En cuanto entró en el auditorio, Grace sintió un cosquilleo en el corazón.
Estaban retirando el altar provisto de ruedas, de colores verde y dorado como el uniforme de la animadora de un equipo de fútbol.
Grace buscó predicadores con peluquines de mala calidad, pero no vio ninguno. La orquesta -Grace supuso que sería Rapture- montaba el equipo. Carl Vespa se detuvo delante de ella, con la mirada fija en el escenario.
– ¿Ésta es tu iglesia? -preguntó Grace.
Una ligera sonrisa asomó a los labios de Vespa.
– No.
– ¿No serás un fan de…esto… Rapture?
Vespa no contestó.
– Vamos a acercarnos al escenario.
Cram los precedió. Había guardias de seguridad, pero se apartaban como si Cram fuera tóxico.
– ¿Qué hacemos aquí? -preguntó Grace.
Vespa siguió descendiendo por los peldaños. Cuando llegaron a lo que en un teatro se llamaría platea -¿cómo se llaman los mejores asientos de una iglesia?-, Grace levantó la vista y se hizo una idea de las dimensiones del lugar. Era un enorme teatro circular. El escenario estaba en el centro. Grace sintió un nudo en la garganta.
Aunque revestido de un halo religioso, no cabía duda.
Aquello parecía un concierto de rock.
Vespa le cogió la mano.
– No pasa nada.
Pero sí pasaba. Lo sabía. No había ido a ningún concierto ni acontecimiento deportivo en un «pabellón» desde hacía quince años. Antes le encantaba ir a conciertos. Recordaba haber visto a Bruce Springsteen y la E Street Band en el centro de convenciones de Asbury Park cuando iba al instituto. Una cosa que le extrañó, que percibió ya por aquel entonces, era que la línea que separaba un concierto de rock de un servicio religioso intenso no era tan gruesa. Hubo un momento, cuando Bruce tocó Meeting Across the River seguido de Jungleland -dos de las canciones favoritas de Grace-, en que ella, de pie, con los ojos cerrados y el rostro bañado en sudor, estaba claramente ida, absorta, temblando de gozo, el mismo gozo que había visto por televisión cuando una multitud se ponía en pie, temblorosa y con las manos en alto, en respuesta a las palabras de un telepredicador.
Le encantaba esa sensación. Y sabía que no quería volver a sentirla nunca más.
Grace apartó la mano de la de Carl Vespa. Él asintió como si lo entendiera.
– Vamos -dijo él con delicadeza.
Cojeando, Grace lo siguió. La cojera, tuvo la impresión, era más pronunciada. Le dolía la pierna. Era psicológico. Lo sabía. Los lugares reducidos no la aterrorizaban; los grandes auditorios enormes, sobre todo abarrotados de gente, sí. En ese momento, gracias a Aquel que Mora Aquí, la sala estaba casi vacía, pero su imaginación se echó a volar y proporcionó el alboroto que faltaba.
Un chirrido del sistema de megafonía la hizo volver a la realidad. Alguien estaba probando el sonido.
– ¿De qué va esto? -preguntó a Vespa.
Vespa tenía el rostro inexpresivo. Se dirigió hacia la izquierda. Grace lo siguió. Encima del escenario, un cartel semejante a un marcador anunciaba que Rapture estaba en medio de una gira de tres semanas y que ellos, Rapture, eran: «Lo que Dios tiene en su MP3».
Los miembros de la orquesta salieron al escenario para probar el sonido. Se reunieron en el centro, mantuvieron una breve charla y empezaron a tocar. Grace se sorprendió. Sonaban bastante bien. Las letras eran almibaradas, con muchos cielos, alas extendidas, ascensiones y elevaciones. Eminem le decía a una novia potencial que «sentara el culo de borracha en esa p… cancha». Estas letras, a su manera, eran igual de chirriantes.
La cantante era una mujer. Tenía el pelo rubio platino, con flequillo, y cantaba mirando el cielo. Parecía tener catorce años. A su derecha había un guitarrista. Era más estilo heavy-metal, con rizos negros y un tatuaje de una cruz gigantesca en el bíceps derecho. Tocaba con fuerza, rasgando las cuerdas como si tuviese algo contra ellas.
En una breve pausa, Carl Vespa dijo:
– La canción es de Doug Bondy y Madison Seelinger.
