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Ése era el primer paso: no sólo aceptación, no sólo comprensión, sino la verdad absoluta. Los seres humanos no están hechos para soportar esa clase de dolor. Es entonces cuando empieza la negación. La negación irrumpe rápidamente, curando las heridas o al menos cubriéndolas. Aun así, existe ese momento, misericordiosamente rápido, la verdadera primera fase, en que uno oye la noticia y contempla el vacío, y por horrible que sea, lo entiende todo.

Lorraine Conwell permaneció erguida. Le temblaban los labios. Tenía los ojos secos. Se la veía pequeña y sola, y Perlmutter tuvo que contenerse para no rodearla con los brazos y estrecharla.

– Rocky y yo -dijo-. Íbamos a reconciliarnos.

Perlmutter asintió, animándola a seguir hablando.

– Es mi culpa, ¿sabe? Yo obligué a Rocky a marcharse. No tenía que haberlo hecho. -Lo miró con sus ojos de color violeta-. Cuando nos conocimos, él era muy distinto, ¿sabe? Entonces tenía sueños. Estaba muy seguro de sí mismo. Pero cuando ya no pudo seguir jugando…, eso lo superó. Yo no lo soporté.

Perlmutter volvió a asentir. Deseaba ayudarla, deseaba hacerle compañía, pero en realidad no tenía tiempo para la versión no abreviada de la historia de su vida. Debía seguir adelante con el caso y marcharse de allí.

– ¿Alguien quería causar daño a Rocky? ¿Tenía enemigos o algo así?

Ella movió la cabeza en un gesto de negación.

– No, nadie.

– Estuvo en la cárcel.

– Sí, fue por una estupidez. Se metió en una pelea en un bar. Se pasó de rosca.

Perlmutter miró a Daley. Sabían lo de la pelea. Ya lo habían investigado por si la víctima había buscado venganza tardíamente. Parecía poco probable.

– ¿Tenía Rocky algún empleo?

– Sí.

– ¿Dónde?

– En Newark. Trabajaba en la fábrica de Budweiser, la que está cerca del aeropuerto.

– Usted llamó ayer a la comisaría -dijo Perlmutter.

Ella asintió con la mirada fija al frente.

– Habló con el agente DiBartola.

– Sí. Fue muy amable.

«No lo dudo», pensó él.

– Le dijo que Rocky no había vuelto del trabajo.

Ella asintió.

– Llamó a primera hora de la mañana. Le explicó que había trabajado la noche anterior.

– Sí.

– ¿Es que hacía el turno de noche en la fábrica?

– No, tenía otro empleo. -Ella se encogió, un poco avergonzada-. Cobraba en negro.

– ¿Y en qué consistía?

– Trabajaba para una mujer.

– ¿Y qué hacía?

Se enjugó una lágrima con un dedo.

– Rocky no hablaba mucho de eso. Entregaba citaciones judiciales, creo, cosas así.

– ¿Sabe cómo se llamaba esa mujer?

– Tenía un nombre extranjero. Soy incapaz de pronunciarlo.

Perlmutter no tuvo que pensárselo mucho.

– ¿Indira Khariwalla?

– Eso. -Lorraine Conwell alzó la vista-. ¿La conoce?

Sí la conocía. Había pasado mucho tiempo pero, sí, Perlmutter la conocía muy bien.

Grace le había entregado la foto a Scott Duncan, la foto donde salían las cinco personas. Él no podía apartar la mirada, en especial de la imagen de su hermana. Pasó el dedo por la cara. Grace apenas si resistía mirarlo.

Estaban en casa de Grace, sentados en la cocina. Llevaban hablando más de media hora.

– ¿Esto le llegó hace dos días? -preguntó Scott Duncan.

– Sí.

– Y luego su marido… Es él, ¿no? -Scott Duncan señaló la imagen de Jack.

– Sí.

– ¿Se fugó?

– Desapareció -dijo ella-. No se fugó.

– Ya. ¿Cree que… esto… que lo secuestraron?

– No sé qué le pasó. Sólo sé que tiene problemas.

Scott Duncan mantenía la mirada fija en la vieja foto.

– ¿Porque la avisó de algún modo? ¿Diciendo que necesitaba espacio o algo así?

– Señor Duncan, me gustaría saber cómo ha llegado esa foto a sus manos y, de paso, cómo me ha encontrado a mí.

– Usted la envió a través de un spam. Alguien reconoció la foto y me la envió. Yo localicé al spammer y lo presioné un poco.

