– Sólo necesito verlos -insistió Grace.
– Lo entiendo. Se me ocurre una idea. Podemos espiarlos por la ventana de la puerta. ¿Le bastaría con eso, señora Lawson?
Grace asintió.
– Vamos, pues. La acompañaré. -La directora Steiner lanzó una mirada a la mujer que atendía en el mostrador de la entrada. Ésta, la señora Dinsmont, tuvo que hacer un esfuerzo para no poner los ojos en blanco. Todas las escuelas cuentan con una de esas mujeres curadas de espanto en el mostrador. Debe de ser una ley estatal o algo así.
Los pasillos eran estallidos de color. Los dibujos infantiles siempre conmovían a Grace. Las imágenes eran como instantáneas, un momento que desaparece para siempre, una postal, que nunca se repetirá. Sus habilidades artísticas madurarían y cambiarían. La inocencia desaparecería, quedando capturada sólo en las imágenes pintadas con los dedos o en los trazos de color que se salen del contorno del dibujo, en la caligrafía irregular.
Primero llegaron al aula de Max. Grace acercó la cara a la ventana. Enseguida vio a su hijo. Max estaba de espaldas, sentado en el suelo junto con los demás niños dispuestos en círculo, con la cabeza inclinada hacia atrás y las piernas cruzadas. Su maestra, la señorita Lyons, ocupaba una silla. Leía un libro ilustrado, sosteniéndolo de modo que los pequeños pudieran verlo mientras ella leía.
– ¿Satisfecha? -preguntó la directora.
Grace asintió.
Siguieron recorriendo el pasillo. Grace vio el número 17…
«Señora Lamb. Aula diecisiete…»
… en la puerta. Se estremeció de nuevo y procuró no apretar el paso. La directora Steiner, lo sabía, había advertido la cojera. Le dolía la pierna como no le había dolido en años. Miró por la ventana. Su hija estaba allí, justo donde debía estar. Grace tuvo que contener las lágrimas. Emma, con la cabeza gacha, inmersa en sus pensamientos, mordisqueaba la goma del lápiz. «¿Por qué nos conmueve tanto ver a nuestros hijos cuando no saben que estamos allí? -se preguntó Grace-. ¿Qué intentamos ver exactamente?»
¿Y ahora qué?
Respiró hondo. Tranquila. Sus hijos estaban bien. Eso era lo más importante. «Piensa. Sé racional», se dijo.
Llamar a la policía. Ése era el paso obvio.
La directora Steiner simuló un carraspeo. Grace la miró.
– Ya sé que esto le parecerá una locura -dijo Grace-, pero necesito ver la fiambrera de Emma.
Grace se esperaba una mirada de sorpresa o exasperación, pero no, Sylvia Steiner simplemente asintió. No preguntó por qué; de hecho, no había cuestionado su extraña actitud de ninguna manera. Grace lo agradeció.
– Todas las fiambreras están en el comedor -explicó-. Cada clase tiene su propio contenedor. ¿Quiere que se lo enseñe?
– Gracias.
Los contenedores estaban en fila, ordenados por cursos. Encontraron el gran contenedor azul con la etiqueta «Susan Lamb, aula 17» y empezaron a hurgar.
– ¿La encuentra? -preguntó la directora.
Justo cuando iba a contestar, Grace lo vio. Batman. La palabra ¡pum! en mayúsculas. Levantó la fiambrera lentamente. El nombre de Emma estaba escrito al dorso.
– ¿Es ésa?
Grace asintió.
– Este año tiene mucho éxito.
Grace tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no estrechar la fiambrera contra el pecho. La dejó en su sitio como si fuera cristal de Venecia. Volvieron a la secretaría en silencio. Grace sintió la tentación de llevarse a los niños de la escuela. Eran las dos y media. De todos modos saldrían al cabo de media hora. Pero no, no tenía sentido. Lo más probable era que se asustasen. Necesitaba tiempo para meditar, para reflexionar sobre lo que debía hacer, y pensándolo bien, ¿acaso Emma y Max no estarían más seguros allí, rodeados de gente?
Grace volvió a dar las gracias a la directora. Se estrecharon la mano.
– ¿Puedo hacer algo más? -preguntó la directora.
– No, creo que no.
Grace se marchó. Se detuvo en la acera. Cerró un momento los ojos. El miedo, más que disolverse, se solidificó, convirtiéndose en una rabia pura, primitiva. Sintió el calor que le ascendía por el cuerpo hasta el cuello. Ese cabrón. Ese cabrón había amenazado a su hija.
