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– ¿Tiene antecedentes? -preguntó Perlmutter.

– Salió de Walden hace tres meses.

– ¿Y por qué cumplió condena?

– Por asalto a mano armada -contestó Daley-. Wu llegó a un acuerdo por el caso Scope. Llamé e hice averiguaciones. Es un hombre muy malo.

– ¿Hasta qué punto?

– Como para cagarse encima. Si un diez por ciento de los rumores acerca de este hombre son verdad, esta noche dormiré con mi lamparita del dinosaurio Barney encendida.

– Te escucho.

– Se crió en Corea del Norte. Quedó huérfano a muy corta edad. Estuvo trabajando en las cárceles para presos políticos. Tiene un especial talento con los puntos de presión o algo así, no sé bien. Es lo que le hizo a ese Sykes, algo tipo kung fu, y casi le partió la columna. Me contaron que una vez secuestró a una mujer, la tuvo en sus manos un par de horas. Luego llamó al marido y le dijo que escuchara. La mujer se puso al teléfono y empezó a gritar; después le dijo al marido que lo odiaba a muerte, lo puso verde. El marido nunca más volvió a oírla.

– ¿Mató a la mujer?

Daley nunca había tenido un semblante tan serio.

– He ahí lo más asombroso. No la mató.

La temperatura de la habitación bajó diez grados.

– No lo entiendo.

– Wu la soltó. Desde entonces la mujer no ha vuelto a hablar. Se pasa el día meciéndose en una silla. Cada vez que se le acerca el marido, se pone como loca y empieza a chillar.

– Dios mío. -Perlmutter sintió un escalofrío-. ¿No te sobra otra lamparita?

– Tengo otra, sí, pero necesito las dos.

– ¿Y qué pretendía ese tío con Freddy Sykes?

– Ni idea.

Charlaine Swain apareció por el pasillo. No había salido del hospital desde el tiroteo. Por fin habían conseguido que hablara con Freddy Sykes. Había sido una situación extraña. Sykes había llorado sin cesar. Charlaine había intentado sonsacarle información. Había surtido efecto hasta cierto punto. Freddy Sykes no parecía saber nada. Ignoraba quién era su agresor y qué motivos podía tener alguien para causarle daño. Sykes sólo era un contable de poca monta que vivía solo: en principio, nadie lo tenía en el punto de mira.

– Está todo relacionado -afirmó Perlmutter.

– ¿Tiene una teoría?

– En parte, a trozos.

– Oigámosla.

– Empecemos por los tacs.

– Bien.

– Tenemos a Jack Lawson y Rocky Conwell, que dejan la autopista por esa salida a la misma hora -dijo Perlmutter.

– Exacto.

– Creo que ahora ya sabemos por qué. Conwell trabajaba para una investigadora privada.

– Para su amiga india o algo así.

– Indira Khariwalla. Y no es precisamente una amiga. Pero eso da igual. Lo que tiene sentido, en realidad lo único que tiene sentido, es que Conwell fue contratado para seguir a Lawson.

– Y eso explica la coincidencia de los tacs.

Perlmutter asintió, intentando armar el rompecabezas.

– ¿Y qué pasó después? Conwell apareció muerto. Según el forense, lo más probable es que muriese esa noche antes de las doce. Sabemos que pasó por el peaje a las diez y veintiséis. De modo que en algún momento después de esa hora Rocky Conwell fue víctima de la agresión. -Perlmutter se frotó la cara-. El sospechoso más lógico sería Jack Lawson. Se da cuenta de que lo siguen, se enfrenta a Conwell y lo mata.

– Tiene sentido -comentó Daley.

– Pues no lo tiene. Piénsalo. Rocky Conwell medía un metro noventa y cinco y pesaba ciento veinte kilos, y estaba en excelente forma. ¿Crees que un hombre como Lawson podría cargárselo así, con sus propias manos?

– Santo cielo -comprendió Daley-. ¿Eric Wu?

Perlmutter asintió.

– Es muy posible. No sabemos cómo, Conwell se encontró con Wu. Wu lo mató, metió el cadáver en el maletero y lo dejó en el aparcamiento. Charlaine Swain vio a Wu conducir un Ford Windstar. El mismo modelo y color que el de Jack Lawson.

– ¿Y qué relación hay entre Lawson y Wu?

– No lo sé.

