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– Sí.

– Grace Lawson es su nombre de casada. Pero antes se llamaba Grace Sharpe, su apellido de soltera, supongo.

Daley lo miró con cara de incomprensión.

– ¿Has oído hablar alguna vez de la Matanza de Boston?

– ¿Se refiere al alboroto en aquel concierto de rock?

– Fue más bien una desbandada, pero sí. Murió mucha gente.

– ¿Ella estaba allí?

Perlmutter asintió.

– Y resultó herida de gravedad. Estuvo un tiempo en coma. La prensa le dedicó mucha atención.

– ¿Hace mucho de eso?

– Unos quince, dieciséis años.

– Pero ¿usted se acuerda?

– Fue una noticia de primera línea. Y yo era un gran admirador del grupo de Jimmy X.

Daley se mostró sorprendido.

– ¿Usted?

– Oye, que yo no he sido siempre un vejestorio.

– He oído el CD. Era francamente bueno. Por la radio siguen poniendo Pale Ink a todas horas.

– Una de las mejores canciones de la historia.

A Marion le gustaba el grupo de Jimmy X. Perlmutter se acordó de que escuchaba continuamente Pale Ink en un viejo walkman a todo volumen, con los ojos cerrados, moviendo los labios mientras cantaba en silencio. Parpadeó para ahuyentar la imagen.

– ¿Y qué fue de ellos?

– La matanza acabó con el grupo. Se separaron. Jimmy X, ya no me acuerdo de su verdadero nombre, era el que daba la cara y componía las canciones. Lo dejó todo de la noche a la mañana. -Perlmutter señaló el papel que sostenía Daley-. ¿Y eso qué es?

– Es de lo que quería hablarle.

– ¿Tiene algo que ver con el caso Lawson?

– No lo sé. -A continuación añadió-: Sí, es posible.

Perlmutter cruzó las manos detrás de la cabeza.

– Habla.

– DiBartola ha recibido una denuncia a primera hora de la noche -explicó Daley-. Otro caso de un marido desaparecido.

– ¿Alguna similitud con el de Lawson?

– No. O sea, no al principio. En realidad, éste ni siquiera era el marido. Era su ex. Y no está del todo limpio.

– ¿Tiene antecedentes?

– Cumplió condena por agresión.-¿Su nombre?

– Rocky Conwell.

– ¿Rocky? ¿En serio?

– Sí, eso dice su partida de nacimiento.

– Hay algunos padres que… en fin… -Perlmutter hizo una mueca-. Un momento, ¿de qué me suena ese nombre?

– Fue jugador de fútbol profesional durante un tiempo.

El capitán Perlmutter rebuscó en su memoria y se encogió de hombros.

– Bueno, ¿y qué más?

– Pues bien, como decía, este caso parecía incluso más claro que el de Lawson. Se trata de un ex marido que tenía que llevar a su mujer de compras esta mañana. O sea, no es nada. Menos que nada. Pero DiBartola ha visto a la mujer… Lorraine, se llama… y en fin, está como un tren. Y ya conoce a DiBartola.

– Un cerdo -dijo Perlmutter con un gesto de asentimiento-. Un cerdo de primera donde los haya.

– Exacto, así que pensó: qué demonios, síguele la corriente. Está separada, así que nunca se sabe. A lo mejor cae algo.

– Muy profesional. -Perlmutter frunció el entrecejo-. Sigue.

– Y aquí está lo raro. -Daley se lamió los labios-. DiBartola hace lo más sencillo: comprueba el tac.

– Como tú.

– Exactamente como yo.

– ¿A qué te refieres?

– Consigue un resultado. -Daley se acercó-. Rocky Conwell pasó por el peaje de la salida dieciséis de la autopista de Nueva York. Exactamente a las diez y veintiséis de la noche de ayer.

Perlmutter lo miró fijamente.

– Sí, ya lo sé. La misma hora y el mismo lugar que Jack Lawson. Perlmutter examinó el informe.

– ¿Estás seguro? ¿DiBartola no habrá introducido por error el mismo número que nosotros o algo así?

– Lo he comprobado dos veces. No hay error posible. Conwell y Lawson pasaron por el peaje a la misma hora. Tenían que ir juntos.

Perlmutter reflexionó y movió la cabeza en un gesto de negación.

– No.

Daley parecía confuso.

– ¿Cree que es casualidad?

