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Grace siguió andando. Llegaron a su coche. Justo cuando acababa de abrir las puertas con el mando sonó el timbre.

La mujer parlanchina buscó en el bolso.

– Tenemos un plan de llamadas espantoso. A veces Hal es muy tacaño. Sólo nos alcanza para las llamadas de la primera semana y luego tenemos que vigilar el resto del mes.

Charlaine miró a las demás mujeres. Como no quería asustarlas, intentó hablar con naturalidad.

– Por favor, ¿alguien puede dejarme su móvil?

Tenía la mirada fija en Wu y Lawson. Ya habían cruzado la calle y estaban al lado del coche de Grace. Vio que Grace abría las puertas con un mando. Grace se detuvo junto a la puerta del conductor, Wu junto a la del acompañante. Grace Lawson no hizo el menor ademán de huir. Charlaine no le veía bien la cara, pero no parecía coaccionada.

Sonó el timbre.

Todas las madres se volvieron hacia las puertas, una reacción pavloviana, y esperaron a que salieran sus hijos.

– Toma, Charlaine.

Una de las madres, sin apartar la mirada de la puerta de la escuela, le dio su móvil a Charlaine. Ella intentó no cogerlo con precipitación. Justo cuando se lo acercaba a la oreja, miró una vez más a Grace y Wu. Se detuvo en seco.

Wu la miraba fijamente.

Cuando Wu volvió a ver a esa mujer, lo primero que hizo fue llevarse la mano a la pistola.

Iba a dispararle. Allí mismo. En ese preciso instante. Delante de todo el mundo.

Wu no era supersticioso. Comprendió que era lógico que esa mujer estuviera allí. Tenía hijos. Vivía en la zona. Allí debía de haber entre doscientas y trescientas madres. No era extraño que se encontrara entre ellas.

Aun así quería matarla.

Desde el punto de vista supersticioso, quería matar a ese demonio.

Desde el punto de vista práctico, así le impediría llamar a la policía. También sembraría el pánico, lo que le permitiría escapar. Si le disparaba, todo el mundo se precipitaría hacia la mujer herida. Sería una distracción perfecta.

Pero eso también planteaba problemas.

En primer lugar, la mujer estaba al menos a treinta metros. Eric Wu conocía sus puntos fuertes y sus puntos débiles. En un encuentro cuerpo a cuerpo no tenía parangón. Con una pistola, no pasaba de ser un tirador aceptable. Podía herirla solamente o, peor aún, errar. Sí, seguro que sembraría el pánico, pero si no caía nadie, tal vez no fuera ése el tipo de distracción que le convenía.

Su verdadero objetivo -la razón por la que estaba allí- era Grace Lawson. Ahora ya la tenía. Le obedecía. Se mostraba dócil porque todavía se aferraba a la esperanza de que su familia sobreviviría. Si Grace Lawson lo veía disparar, teniendo en cuenta que ella estaba fuera de su alcance, cabía la posibilidad de que sucumbiera al pánico y huyera.

– Entre -ordenó.

Grace Lawson abrió la puerta del coche. Eric Wu miró a la mujer en el otro extremo del patio. Cuando sus miradas se cruzaron, movió la cabeza en un lento gesto de negación y se señaló la cintura. Quería que lo entendiera. Ella ya lo había contrariado antes y él había disparado. Volvería a hacerlo.

Esperó a que la mujer bajara el teléfono. Sin apartar la mirada de ella, Wu entró en el coche. Arrancaron y se alejaron por Morningside Drive.

43

Perlmutter estaba sentado frente a Scott Duncan. Se hallaban en el despacho del capitán en la comisaría. El aire acondicionado se había estropeado. Docenas de policías con uniforme completo todo el día y sin aire acondicionado: aquello empezaba a apestar.

– Así que está en excedencia en la fiscalía -dijo Perlmutter.

– Exacto -contestó Duncan-. Ahora ejerzo de manera privada.

– Entiendo. Y su cliente contrató a Indira Khariwalla; perdón, usted contrató a la señora Khariwalla en nombre de un cliente.

– Eso no lo niego ni lo confirmo.

– Y tampoco me dirá si su cliente quería que siguieran a Jack Lawson.

