– Para que los residentes no se paseen por ahí -explicó Lindsey, detalle que encajaba con el estilo «todo muy lógico pero escalofriante» del lugar.
La planta Reminiscencia era cómoda, bien acabada, dotada de personal suficiente, y terrorífica. Algunos residentes se valían por sí mismos, pero la mayoría se marchitaban como flores en sus sillas de ruedas. Algunos, de pie, se movían desplazando el peso del cuerpo de una pierna a la otra continuamente. Varios hablaban solos en murmullos. Todos tenían la mirada vidriosa y perdida.
Una mujer octogenaria se dirigía hacia el ascensor agitando unas llaves.
– ¿Adónde vas, Cecile? -preguntó Lindsey.
La anciana se volvió hacia ella.
– Tengo que recoger a Danny en la escuela. Estará esperándome.
– No te preocupes -dijo Lindsey-. Todavía faltan dos horas para que acaben las clases.
– ¿Seguro?
– Claro. Venga, vamos a comer y ya irás luego a buscar a Danny, ¿vale?
– Hoy tiene piano.
– Lo sé.
Un miembro del personal se acercó y se llevó a Cecile. Lindsey la observó irse.
– En pacientes con un Alzheimer avanzado usamos la terapia de validación -explicó.
– ¿Terapia de validación?
– No discutimos con ellos ni intentamos hacerles ver la verdad. Por ejemplo, no le digo que Danny ahora es un banquero de sesenta y dos años con tres nietos. Simplemente intentamos desviarlos.
Recorrieron un pasillo -no, un «barrio»- lleno de muñecos de bebés de tamaño natural. Había una mesa para cambiar pañales y ositos de peluche.
– El barrio de la guardería -dijo.
– ¿Juegan a las muñecas?
– Las pacientes menos graves. Las ayuda a prepararse para las visitas de los bisnietos.
– ¿Y las demás?
Lindsey siguió caminando.
– Algunas creen que son jóvenes madres. Así se tranquilizan.
Inconscientemente, o tal vez no, aceleraron el paso. Poco después, Lindsey dijo:
– ¿Bobby?
Bobby Dodd se levantó de la mesa de juego. Al verlo, la primera palabra que acudía a la mente era: atildado. Se lo veía brioso y lozano. Tenía la piel de un color negro oscuro y gruesas arrugas como las de un caimán. Vestía elegantemente con una chaqueta de tweed, corbata roja con pañuelo a juego y mocasines de dos tonos. Llevaba el pelo cano cortado al uno y peinado hacia atrás.
Ofrecía un aspecto animado, incluso después de explicarle Grace que quería hablar con él de su hijo asesinado. Grace buscó señales de aflicción -humedad en los ojos, un temblor en la voz-, pero Bobby Dodd no exteriorizó nada. Sí, era cierto que Grace hacía referencia a su hijo de una manera vaga y general, pero se preguntó si no sería que la muerte y las grandes tragedias no afectaban a los ancianos tanto como a los demás. Los ancianos enseguida se ponían nerviosos por pequeñeces: atascos, colas en los aeropuertos, un mal servicio. Pero era como si las grandes cosas en realidad no los afectaran. ¿Traía la edad consigo un egoísmo extraño? ¿Acaso el hecho de acercarse a lo inevitable -tener esa perspectiva- hacía que uno interiorizara, bloqueara o apartara las grandes calamidades? ¿Sería que la fragilidad no puede resistir los grandes golpes e intervenía entonces un mecanismo de defensa, un instinto de supervivencia?
Bobby Dodd quería ayudarla, pero en realidad no sabía gran cosa. Grace se dio cuenta enseguida. Su hijo iba a verlo dos veces al mes. Sí, le habían enviado los efectos personales de Bob, pero no se había molestado en abrir la caja.
– Está guardada en el almacén -informó Lindsey a Grace.
– ¿Le importa si la examino?
Bobby Dodd le dio unas palmadas en la pierna.
– En absoluto, hija mía.
– Tendremos que enviársela -dijo Lindsey-. El almacén no está aquí.
– Es muy importante.
– Puedo tenerla mañana.
– Gracias.
Lindsey los dejó solos.
– Señor Dodd…
– Bobby, por favor.
– Bobby -dijo Grace-. ¿Cuándo fue la última vez que lo visitó su hijo?
– Tres días antes de que lo mataran.