¿Y ahora qué?
La policía. Debía llamar. Ése era el paso evidente. Tenía el teléfono en la mano. Estaba a punto de marcar el número cuando la detuvo una sencilla razón: ¿Qué diría exactamente?
«Hola, verá, hoy estaba en el supermercado, y de pronto ha aparecido un hombre en la sección de salchichas, ¿sabe? Y ese hombre me ha susurrado el nombre de la maestra de mi hija. Sí, exacto, de la maestra. Ah, y el número de su aula. Sí, en la sección de salchichas, justo al lado de los embutidos de Oscar Mayer. Y luego el hombre ha huido. Pero después he vuelto a verlo con la fiambrera de mi hija. En la calle, delante del supermercado. ¿Que qué hacía? Pues pasear, supongo. Bueno, no, en realidad no era la fiambrera de Emma. Era una igual. De Batman. No, no la ha amenazado abiertamente. ¿Perdón? Sí, soy la misma mujer que ayer dijo que habían secuestrado a su marido. Exacto, y luego mi marido llamó y dijo que necesitaba espacio. Efectivamente, era yo, la misma histérica…»
¿Tenía otra opción?
Volvió a repasarlo todo. La policía ya pensaba que estaba loca de atar. ¿Podría convencerla de lo contrario? Tal vez. De todos modos, ¿qué podía hacer la policía? ¿Asignaría a un hombre para que vigilara a sus hijos las veinticuatro horas del día? Lo dudaba, aun cuando lograra hacerles entender la urgencia.
En ese momento se acordó de Scott Duncan.
Trabajaba en la fiscalía. Eso era como ser policía federal, ¿no? Tendría contactos. Tendría poder. Y sobre todo, la creería.
Duncan le había dado el número de su móvil. Lo buscó en el bolsillo, pero estaba vacío. ¿Se lo había dejado en el coche? Probablemente. Daba igual. Él le había dicho que volvía al trabajo. La oficina del fiscal debía de estar en Newark. O allí o en Trenton. Trenton se hallaba demasiado lejos. Mejor intentarlo primero con Newark. Él ya tenía que haber llegado.
Se detuvo y volvió hacia la escuela. Sus hijos estaban allí dentro. Por extraño que fuese planteárselo así de pronto, no pudo evitarlo. Se pasaban todo el día allí, lejos de su bastión de ladrillos, y eso le resultó curiosamente sobrecogedor. Llamó a información y pidió el número de la fiscalía de Newark. Pagó el suplemento de treinta y cinco centavos para que la operadora le pasara directamente.
– Fiscalía del estado de Nueva Jersey.
– Con Scott Duncan, por favor.
– Un momento.
Sonó dos veces y descolgó una mujer.
– Al habla Goldberg -dijo.
– Quiero hablar con Scott Duncan.
– ¿Por qué caso?
– ¿Perdón?
– ¿De qué caso se trata?
– No llamo por ningún caso. Sólo quiero hablar con el señor Duncan.
– ¿Le importaría decirme de qué se trata?
– Es un asunto personal.
– Lo siento, pero no puedo ayudarla. Scott Duncan ya no trabaja aquí. Yo llevo casi todos sus casos. Si puedo hacer algo por usted…
Grace apartó el teléfono del oído. Lo miró como si lo viera de lejos. Apretó el botón para colgar. Se metió en el coche y de nuevo contempló el edificio de ladrillos que albergaba en esos momentos a sus hijos. Lo miró durante un rato, preguntándose si había alguien en quien pudiera confiar realmente antes de decidir cómo actuar.
Volvió a coger el teléfono. Marcó el número.
– ¿Sí?
– Soy Grace Lawson.
Al cabo de tres segundos, Carl Vespa preguntó:
– ¿Va todo bien?
– He cambiado de opinión -dijo Grace-. Sí necesito tu ayuda.
31
– Se llama Eric Wu.
Perlmutter había vuelto al hospital. Había estado intentando conseguir una orden judicial para obligar a Indira Khariwalla a decirle quién era su cliente, pero el fiscal del condado estaba poniendo más pegas de las que se esperaba. Mientras, los chicos del laboratorio cumplían con su cometido. Habían enviado las huellas dactilares al Centro Nacional de Información Criminal y, según Daley, ya habían identificado al sospechoso.