– Exacto.

Perlmutter abrió las manos.

– ¿Y qué quiere exactamente, señor Duncan?

– Quiero saber qué han averiguado acerca de la desaparición de Jack Lawson.

Perlmutter sonrió.

– Vale, a ver si me queda claro. Se supone que tengo que contarle todo lo que sé sobre la investigación de un asesinato y una desaparición, a pesar de que es muy posible que su cliente tenga algo que ver. Y usted, en cambio, no puede soltar prenda. ¿Es eso?

– No, no es exactamente así.

– Pues tendrá que echarme una mano.

– Esto no tiene nada que ver con un cliente. -Duncan cruzó las piernas, apoyando el tobillo en la rodilla-. Tengo un interés personal en el caso Lawson.

– ¿Y eso?

– La señora Lawson le enseñó una foto.

– Sí, me acuerdo.

– La chica con el aspa en la cara -explicó- era mi hermana.

Perlmutter se reclinó y soltó un suave silbido.

– Tal vez deba empezar por el principio.

– Es una historia muy larga.

– Mentiría si le dijese que tengo todo el día.

Como para demostrarlo, la puerta se abrió de golpe. Daley asomó la cabeza.

– Línea dos.

– ¿Qué pasa?

– Es Charlaine Swain. Dice que acaba de ver a Eric Wu en el patio de la escuela.

Carl Vespa miraba el cuadro.

Era de Grace. Vespa tenía ocho cuadros de ella, aunque éste era el que más lo conmovía. Era, sospechaba, un retrato de los últimos momentos de Ryan. Los recuerdos de Grace de esa noche estaban borrosos. Aunque ella eludía la grandilocuencia, había tenido esa visión -ese cuadro aparentemente normal de un joven que parecía al borde de una pesadilla- en una especie de trance artístico. Grace Lawson decía que soñaba con esa noche. Según ella, ése era el único lugar donde existían los recuerdos.

Vespa reflexionaba.

Su casa estaba en Englewood, Nueva Jersey. En otro tiempo las residencias de la calle pertenecían a familias de rancio abolengo. Ahora Eddie Murphy vivía al final de la calle. Un famoso delantero de los Nets de Nueva Jersey vivía dos casas más abajo. La finca de Vespa, antaño propiedad de un Vanderbilt, era amplia y estaba aislada. En 1988, Sharon, su ex mujer, había tirado abajo el edificio de piedra de principios de siglo y construido algo que a ella le pareció moderno. No había envejecido bien. La casa parecía un conjunto de cubos de cristal apilados al azar. Tenía demasiadas ventanas. En verano hacía un calor sofocante. Parecía un invernadero.

Ahora Sharon también se había ido. No quiso quedarse con la casa cuando se divorciaron. En realidad no quiso quedarse con casi nada. Vespa no intentó convencerla de lo contrario. Ryan había sido su principal vínculo, muerto más que vivo. Eso nunca fue sano.

Vespa comprobó el monitor de seguridad del camino de entrada. El sedán había llegado.

Sharon y él habían querido más hijos, pero no pudo ser. Vespa producía un número reducido de espermatozoides. No se lo dijo a nadie, claro, insinuando así sutilmente que la culpa la tenía Sharon. Aunque fuera terrible decirlo ahora, Vespa creía que si hubiese habido más hijos, si Ryan hubiese tenido al menos un hermano, la tragedia habría sido, si no más fácil, al menos soportable. El problema con las tragedias es que uno tiene que seguir adelante. No le queda más remedio. Por más que quiera, no puede detenerse en mitad del camino y esperar a que amaine el temporal. Si tiene más hijos, lo entiende enseguida. Puede que su vida se haya acabado, pero tiene que levantarse de la cama para los demás.

Dicho en términos más sencillos, Vespa ya no tenía ninguna razón para levantarse de la cama.

Salió y esperó a que se detuviera el sedán. Cram se bajó primero, con un móvil pegado a la oreja. Lo siguió Wade Larue. No parecía asustado. Parecía curiosamente en paz, contemplando los exuberantes alrededores. Cram murmuró algo a Larue -Vespa no oyó lo que dijo- y luego subió por la escalinata. Wade Larue se alejó como si se replegara.

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