Pepe y Pashaian se tiraron de los cinturones para reacomodarse la cintura del pantalón y se acercaron a Perlmutter.
– ¿Qué tal, capitán?
Perlmutter mantenía la mirada fija en el coche.
– ¿Quiere que preguntemos en las taquillas de la estación de autobuses? -preguntó Pepe-. Tal vez alguien se acuerde de haber vendido un billete a Conwell.
– Creo que no -contestó Perlmutter.
Los tres hombres más jóvenes percibieron algo en la voz de su superior. Cruzaron miradas y se encogieron de hombros. Perlmutter no se explicó.
El vehículo de Conwell era un Toyota Celica. Un coche pequeño, un modelo viejo. Pero en realidad el tamaño y la antigüedad eran lo de menos. Tampoco tenía la mayor trascendencia el hecho de que las llantas estuvieran oxidadas, de que faltaran dos tapacubos, de que los otros dos estuvieran tan sucios que no se veía dónde acababa el metal y empezaba la goma. No, nada de eso importó a Perlmutter.
Se quedó mirando el maletero del coche y pensó en esos sheriffs de pueblo de las películas de terror, un pueblo donde sucede algo muy raro, donde los habitantes empiezan a comportarse de una manera extraña y el número de muertos aumenta por momentos, y el sheriff, ese agente del orden bueno, listo, leal y desbordado por las circunstancias, no sabe qué hacer. Eso mismo sintió Perlmutter, porque la parte trasera del coche, el maletero, estaba muy baja.
Demasiado baja.
Sólo había una explicación. El maletero contenía algo pesado.
Podía ser cualquier cosa, claro. Rocky Conwell era jugador de fútbol. Seguramente levantaba pesas. Quizá transportaba un juego de pesas. La respuesta podía ser así de sencilla, el bueno de Rocky andaba trasladando sus pesas. Tal vez las llevaba al apartamento con jardín de Maple Street, donde vivía su ex. Ella se había preocupado por él. Estaban reconciliándose. Quizá Rocky cargó su coche… bueno, no todo el coche, sólo el maletero, porque, como Perlmutter vio, no había nada en el asiento trasero… En cualquier caso, quizá lo cargó para volver a vivir con ella.
Perlmutter se acercó al Toyota Celica agitando las llaves. Daley, Pepe y Pashaian se quedaron atrás. Perlmutter contempló el juego de llaves. La mujer de Rocky -creía que se llamaba Lorraine pero no estaba seguro- tenía un llavero con un casco de fútbol de la Universidad Estatal de Pensilvania. Estaba viejo y lleno de arañazos. Apenas se veía la mascota, el león de Nittany. Perlmutter se preguntó en qué pensaría ella cuando miraba el llavero, por qué seguía usándolo.
Se detuvo junto al maletero y olfateó el aire. No olió nada. Metió la llave en la cerradura y la hizo girar. El maletero se abrió con un chasquido reverberante. Perlmutter empezó a levantarlo. El aire que escapó de dentro era casi palpable. Y ahora sí, el olor era inconfundible.
Habían comprimido en el interior algo de gran tamaño, como una almohada descomunal. Sin previo aviso saltó como un enorme muñeco activado por un resorte. Perlmutter retrocedió de un salto cuando el cuerpo salió y, de cabeza, fue a topar violentamente contra el asfalto.
No importaba, claro. Rocky Conwell estaba muerto.
25
¿Y ahora qué?
Para empezar, Grace estaba famélica. Pasó por el puente de George Washington, cogió la salida de Jones Road y se detuvo a tomar un bocado en un restaurante chino que se llamaba, curiosamente, Baumgart's. Comió en silencio, con una sensación de profunda soledad, e intentó poner en orden sus pensamientos. ¿Qué había ocurrido? Dos días antes -¿realmente sólo había transcurrido ese tiempo?- había recogido las fotos en Photomat. Sólo eso. Hasta ese momento le iba bien la vida. Tenía un marido al que adoraba y dos hijos curiosos y fenomenales. Tenía tiempo para pintar. Tenían salud, dinero de sobra en el banco. Y de pronto ella había visto una foto, una foto vieja, y…
Grace casi se había olvidado de Josh el Pelusilla.
