Литмир - Электронная Библиотека
A
A

No había respuestas.

Ni una sola.

¿Cómo podía ser? Cabía la posibilidad, supuso, de que nadie hubiera reconocido a la mujer de la foto. Se había preparado para eso. Pero ya habían enviado cientos de miles de mensajes. Aun teniendo en cuenta los filtros de spam y demás, alguien debería de haber contestado, aunque fuese con un improperio, algún chiflado con demasiado tiempo libre, o alguien que, harto de la avalancha de spam, necesitara desahogarse.

Alguien.

Pero no había recibido ni una sola respuesta.

¿Eso qué significaba?

La casa estaba en silencio. Emma y Max aún dormían. También Cora. Ésta roncaba, tumbada cara arriba con la boca abierta.

«Cambia de táctica», pensó Grace.

Sabía que Bob Dodd, el periodista asesinado, era su mejor y, quizá, su única pista, y también una pista bastante endeble, como no le quedaba más remedio que aceptar. No tenía ningún número de teléfono de nadie relacionado con él, de ningún familiar, ni siquiera una dirección. Aun así, Dodd había trabajado para un periódico bastante importante, el New Hampshire Post. Decidió empezar por ahí.

Los periódicos en realidad nunca cierran, o al menos eso supuso Grace. Alguien tenía que estar de guardia en el Post, atendiendo las llamadas, por si surgía una noticia importante. Pensó asimismo que un periodista obligado a trabajar a las cinco de la mañana quizás estuviese aburrido y más dispuesto a hablar con ella. Así que descolgó el auricular.

Grace no sabía muy bien cómo plantearlo. Contempló distintas posibilidades; por ejemplo, podía hacerse pasar por una periodista que preparaba un artículo y quería pedir ayuda de colega a colega, pero no estaba segura de hacerlo de manera convincente.

Al final decidió atenerse a la verdad lo máximo posible.

Pulsó *67 para bloquear el identificador de llamada. El periódico tenía un teléfono de atención al público gratuito, pero Grace no lo usó. No se podía bloquear el identificador para llamar a números gratuitos. Lo había leído en algún sitio y lo había guardado en el armario del fondo del cerebro, el mismo donde guardaba información como la de que Daryl Hannah era la protagonista de Un, dos, tres… Splash o Esperanza Díaz la luchadora apodada Pequeña Pocahontas, el mismo que le había valido a Grace su fama, en palabras de Jack, de «Señora de los Datos Inútiles».

Las primeras dos llamadas al New Hampshire Post no condujeron a nada. El que estaba a cargo de las noticias de última hora no quiso ni tomarse la molestia de oírla. Había conocido muy poco a Bob Dodd y apenas la escuchó. Grace esperó veinte minutos y volvió a intentarlo. Esta vez le pusieron con la sección metropolitana, donde una mujer que parecía muy joven informó a Grace que acababa de entrar en el periódico, que ése era el primer trabajo de su vida y que no conocía a Bob Dodd, pero, caramba, ¿verdad que era horrible lo que le había ocurrido?

Grace volvió a comprobar el correo. Seguía sin llegar nada.

– ¡Mamá!

Era Max.

– ¡Mamá, ven enseguida!

Grace subió por la escalera a toda prisa.

– ¿Qué pasa, cariño?

Max estaba sentado en la cama y se señalaba el pie.

– Me está creciendo el dedo demasiado deprisa.

– ¿El dedo?

– Mira.

Grace se acercó y se sentó.

– ¿Lo ves?

– ¿Qué he de ver, cariño?

– El segundo dedo -explicó-. Es más grande que el dedo gordo. Está creciendo demasiado deprisa.

Grace sonrió.

– Eso es normal, cariño.

– ¿Qué?

– Mucha gente tiene el segundo dedo más largo que el gordo. Tu padre lo tiene así.

– Imposible.

– Pues sí. Tiene el segundo dedo más largo que el primero.

Con eso pareció tranquilizarse. Grace sintió otra punzada.

– ¿Quieres ver Los Teletubbies?

– Eso es un programa para bebés.

– Pues vamos a ver qué dan en Playhouse Disney, ¿vale?

Daban Rolie Polie Olie, y Max se instaló en el sofá a verlo. Le gustaba taparse con los cojines, poniéndolo todo patas arriba. A Grace en ese momento le dio igual. Volvió a intentarlo con el New Hampshire Post. Esta vez preguntó por la sección de artículos de fondo.