Pronunció las palabras rápidamente y sin pensárselo. Grace por fin vio una vacilación detrás de la fachada de indiferencia y se replanteó sus observaciones anteriores acerca de la mayor impasibilidad de los ancianos ante la tragedia. ¿No sería que simplemente la máscara se volvía más eficaz?
– ¿Estaba distinto, su hijo?
– ¿Distinto?
– Más distraído o algo así.
– No. -Y a continuación añadió-: O al menos yo no lo noté.
– ¿De qué hablaron?
– Nunca teníamos gran cosa de qué hablar. A veces hablábamos de su madre. En general, veíamos la televisión. Aquí tienen televisión por cable, ¿sabe?
– ¿Y Jillian venía con él?
– No.
Contestó demasiado deprisa. Se le ensombreció el rostro.
– ¿Venía alguna vez?
– A veces.
– Pero ¿no la última?
– Así es.
– ¿Eso lo sorprendió?
– ¿Eso? No, eso -dijo con énfasis- no me sorprendió.
– ¿Y qué lo sorprendió?
Apartó la mirada y se mordió el labio.
– No fue al entierro.
Grace creyó que no lo había oído bien. Bobby Dodd asintió como si le hubiera adivinado el pensamiento.
– Exacto. Su propia esposa.
– ¿Tenían problemas de pareja?
– Si era así, Bob nunca me dijo nada.
– ¿Tenían hijos?
– No. -Se ajustó la corbata y apartó un momento la mirada-. ¿Por qué me pregunta todo esto, señora Lawson?
– Grace, por favor.
Él no contestó. La miró con unos ojos que transmitían sabiduría y tristeza. Tal vez la respuesta a la frialdad de los ancianos es mucho más sencilla: esos ojos habían visto el mal, y no querían ver más.
– Mi marido ha desaparecido -dijo Grace-. Aunque no estoy segura, creo que los dos casos podrían estar relacionados.
– ¿Cómo se llama su marido?
– Jack Lawson.
El anciano negó con la cabeza. El nombre no significaba nada para él. Grace le preguntó si tenía un número de teléfono o si sabía cómo ponerse en contacto con Jillian Dodd. Él volvió a negar con la cabeza. Se dirigieron hacia el ascensor. Bobby no sabía el código, así que un camillero los acompañó. Bajaron desde la tercera planta a la primera en silencio.
Cuando llegaron a la puerta, Grace le dio las gracias por el tiempo que le había dedicado.
– Su marido -dijo él-, usted lo quiere, ¿verdad?
– Mucho.
– Espero que sea más fuerte que yo.
A continuación Bobby Dodd se alejó. Grace pensó en la foto con el marco de plata de su habitación, en su Maudie, y salió.
24
Perlmutter cayó en la cuenta de que, legalmente, no tenían derecho a abrir el coche de Rocky Conwell. Hizo acercarse a Daley.
– ¿Está DiBartola de servicio?
– No.
– Pues llama a la mujer de Rocky Conwell y pregúntale si tiene un juego de llaves del coche. Dile que lo hemos encontrado y necesitamos que nos dé permiso para registrarlo.
– Es la ex mujer. ¿Tiene autoridad para darlo?
– La suficiente para nuestros intereses.
– De acuerdo.
Daley no tardó mucho. La mujer cooperó. Pasaron por los apartamentos de Maple Garden en Maple Street. Daley subió a toda prisa y recogió las llaves. Cinco minutos después estaban en el aparcamiento.
No había hasta el momento la menor sospecha de delito. Si acaso, encontrar el coche allí, en ese aparcamiento, inducía a extraer la conclusión contraria. La gente aparcaba en ese lugar para ir a otro sitio. Un autobús trasladaba a los conductores cansados al centro de Manhattan. Otro iba al extremo norte de la famosa isla, cerca del puente de George Washington. Y otros llevaban a los tres principales aeropuertos más cercanos -JFK, La Guardia, Newark Liberty- y en última instancia a cualquier parte del mundo. De modo que no, el hallazgo del coche de Rocky Conwell no suscitaba la menor sospecha de delito.
Al menos, no al principio.
Pepe y Pashaian, los dos policías que vigilaban el coche, no se habían dado cuenta. Perlmutter miró a Daley. Tampoco detectó nada en su rostro. Todos mantenían una actitud displicente, convencidos de que aquello no conduciría a nada.