Fue él quien reveló el carrete. Fue él quien se marchó misteriosamente de la tienda no mucho después de haber recogido ella las fotos. Tenía que ser él, sin duda, quien había puesto la maldita foto entre las otras.
Cogió el móvil, pidió a información el número de teléfono del Photomat de Kasselton e incluso pagó el suplemento para que le pasaran directamente. Descolgaron al tercer timbrazo.
– Photomat.
Grace no dijo nada. No cabía duda. Habría reconocido esa voz aburrida y desganada en cualquier sitio. Era Josh el Pelusilla. Estaba otra vez en la tienda.
Pensó en colgar, pero tal vez eso, de algún modo -no sabía cómo-, lo ponía sobre alerta. Lo inducía a huir. Cambió la voz, le añadió cierto tono cantarín, y preguntó a qué hora cerraban.
– A eso de las seis -contestó El Pelusilla.
Ella le dio las gracias, pero él había colgado. Ya tenía la cuenta en la mesa. Pagó, y se contuvo para no echarse a correr hacia el coche. La Carretera 4 estaba despejada de tráfico. Pasó a toda velocidad ante la plétora de centros comerciales y encontró una plaza para aparcar no lejos de Photomat. Sonó su móvil.
– ¿Diga?
– Soy Carl Vespa.
– Ah, hola.
– Lamento lo de ayer. Lo de obligarte a ver a Jimmy X así, de sopetón.
Grace pensó si debía mencionarle o no la visita de Jimmy la noche anterior y al final decidió que no era el momento.
– No importa.
– Ya sé que a ti te da igual, pero por lo visto van a soltar a Wade Larue.
– Tal vez sea lo correcto -dijo ella.
– Tal vez. -Pero Vespa no parecía muy convencido-. ¿Seguro que no necesitas protección?
– Seguro.
– Si cambias de idea…
– Te llamaré.
Se produjo un silencio extraño.
– ¿Sabes algo de tu marido?
– No.
– ¿Él tiene una hermana?
Grace se pasó el móvil a la otra mano.
– Sí. ¿Por qué?
– ¿Se llama Sandra Koval?
– Sí. ¿Qué tiene que ver con esto?
– Hablaremos más tarde -contestó Vespa, y colgó.
Grace se quedó mirando el teléfono. ¿Y eso a qué venía? Meneó la cabeza. Sería inútil volver a llamarlo. Intentó concentrarse otra vez en lo suyo.
Grace cogió el bolso y se dirigió apresuradamente hacia Photomat. Le dolía la pierna. Le costaba caminar. Tenía la sensación de que alguien le sujetaba el tobillo desde el suelo y se veía obligada a arrastrarlo. Grace siguió caminando. Cuando estaba a tres tiendas de Photomat, un hombre trajeado le interceptó el paso.
– ¿Señora Lawson?
Una idea extraña la asaltó cuando miró al desconocido: el pelo rubio rojizo era del mismo color que su traje. Casi parecía que los dos eran del mismo tejido.
– ¿Qué desea? -dijo ella.
El hombre metió la mano en el bolsillo y sacó una foto. La acercó a su cara para enseñársela.
– ¿Envió esto por correo electrónico?
Era la misteriosa foto recortada de la rubia y la pelirroja.
– ¿Usted quién es?
El hombre de pelo rubio rojizo contestó:
– Me llamo Scott Duncan. Trabajo en la fiscalía. -Señaló a la rubia, la que miraba a Jack, la que tenía la cara tachada con un aspa-. Y esto -continuó- es una foto de mi hermana.
26
Perlmutter le había dado la noticia a Lorraine Conwell con la mayor delicadeza posible.
Había dado malas noticias muchas veces. La mayoría tenían que ver con accidentes automovilísticos en la Carretera 4 o la autopista de Garden State. Lorraine Conwell se había deshecho en llanto, pero a eso había seguido el natural embotamiento y ya no lloraba.
Las fases del dolor: se supone que la primera es la negación. Eso no es verdad. La primera es todo lo contrario: la total aceptación. Uno oye la mala noticia y entiende exactamente lo que se le ha dicho. Entiende que el ser querido -el cónyuge, el padre, el hijo- nunca volverá a casa, que su vida ha terminado y nunca, nunca, volverá a verlo. Lo entiende de inmediato. Le tiemblan las rodillas. Se le encoge el corazón.