– ¿Qué pasó?
– Fui. Nos sentamos a la mesa de la cocina. Recuerdo que apoyé los codos en la mesa y se tambaleó. El suelo era de linóleo, y estaba medio levantado. El papel de la pared, horrible, de flores amarillas, se desprendía. Tommy era su único hijo. Vi sus vidas, sus rostros vacíos… No pude soportarlo.
Ella no dijo nada.
– Fue entonces cuando huí.
– ¿Jimmy?
Él la miró.
– ¿Dónde has estado?
– En muchos sitios.
– ¿Por qué?
– ¿Cómo que por qué?
– ¿Por qué lo dejaste todo?
Él se encogió de hombros.
– Tampoco había gran cosa. El negocio de la música, bueno, no voy a hablar de eso ahora, pero digamos que todavía no había ganado mucho dinero. Yo era nuevo. Se tarda un tiempo en ganar dinero de verdad. Y no me importaba. Lo único que quería era salir de allí.
– ¿Y adónde fuiste?
– Primero a Alaska. Aunque te parezca mentira, trabajé limpiando pescado. Durante un año más o menos. Después me dediqué a viajar, toqué con un par de bandas en bares. En Seattle encontré un grupo de viejos hippies. Antes se dedicaban a falsificar carnets para los miembros de Weather Underground, cosas así. Me proporcionaron documentación nueva. Lo más cerca que estuve de aquí fue cuando toqué un tiempo con un grupo telonero en un casino de Atlantic City. El Tropicana. Me teñí el pelo. Seguí con la batería. Nadie me reconoció, y si alguien me reconoció, le dio igual.
– ¿Eras feliz?
– ¿Quieres que te diga la verdad? No. Quería volver. Quería reparar el daño y seguir con mi vida. Pero cuanto más tiempo pasaba fuera, más me costaba y más lo deseaba. Era un círculo vicioso. Y entonces conocí a Madison.
– ¿La cantante de Rapture?
– Sí. Madison. ¿Verdad que es un nombre increíble? Ahora es muy popular. ¿Te acuerdas de la película Un, dos, tres… Splash, con Tom Hanks y cómo se llama?
– Daryl Hannah -dijo Grace mecánicamente.
– Eso, la sirena rubia. ¿Te acuerdas de la escena en que Tom Hanks le busca un nombre y dice varios como Jennifer o Stephanie y mientras caminan por Madison Avenue él menciona de pasada el nombre de la calle y ella dice que quiere llamarse así?, y es un gag de la película, eso de que una mujer se llame Madison. Ahora es un nombre de lo más corriente.
Grace se abstuvo de hacer comentario alguno.
– Total, que es de un pueblo agrícola de Minnesota. Se escapó de su casa y se fue a la Gran Manzana a los quince años, hasta que acabó colgada de las drogas y sin techo en Atlantic City. Fue a parar a un refugio para adolescentes fugados y al final encontró a Jesús. Ya conoces el rollo, cambió una adicción por otra, y entonces empezó a cantar. Tiene la voz como un ángel de Janis Joplin.
– ¿Sabe quién eres?
– No. Como Shania y Mutt Lange, ella cantando y él en la sombra, ¿sabes? Eso quería yo. Me gusta trabajar con ella. Me gusta la música, pero no quería llamar la atención. Al menos, es lo que me digo a mí mismo. Madison es muy tímida. Se niega a actuar si yo no salgo al escenario con ella. Ya se le pasará, pero de momento me ha parecido que la batería es un disfraz bastante eficaz.
Se encogió de hombros e intentó sonreír. Conservaba un atisbo del carisma del guaperas.
– Supongo que en eso me equivoqué.
Permanecieron un momento en silencio.
– Sigo sin entenderlo -dijo Grace.
Él la miró.
– Antes te he dicho que no soy yo quien puede absolverte. Lo he dicho en serio. Pero la verdad es que tú no disparaste la pistola esa noche.
Jimmy no se movió.
– Los Who. Cuando hubo esa desbandada en Cincinnati, lo superaron. Y los Rolling Stones, cuando el Ángel del Infierno mató a un tío en su concierto. Siguen tocando. Entiendo que quieras desaparecer por un tiempo, un año o dos…
Jimmy desvió la mirada hacia la derecha.
– Debería irme.
Se puso en pie.