El hombre que contestó tenía una voz ronca como el ruido de unos neumáticos viejos sobre una carretera de gravilla.

– ¿Qué pasa?

– Buenos días -dijo Grace, demasiado alegremente, sonriendo al teléfono como una imbécil.

El hombre emitió un sonido que, en traducción libre, significaba: «Vaya al grano».

– Busco información sobre Bob Dodd.

– ¿Con quién hablo?

– Preferiría no decirlo.

– Es broma, ¿no? Oiga, guapa, ahora mismo voy a colgar…

– Un momento. No puedo entrar en detalles, pero si esto se convierte en una gran primicia…

– ¿Una gran primicia? ¿Acaba de decir una gran primicia?

– Sí.

El hombre se echó a reír.

– ¿Qué pasa? ¿Se cree que soy el perro de Pavlov o algo así? ¿Que me basta con oír «gran primicia» para ponerme a babear?

– Sólo necesito información sobre Bob Dodd.

– ¿Por qué?

– Porque mi marido ha desaparecido y creo que puede existir alguna relación entre su desaparición y el asesinato de Bob Dodd.

Al oír eso, el hombre guardó silencio por un momento.

– Me está tomando el pelo, ¿no?

– No -contestó Grace-. Oiga, sólo necesito encontrar a alguien que conociese a Bob Dodd.

– Yo lo conocía -admitió el periodista con tono ya menos inflexible.

– ¿Lo conocía bien?

– Lo suficiente. ¿Qué quiere?

– ¿Sabe en qué estaba trabajando?

– Oiga, señora, ¿tiene información acerca del asesinato de Bob? Porque si es así, olvídese de todo ese rollo de la gran primicia y cuénteselo a la policía.

– No se trata de eso.

– Entonces, ¿qué es?

– He repasado las facturas de teléfono. Mi marido habló con Bob Dodd no mucho antes de que lo asesinaran.

– ¿Y quién es su marido?

– No se lo voy a decir. Es probable que sólo sea una coincidencia.

– Pero ¿dice que su marido ha desaparecido?

– Sí.

– ¿Y está lo bastante preocupada como para investigar esa antigua llamada?

– No tengo nada más -dijo Grace.

Se produjo un silencio.

– Va a necesitar algo más que eso -advirtió el hombre.

– No creo que sea posible.

Un silencio.

– Bah, ¿qué más da? Yo no sé nada. Bob nunca me confió nada.

– ¿Y en quién pudo confiarse?

– Puede intentarlo con su mujer.

Grace estuvo a punto de darse una palmada en la cabeza. ¿Cómo no se le había ocurrido antes algo tan obvio? Eso sí era una torpeza.

– ¿Sabe cómo puedo localizarla?

– No estoy seguro. Sólo la he visto… qué sé yo… una o dos veces.

– ¿Cómo se llama?

– Jillian. Con jota, creo.

– ¿Jillian Dodd?

– Supongo.

Lo anotó.

– Hay otra persona con la que podría intentarlo. Es el padre de Bob, Robert Dodd. Debe de rondar los ochenta años, pero creo que estaban muy unidos.

– ¿Tiene su dirección?

– Sí, está en una residencia de ancianos de Connecticut. Enviamos allí las cosas de Bob.

– ¿Las cosas?

– Yo mismo le vacié el escritorio. Metí sus efectos personales en una caja de cartón.

Grace frunció el entrecejo.

– ¿Y los envió a la residencia de ancianos de su padre?

– Exacto.

– ¿Y por qué no a Jillian, su mujer?

Siguió una breve pausa.

– No lo sé, la verdad. Creo que quedó muy tocada con lo del asesinato. Lo mataron delante de ella. Espere un momento, voy a buscar el número de teléfono de la residencia de ancianos. Podrá preguntarlo usted misma.

Charlaine deseaba sentarse junto a la cama del hospital.

Era lo que se veía siempre en las películas y la televisión -la esposa afligida sentada junto a la cama, cogiendo de la mano a su ser querido-, pero en esa habitación no había ninguna silla que lo permitiese. El único asiento era demasiado bajo, una de esas butacas plegables para poder dormir, y sí, eso quizá fuese útil más tarde, pero en ese momento lo que Charlaine quería era sentarse y cogerle la mano a su marido.

33
{"b":"106970","o":1}