Grace se encogió de hombros.
– Doug Bondy compuso la música. Madison Seelinger… es la cantante… escribió la letra.
– ¿Y a mí eso por qué habría de importarme?
– Doug Bondy toca la batería.
Se acercaron a un lado del escenario para ver mejor. Empezaron a tocar otra vez. Grace y Vespa estaban junto a un altavoz.
Los oídos de Grace aceptaron el castigo, pero de hecho, en condiciones normales, habría disfrutado con el sonido. Doug Bondy, el batería, estaba casi oculto tras el despliegue de platillos y tambores. Grace se desplazó un poco hacia un lado. Desde allí lo veía mejor. Bondy tocaba con los ojos cerrados, el rostro en paz. Parecía de mayor edad que los demás miembros del grupo. Llevaba el pelo cortado al rape. Iba afeitado. Tenía unas gafas de sol como las de Elvis Costello.
Grace sintió que el cosquilleo se le extendía por el pecho.
– Quiero irme a casa -dijo.
– Es él, ¿verdad?
– Quiero irme a casa.
El batería, aún tocando, absorto en la música, de pronto se volvió y la vio. Sus miradas se cruzaron. Y ella lo supo. Él también.
Era Jimmy X.
Grace no esperó. Cojeando, se dirigió hacia la salida. La música la perseguía.
– ¿Grace?
Era Vespa. No le hizo caso. Abandonó la iglesia por la salida de emergencia. Sintió el aire fresco en los pulmones. Aspiró, esperando a que se le pasara el mareo. Cram ya estaba fuera, como si supiera que ella saldría por allí. Le sonrió.
Carl Vespa se acercó por detrás.
– Es él, ¿verdad?
– ¿Y qué pasa si lo es?
– ¿Y qué pasa si…? -repitió Vespa, sorprendido-. No es inocente. Tiene tanta culpa…
– Quiero irme a casa.
Vespa calló como si ella lo hubiera abofeteado.
Había sido un error llamarlo. Ahora lo sabía. Ella había sobrevivido. Se había recuperado. Sí, quedaba la cojera. Quedaba el dolor. Quedaba alguna que otra pesadilla. Pero estaba bien. Lo había superado. Ellos, los padres, nunca lo superarían. Se dio cuenta ese primer día -por el desgarro en los ojos- y si bien todos habían seguido adelante, habían vivido sus vidas, habían recogido las piezas rotas, el desgarro nunca había desaparecido. Grace miró a Carl Vespa -a los ojos- y volvió a ver todo aquello.
– Por favor -le dijo-. Sólo quiero volver a casa.
15
Wu vio el guardallaves vacío.
La roca estaba en el sendero junto a la puerta trasera, vuelta del revés como un cangrejo moribundo. Habían corrido el panel. Wu vio que la llave ya no estaba. Se acordó de la primera vez que se había acercado a una casa profanada. Tenía seis años. La choza -de una habitación, sin agua corriente- era la suya. El Gobierno de Kim no se preocupaba por nimiedades como la llave. Habían derribado la puerta y se habían llevado a su madre a rastras. Wu la encontró al cabo de dos días. Colgada de un árbol. Nadie podía descolgarla, so pena de muerte. Al día siguiente la encontraron los pájaros.
Su madre había sido acusada falsamente de haber traicionado al Gran Líder, pero la culpabilidad o la inocencia era lo de menos. La usaron como escarmiento para los demás de todos modos: esto es lo que les ocurre a quienes nos desafían. O más bien, esto es lo que le ocurre a quienquiera que creamos que puede desafiarnos.
Nadie se hizo cargo del niño de seis años. Ningún orfanato lo acogió. No se convirtió en pupilo del Estado. Eric Wu huyó. Dormía en el bosque. Comía lo que encontraba en los cubos de basura. Sobrevivió. A los trece años, lo detuvieron por robo y lo encarcelaron. El jefe de los celadores, un hombre más malévolo que cualquiera de los reclusos, vio el potencial de Wu. Y así empezó.
Wu se quedó mirando el guardallaves vacío.
Había alguien en la casa.
Echó una mirada a la casa de al lado. Estaba seguro de que era la mujer que vivía allí. Le gustaba observar por la ventana. Debía de saber dónde escondía la llave Freddy Sykes.