– Tal vez Wu trabaja para él.

– Podría ser. No lo sabemos. Pero lo que sí sabemos es que Lawson está vivo, o al menos estaba vivo después de morir Conwell.

– Ya, porque llamó a su mujer, cuando ella estaba en la comisaría. ¿Y qué pasó después?

– Ni idea.

Perlmutter observó a Charlaine Swain. Estaba de pie al final del pasillo, frente a la habitación de su marido, mirándolo a través del cristal. Perlmutter pensó en acercarse, pero en realidad ¿qué podía decirle?

Daley le dio un codazo, y los dos se volvieron para contemplar a la agente Veronique Baltrus salir del ascensor. Baltrus llevaba tres años en el departamento. Tenía treinta y tres años, el pelo negro alborotado y un moreno permanente. El uniforme de policía se ajustaba a los contornos de su cuerpo tanto como podía hacerlo una indumentaria provista de cinto y pistolera, pero cuando estaba fuera de servicio prefería la ropa de deporte de licra o cualquier prenda que mostrase su vientre liso y moreno. Era menuda, de ojos oscuros, y todos los hombres de la comisaría, incluido Perlmutter, sentían debilidad por ella.

Además de exquisitamente guapa, Veronique Baltrus era una experta en informática: una interesante combinación, aunque también inquietante. Seis años antes, cuando trabajaba para un minorista de bañadores, empezaron a acosarla. El individuo en cuestión la llamaba por teléfono. Le enviaba correos electrónicos. La hostigaba en el trabajo. Su principal arma era el ordenador, el mejor bastión para los acosadores anónimos y los cobardes. La policía no tenía recursos para identificarlo. Además, creían que el acoso, fuera quien fuera el autor, no iría a más.

Pero sí fue a más.

Una apacible tarde de otoño, Veronique Baltrus fue brutalmente agredida. El agresor escapó. Pero Veronique se recuperó. Ya antes se le daban bien los ordenadores, pero a partir de ese momento perfeccionó sus conocimientos y se convirtió en una experta. Usó su mayor dominio de la informática para buscar a su agresor -el hombre siguió enviando correos electrónicos para anunciarle una repetición de la jugada- y llevarlo ante la justicia. Después dejó su trabajo y se incorporó al cuerpo de policía.

Ahora, aunque Baltrus llevaba uniforme y hacía los turnos normales, era la experta en informática no oficial del condado. Perlmutter era el único del departamento que conocía su historia. Eso formó parte del trato cuando ella se presentó para el empleo.

– ¿Tienes algo? -preguntó Perlmutter.

Veronique Baltrus sonrió. Tenía una sonrisa agradable. La «debilidad» de Perlmutter por ella no era como la de los demás. No se trataba de simple lujuria. Veronique Baltrus era la primera mujer que le había hecho sentir algo desde la muerte de Marion. Tampoco pensaba hacer nada al respecto. No sería profesional. No sería ético. Y la verdad, Veronique no estaba ni remotamente a su alcance.

Veronique señaló a Charlaine Swain, al fondo del pasillo.

– Es posible que tengamos que darle las gracias.

– ¿Y eso?

– Al Singer.

Ése era el nombre, según le había dicho Sykes a Charlaine, que dio Eric Wu al hacerse pasar por mensajero con un paquete que entregar. Cuando Charlaine preguntó quién era Al Singer, Sykes titubeó un poco y negó conocerlo. Dijo que abrió la puerta de todos modos por curiosidad.

– Creía que Al Singer era un nombre falso -dijo Perlmutter.

– Sí y no -dijo Baltrus-. He repasado el ordenador del señor Sykes bastante a fondo. Se había registrado en un servicio de contactos por Internet y se escribía a menudo con un tal Al Singer.

Perlmutter hizo una mueca.

– ¿Un servicio de contactos para gays?

– De hecho, para bisexuales. ¿Algún problema?

– No. Así que Al Singer era… esto… ¿su amante cibernético?

– Al Singer no existe. Era un alias.

– Pero ¿eso no es habitual en Internet, sobre todo en los servicios de contactos? ¿Usar un alias?

– Lo es -confirmó Baltrus-. Pero a eso voy. Nuestro señor Wu fingió entregar un paquete. Usó ese nombre, Singer. ¿Cómo iba a conocer ese nombre si no…?

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