– ¿Dos coches distintos, que pasaron por el peaje al mismo tiempo? No lo creo.

– Y entonces, ¿qué piensa?

– No lo sé -contestó Perlmutter-. Digamos que los dos… no sé, huyeron juntos. O que Conwell secuestró a Lawson. O Lawson secuestró a Conwell. O lo que sea, qué demonios. En ese caso, habrían ido en el mismo coche. Habrían usado un solo tac, no dos.

– Ya.

– Pero iban en coches distintos. Eso es lo que me desconcierta. Los dos hombres pasan por el peaje, en coches distintos, al mismo tiempo. Y ahora los dos han desaparecido.

– Sólo que Lawson llamó a su mujer -añadió Daley-. Necesitaba espacio, ¿se acuerda?

Los dos se quedaron pensando.

– ¿Quiere que llame a la señora Lawson? -preguntó Daley-. ¿Para preguntarle si conoce a ese tal Conwell?

Perlmutter, pellizcándose el labio inferior, consideró la posibilidad.

– Todavía no -dijo por fin-. Además, es tarde. Tiene hijos.

– Entonces, ¿qué hacemos?

– Investiguemos un poco más. Hablemos antes con la ex mujer de Rocky Conwell. Veamos si encontramos una relación entre Conwell y Lawson. Comprueba si su coche aparece en la base de datos.

Sonó el teléfono. Daley también atendía la centralita. Respondió, escuchó y luego se volvió hacia Perlmutter.

– ¿Quién era?

– Phil, de la comisaría de Ho-Ho-Kus.

– ¿Pasa algo?

– Creen que puede haber muerto un agente. Nos piden ayuda.

20

Beatrice Smith era una viuda de cincuenta y tres años.

Eric Wu estaba otra vez en el Ford Windstar. Tomó por Ridgewood Avenue para ir a la autopista de Garden State en dirección norte. Se dirigió luego al este, hacia el puente de Tappan Zee, por la Interestatal 287. Salió por Armonk, en Nueva York. Ahora circulaba por carreteras secundarias. Sabía exactamente adónde iba. Había cometido errores, sí, pero seguía ateniéndose a los principios básicos.

Uno de esos principios básicos era: ten siempre a mano una residencia de reserva.

El marido de Beatrice había sido un cardiólogo muy conocido, llegó incluso a alcalde del pueblo. En vida de él, tenían muchos amigos, pero eran todos parejas. Cuando Maury -así se llamaba el marido- murió de un infarto, esos amigos siguieron al lado de Beatrice durante un par de meses y luego desaparecieron. Su único hijo, varón y médico como su padre, vivía en San Diego con su mujer y tres hijos. Ella conservó la casa, la misma casa que había compartido con Maury, pero era grande y solitaria. Beatrice estaba pensando en venderla y trasladarse a Manhattan, pero en esos momentos los precios andaban por las nubes. Y tenía miedo. Sólo conocía Armonk. ¿Sería peor el remedio que la enfermedad?

Le había contado todo eso por Internet al ficticio Kurt McFaddon, un viudo de Filaldelfia que estaba planteándose ir a vivir a Nueva York. Wu entró en su calle y disminuyó la velocidad. La zona era tranquila, boscosa y muy aislada. Era tarde. A esa hora una falsa entrega de un paquete no servía. No había tiempo ni necesidad de sutilezas. Wu no podría dejar con vida a esa anfitriona.

No existía ningún vínculo que relacionase a Beatrice Smith con Freddy Sykes.

En pocas palabras, nadie debía encontrar a Beatrice Smith. Nunca.

Wu aparcó, se puso los guantes -esta vez nada de huellas dactilares- y se acercó a la casa.

21

A las cinco de la mañana, Grace se envolvió en un albornoz -el de Jack- y bajó. Siempre se ponía la ropa de Jack. Él le pedía gentilmente que usara lencería, pero ella prefería las chaquetas de los pijamas de él. «¿Qué?», preguntaba ella, posando. «No está mal -contestaba él-, pero ¿por qué no te pruebas sólo el pantalón? Eso sí sería espectacular.» Grace meneó la cabeza al acordarse y entró en la habitación del ordenador.

Lo primero que hizo fue comprobar la nueva dirección de correo electrónico empleada para recibir las respuestas de su spam con la foto. Lo que vio la sorprendió.

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