Fue entonces cuando Charlaine decidió actuar de una manera realmente absurda.
Volvió a pensar en esas heroínas delgadas como escobas, esas descerebradas, y se preguntó si alguna de ellas, siquiera la más idiota, había cometido alguna vez semejante estupidez. Lo dudaba. Sabía que cuando volviera la vista atrás y recordara la elección que estaba a punto de hacer -eso suponiendo que sobreviviese-, se reiría y tal vez, sólo tal vez, respetaría un poco más a las protagonistas que entran en una casa a oscuras en bragas y sostén.
La cuestión era ésta: el asiático se disponía a huir. Había agredido a Freddy. Había agredido al agente, de eso no le cabía duda. Para cuando llegara la policía, él ya se habría largado. No lo encontrarían. Sería demasiado tarde.
Y si se escapaba, ¿qué pasaría luego?
La había visto. Charlaine estaba segura. Junto a la ventana. Y con toda probabilidad había deducido que quien había avisado a la policía era ella. Freddy podía estar muerto. Y el policía también. ¿Quién era el único testigo que quedaba?
Charlaine.
Volvería a por ella, ¿no? Y si no volvía, aun cuando la dejase en paz… bueno, como mínimo ella viviría con ese miedo. Estaría intranquila por las noches. De día lo buscaría entre la multitud. Quizás él simplemente desearía vengarse. Quizás iría a por Mike o los niños…
No lo permitiría. Tenía que impedirlo.
¿Cómo?
Querer evitar su fuga estaba muy bien, pero debía ser realista. ¿Qué podía hacer? En la casa no había una pistola. Charlaine no podía salir corriendo, saltar por detrás de él e intentar arañarle los ojos. No, tenía que obrar con más inteligencia.
Tenía que seguirlo.
A primera vista parecía ridículo, pero era la solución lógica: si ese hombre se escapaba, ella sería presa del miedo. Un terror puro, no adulterado, probablemente interminable hasta que lo cogieran, lo que tal vez no ocurriría nunca. Charlaine le había visto la cara a ese hombre. Le había visto los ojos. No podría vivir con eso.
Si analizaba las alternativas, «ir tras sus pasos» -como decían en televisión- tenía sentido. Lo seguiría con su coche. Mantendría las distancias. Llevaría el móvil. Podría informar a la policía de su paradero. El plan no requería tener que seguirlo mucho tiempo, sólo hasta que la policía la relevara. En ese momento, si no actuaba, sabía qué sucedería: llegaría la policía y el asiático ya no estaría en la casa.
No le quedaba otra opción.
Cuanto más lo pensaba, menos descabellado le parecía. Estaría en un coche en movimiento. Conduciría tranquilamente detrás de él. Permanecería en contacto con una telefonista del 911 por el móvil.
¿Acaso no era eso más seguro que dejarlo escapar?
Bajó corriendo por la escalera.
– ¿Charlaine?
Era Mike. Estaba allí, en la cocina, comiendo galletas de mantequilla de cacahuete junto al fregadero. Charlaine se detuvo un momento. Mike le escrutó el rostro como sólo él podía hacerlo, como sólo él había hecho. Charlaine se acordó de sus tiempos en Vanderbilt, cuando se enamoraron. La manera en que él la miraba entonces, la manera en que la miró ahora. En aquella época era más delgado y apuesto. Pero la mirada, los ojos, eran los mismos.
– ¿Qué pasa? -preguntó Mike.
– Tengo… -Calló, recobró el aliento-. Tengo que ir a un sitio.
Esos ojos. Perspicaces. Charlaine se acordó de cuando lo conoció, un día soleado en el Centennial Park de Nashville. ¿Qué distancia habían recorrido? Mike todavía veía dentro de ella. Todavía veía en ella como nadie lo había hecho. Por un momento Charlaine fue incapaz de moverse. Pensó que iba a echarse a llorar. Mike tiró las galletas al fregadero y se dirigió hacia ella.
– Conduzco yo -dijo Mike.
18
Grace y el famoso rockero conocido por el nombre de Jimmy X se hallaban solos en la habitación empleada como leonera y sala de juegos. La Game Boy de Max estaba boca abajo. Tenía rota la tapa posterior, de modo que ahora las dos pilas estaban sujetas con celo. El cartucho del juego, abandonado junto a ella como si lo hubiera escupido, se llamaba Super Mario Five, que, desde la limitada perspectiva de Grace, parecía exactamente igual a las otras cuatro versiones de Super Mario.