– ¿Por eso no recibimos ninguna respuesta?

Duncan asintió.

– Antes quería hablar con usted.

– Ya le he dicho todo lo que sé. Iba a ver al chico de Photomat cuando usted se ha presentado.

– Lo interrogaremos, no se preocupe por eso.

Él podía desviar la mirada de la foto. Hasta el momento sólo había hablado ella. Él no le había contado nada, salvo que la mujer de la foto era su hermana. Grace señaló la cara tachada.

– Hábleme de ella -dijo Grace.

– Se llamaba Geri. ¿Le dice algo su nombre?

– Lo siento, pero no.

– ¿Su marido nunca la mencionó? Geri Duncan.

– No que yo recuerde. -Y añadió-: Ha dicho que se «llamaba».

– ¿Cómo?

– Ha dicho que se «llamaba» Geri, en pasado.

Scott Duncan asintió.

– Murió en un incendio a los veintiún años. En la habitación de su residencia.

Grace se quedó helada.

– Estudió en Tufts, ¿no?

– Sí. ¿Cómo lo sabía?

Ahora caía en la cuenta: por eso le sonaba la cara de la chica. Grace no la había conocido, pero en su día habían salido fotos en la prensa, cuando Grace hacía rehabilitación física y hojeaba demasiados periódicos.

– Recuerdo que lo leí. ¿No fue un accidente? ¿Un incendio por una avería eléctrica o algo así?

– Eso creía yo. Hasta hace tres meses.

– ¿Qué cambió entonces?

– La fiscalía capturó a un hombre que se hace llamar Monte Scanlon. Es un asesino a sueldo. Su trabajo consistió en hacerlo de manera que pareciese un accidente.

Grace intentó asimilarlo.

– ¿Y no se enteró hasta hace tres meses?

– Exacto.

– ¿Lo investigó?

– Sigo investigando, pero ha pasado mucho tiempo desde entonces. -Su tono de voz se había suavizado-. No quedan muchas pistas después de tantos años.

Grace se volvió.

– Me enteré de que Geri salía con un chico en esa época, un chico de allí que se llamaba Shane Alworth. ¿Le dice algo el nombre?

– No.

– ¿Seguro?

– Eso creo.

– Shane Alworth tenía antecedentes, nada serio, pero lo investigué.

– ¿Y qué?

– Ha desaparecido.

– ¿Desaparecido?

– Sin dejar el menor rastro. No encuentro constancia de ningún empleo ni actividad profesional. No consta ningún Shane Alworth en Hacienda. Su número de la seguridad social no sale en ninguna parte.

– ¿Desde cuándo?

– ¿Desde cuándo ha desaparecido?

– Sí.

– He retrocedido diez años. Y nada. -Duncan metió la mano en el bolsillo de su abrigo y sacó otra foto. Se la dio a Grace-. ¿Lo reconoce?

Ella observó la foto atentamente. No cabía duda. Era el otro chico de la foto. Miró a Duncan para que se lo corroborase. Éste asintió.

– Es espeluznante, ¿no?

– ¿De dónde ha sacado esta foto? -preguntó ella.

– De la madre de Shane Alworth. Dice que su hijo vive en un pueblo de México, que es misionero o algo así, y por eso su nombre no aparece en ningún sitio. Shane también tiene un hermano que vive en San Luis. Es psicólogo. Confirma lo que dice la madre.

– Pero usted no se lo cree.

– ¿Y usted?

Grace dejó la foto misteriosa en la mesa.

– Así que sabemos algo de tres personas de esta foto -dijo Grace, más para sí que para Duncan-. Tenemos a su hermana, que fue asesinada. Tenemos a su novio, Shane Alworth, este chico de aquí, cuyo paradero se desconoce. Y tenemos a mi marido, que desapareció al ver la foto. ¿Es así?

– Más o menos.

– ¿Qué más dijo la madre?

– Que Shane estaba ilocalizable. En la selva del Amazonas, o eso creía.

– ¿La selva del Amazonas? ¿En México?

– Sus conocimientos de geografía son un poco confusos.

Grace meneó la cabeza y señaló la foto.

– Así que sólo nos quedan las otras dos mujeres. ¿Tiene idea de quiénes son?

– No, todavía no. Pero ahora sabemos algo más. Pronto tendré información sobre la pelirroja. De la otra, la que está de espaldas, no sé si podremos averiguar algo.

– ¿Y no se ha enterado de nada más?

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