– ¿Piensas desaparecer otra vez? -preguntó ella.
Él vaciló y luego se metió la mano en el bolsillo. Sacó una tarjeta y se la dio. Sólo había diez dígitos.
– No tengo una dirección ni nada, sólo un número de móvil.
Se volvió y se dirigió hacia la puerta. Grace no lo siguió. En circunstancias normales, lo habría presionado, pero al final su visita fue un aparte, un aparte no muy importante tal y como estaban las cosas. Su pasado ejercía una atracción especial, nada más. Sobre todo ahora.
– Cuídate, Grace.
– Tú también, Jimmy.
Se quedó sentada en la leonera, sintiendo que el cansancio empezaba a pesarle en los hombros, y se preguntó dónde estaría Jack en esos momentos.
En efecto, condujo Mike. El asiático les llevaba un minuto de ventaja, pero lo bueno de su intrincada urbanización llena de calles sin salida, casas unifamiliares y jardines frondosos -esa maravillosa y serpenteante zona residencial- era que en realidad sólo había una vía de entrada y salida.
En esa parte de Ho-Ho-Kus, todas las calles conducían a Hollywood Avenue.
Charlaine puso al corriente a Mike lo más rápido que pudo. Se lo contó casi todo, cómo había mirado por la ventana, había visto al hombre y se había olido algo raro. Mike no la interrumpió. Su historia tenía lagunas considerables. Por ejemplo, para empezar, omitió el motivo por el que estaba mirando por la ventana. Mike debió de notar esas lagunas, pero en ese momento las pasó por alto.
Charlaine observó su perfil y se retrotrajo al día en que se conocieron. Ella estaba en primero en la Universidad de Vanderbilt. Había un parque en Nashville, no lejos del campus, con una reproducción del Partenón de Atenas. Construido originariamente en 1897 para la Exposición Internacional, se consideraba que la estructura era la imitación más realista del mundo de las famosas ruinas de la Acrópolis. Si alguien quería ver cómo era el Partenón en su momento de máximo esplendor, iba a Nashville, Tennessee.
Estaba ella allí sentada un cálido día de otoño, con sólo dieciocho años, contemplando el edificio, imaginando cómo debía de ser la vida en la Antigua Grecia, cuando una voz dijo:
– No sirve, ¿verdad?
Se volvió. Mike tenía las manos en los bolsillos. Estaba guapísimo.
– ¿Perdón?
Él se acercó un paso, con un asomo de sonrisa en los labios, moviéndose con una seguridad que a ella le gustó. Mike señaló la enorme estructura con la cabeza.
– Es una réplica exacta, ¿no? La miras, y eso es lo que veían los grandes filósofos como Platón y Sócrates, y sólo se me ocurre pensar -se interrumpió y encogió de hombros-: ¿No hay nada más?
Ella le sonrió. Vio que él abría los ojos y supo que la sonrisa había surtido efecto.
– No deja nada a la imaginación -dijo ella.
Mike ladeó la cabeza.
– ¿A qué te refieres?
– Ves las ruinas del auténtico Partenón e intentas imaginar cómo fue. Pero la realidad, que es esto, nunca estará a la altura de lo que evoca la mente.
Mike movió la cabeza en un lento gesto de asentimiento mientras lo pensaba.
– ¿No te parece? -preguntó ella.
– Yo tenía otra teoría -dijo Mike.
– Me gustaría oírla.
Se acercó más y se agachó.
– No hay fantasmas.
Ahora fue ella quien ladeó la cabeza.
– Necesitas la historia. Necesitas a la gente en sandalias paseándose por ahí. Necesitas los años, la sangre, las muertes, el sudor de… ¿cuánto?… cuatrocientos años antes de Cristo. Sócrates nunca rezó ahí dentro. Platón no discutió junto a sus puertas. Las reproducciones no tienen fantasmas. Son cuerpos sin alma.
La joven Charlaine volvió a sonreír.
– ¿Eso se lo dices a todas?
– De hecho, es nuevo. Lo estoy probando. ¿Funciona?
Ella levantó la mano, con la palma hacia abajo, y la movió hacia un lado y hacia el otro.
– Más o menos.
Desde ese día Charlaine no había vuelto a estar con otro hombre. Durante años volvieron al Partenón falso para celebrar su aniversario. Ése había sido el primer año que no iban.