Cora los había dejado solos y reanudado su papel de ciberdetective. Jimmy aún no había despegado los labios. Allí sentado, con los antebrazos apoyados en los muslos y la cabeza gacha, recordó a Grace la primera vez que lo vio en su habitación del hospital no mucho después de recuperar el conocimiento.
Jimmy quería que ella hablara primero. Grace se dio cuenta. Pero no tenía nada que decirle.
– Lamento venir tan tarde -dijo él por fin.
– Creía que esta noche actuabas.
– Ya hemos acabado.
– ¡Qué pronto! -comentó ella.
– Los conciertos suelen acabar a las nueve. A los promotores les gusta así.
– ¿Cómo sabías dónde vivo?
Jimmy se encogió de hombros.
– Supongo que siempre lo he sabido.
– ¿Eso qué significa?
Él no contestó, y Grace no insistió. La habitación se sumió en un profundo silencio durante varios segundos.
– No sé muy bien por dónde empezar -dijo Jimmy. Luego, tras una breve pausa, añadió-: Aún cojeas.
– Vas por buen camino -dijo ella.
Él intentó sonreír.
– Sí, cojeo.
– ¿Por…?
– Sí.
– Lo siento.
– Salí bien librada.
A Jimmy se le ensombreció el rostro. Volvió a agachar la cabeza, que al final se había atrevido a levantar, como si hubiera aprendido la lección.
Jimmy conservaba los mismos pómulos. Los famosos rizos rubios habían desaparecido, y si era por genética o por obra de la cuchilla, Grace no lo sabía. Era mayor, claro. Había dejado atrás la juventud, y Grace se preguntó si podía decirse lo mismo de ella.
– Esa noche lo perdí todo -dijo él. De pronto se interrumpió y meneó la cabeza-. No quería decir eso. No he venido para dar lástima.
Grace permaneció callada.
– ¿Te acuerdas de cuando fui a verte en el hospital?
Ella asintió.
– Había leído todos los artículos de los periódicos. Todos los artículos de las revistas. Había visto todos los noticiarios. Puedo hablarte de todos los chicos que murieron esa noche. De cada uno de ellos. Conozco sus rostros. Cierro los ojos y todavía los veo.
– ¿Jimmy?
Él volvió a alzar la vista.
– No deberías decirme esto. Esos chicos tenían familias.
– Lo sé.
– No soy yo quien puede absolverte.
– ¿Crees que he venido para eso?
Grace no contestó.
– Es sólo que… -Jimmy cabeceó-. No sé por qué he venido, ¿vale? Esta noche te he visto. En la iglesia. Y me he dado cuenta de que me has reconocido. -Ladeó la cabeza-. Por cierto, ¿cómo me has encontrado?
– No he sido yo.
– ¿El hombre con el que estabas?
– Carl Vespa.
– Dios mío. -Cerró los ojos-. El padre de Ryan.
– Sí.
– ¿Te ha llevado él?
– Sí.
– ¿Qué quiere?
Grace pensó por un momento.
– No creo que lo sepa.
Esta vez fue Jimmy quien calló.
– Cree que quiere una disculpa -añadió ella.
– ¿Lo cree?
– En realidad lo que quiere es recuperar a su hijo.
El aire parecía sofocante. Ella cambió de posición en la silla. El color había abandonado el rostro de Jimmy.
– Lo intenté, ¿sabes? Intenté pedir perdón. En eso, Vespa tiene razón. Se lo debo a esa gente. Es lo mínimo. Y no me refiero a ese estúpido montaje de la foto que me saqué contigo en el hospital. La quería mi representante. Yo estaba tan colocado que le seguí la corriente. Apenas podía tenerme en pie. -La miró. Tenía los mismos ojos intensos que lo habían convertido en unos de los preferidos de la MTV -. ¿Te acuerdas de Tommy Garrison?
Grace se acordaba. Había muerto en la desbandada. Sus padres se llamaban Ed y Selma.
– Su foto me conmovió. Bueno, en realidad, todas me conmovieron. Esas vidas, todas a punto de empezar… -Se calló otra vez, respiró hondo y volvió a intentarlo-. Pero Tommy… se parecía a mi hermano pequeño. No podía quitármelo de la cabeza. Así que fui a su casa. Quería pedir perdón a sus padres… -Se interrumpió.