. Esperaría hasta las tres, la hora de salida de la escuela, recogería a los niños y se irían a Pensilvania. Buscaría un hotel donde no hiciera falta tarjeta de crédito. O una pensión. O una habitación de alquiler. Lo que fuese. Llamaría a la policía, tal vez incluso a ese tal Perlmutter. Le diría lo que estaba pasando. Pero antes necesitaba a sus hijos. En cuanto estuvieran a salvo, en cuanto los tuviera en su coche y en la carretera, se sentiría bien.

Llegó a la puerta. Había un paquete en el portal. Se agachó y lo recogió. La caja tenía el logo de New Hampshire Post. El remite rezaba: «Bobby Dodd, residencia geriátrica asistida Starshine».

Eran las carpetas de Bob Dodd.

40

Wade Larue estaba sentado al lado de su abogada, Sandra Koval.

Toda la ropa que llevaba era nueva. La sala no olía a cárcel, esa espantosa mezcla de descomposición y desinfectante, de celadores gordos y orina, de manchas que no se quitan nunca, y eso de por sí era un cambio extraño. La cárcel se convierte en tu mundo, y salir de ella es un sueño imposible, como imaginar la vida en otro planeta. A Wade Larue lo habían encerrado a los veintidós años. Ahora tenía treinta y siete. Eso significaba que se había pasado casi toda su vida de adulto entre rejas. Ese olor, ese espantoso olor, era lo único que conocía. Sí, todavía era joven. Tenía, como repetía Sandra Koval como un mantra, toda una vida por delante.

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