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– Allí está -dijo Mike.

El Ford Windstar se dirigía hacia el oeste por Hollywood Avenue para coger la Carretera 17. Charlaine hablaba otra vez con una telefonista del 911. Por fin la tomaba en serio.

– Hemos perdido el contacto por radio con el agente en el lugar de los hechos -dijo.

– Va a tomar la Carretera Diecisiete dirección sur por la salida de Hollywood Avenue -informó Charlaine-. Conduce un Ford Windstar.

– ¿Matrícula?

– No la veo.

– Tenemos agentes acudiendo a los dos sitios. Ya pueden abandonar la persecución.

Charlaine apartó el teléfono.

– ¿Mike?

– De acuerdo.

Charlaine se reclinó en el asiento y pensó en su propia casa, en los fantasmas, en los cuerpos sin alma.

Eric Wu no se sorprendía fácilmente.

Cuando vio que lo seguían la mujer de la casa y ese hombre que supuso que era su marido… Desde luego nunca lo habría previsto. Se preguntó cómo afrontarlo.

Esa mujer.

Ella le había tendido la trampa. Lo estaba siguiendo. Había llamado a la policía. Habían enviado a un agente. Wu sabía que volvería a llamar.

Sin embargo, había contado con poner suficiente distancia entre él y la casa de Sykes antes de que la policía respondiera a su llamada. Cuando se trataba de rastrear vehículos, la policía distaba mucho de ser omnipotente. Bastaba con ver lo sucedido con el francotirador de Washington unos años atrás. Tenían centenares de agentes. Tenían controles de carretera. Y durante un tiempo vergonzosamente largo fueron incapaces de encontrar a los dos aficionados.

Si Wu lograba alejarse unos cuantos kilómetros, estaría a salvo.

Pero ahora tenía un problema.

Esa mujer otra vez.

Esa mujer y su marido lo seguían. Comunicarían a la policía hacia dónde iba, en qué carretera estaba, qué dirección tomaba. No conseguiría poner distancia suficiente entre él y las autoridades.

Conclusión: Wu tenía que detenerlos.

Vio el cartel del centro comercial Paramus Park y tomó la salida que pasaba por encima de la autopista. La mujer y su marido lo siguieron. Era ya entrada la noche. Las tiendas estaban cerradas, el aparcamiento vacío. Wu entró. La mujer y su marido mantuvieron la distancia.

Eso estaba bien.

Porque había llegado el momento de desafiarlos.

Wu tenía una pistola, una Walther PPK. No le gustaba usarla. No porque se anduviera con remilgos. Simplemente prefería utilizar las manos. Con la pistola se defendía; con las manos era un experto. Las controlaba perfectamente. Formaban parte de él. Con una pistola había que confiar en la mecánica, en una fuente exterior. Eso a Wu no le gustaba.

Pero entendía la necesidad.

Detuvo el coche. Comprobó que la pistola estaba cargada. No había echado el seguro del coche. Abrió, salió del vehículo y apuntó.

– ¿Qué coño está haciendo? -preguntó Mike.

Charlaine vio el Ford Windstar entrar en el aparcamiento del centro comercial. No había más coches. El aparcamiento estaba bien iluminado, bañado por el resplandor fluorescente de los centros comerciales. Vio más adelante establecimientos de Sears, Office Depot, Sports Authority.

El Ford Windstar se detuvo.

– No te acerques -dijo ella.

– Estamos en un coche cerrado, con el seguro puesto -dijo Mike-. ¿Qué puede hacernos?

El asiático se movía con desenvoltura y agilidad, y sin embargo también lo hacía con calma, como si hubiera planeado con cuidado cada movimiento de antemano. Era una combinación extraña, esa manera de moverse, casi inhumana. Pero en ese momento se hallaba junto al coche, totalmente inmóvil. Levantó un brazo, sólo el brazo, el resto permaneció tan quieto que parecía una ilusión óptica.

Y de repente estalló el parabrisas.

El ruido fue súbito y ensordecedor. Charlaine gritó. Algo le salpicó la cara, algo húmedo y pegajoso. En el aire flotaba un olor metálico. Charlaine se agachó instintivamente. Los cristales del parabrisas le llovieron sobre la cabeza. Algo cayó sobre ella, empujándola hacia abajo.

Era Mike.

Volvió a gritar. El grito se mezcló con otra detonación. Tenía que moverse, tenía que salir de allí, tenía que sacarlo de allí. Mike no se movía. Lo apartó de un empujón y se arriesgó a levantar la cabeza.

Otra bala le pasó rozando.

No tenía ni idea de dónde había impactado. Volvió a agachar la cabeza. Oyó otra vez sus propios gritos. Transcurrieron unos segundos. Por fin Charlaine se atrevió a mirar.

El hombre caminaba hacia ella.

«¿Y ahora qué? Escapa. Huye», fue lo único que acudió a su mente.

¿Cómo?

Puso la marcha atrás. Mike seguía pisando el freno. Se inclinó y alargó el brazo para cogerle el tobillo inerte y apartar el pie del freno. Todavía encajonada en el espacio reservado a las piernas, Charlaine consiguió apretar el acelerador con la palma de la mano. Empujó con todas sus fuerzas. El coche retrocedió bruscamente. Charlaine no podía moverse. No tenía ni idea de hacia dónde iba.

Pero se movían.

Siguió apretando el pedal a fondo con la mano. El coche pasó por encima de algo, tal vez un bordillo. Con la sacudida se golpeó la cabeza contra el volante. Volvieron a chocar con algo. Ella no cejó. Ahora el camino se había vuelto más liso. Pero sólo por un momento. Charlaine oyó bocinazos, chirridos de frenos y el espantoso zumbido de coches que perdían el control.

Se produjo un impacto, un terrible sonido agudo y, pocos segundos después, oscuridad.

19

El agente Daley había palidecido.

Perlmutter se enderezó.

– ¿Qué pasa?

Daley miraba fijamente el papel que sostenía en la mano como si temiera que se le escapara.

– Aquí hay algo que no encaja, capitán.

Cuando el capitán Perlmutter empezó a trabajar en la policía, aborrecía el turno de noche. El silencio y la soledad podían con él. Se había criado en el seno de una familia numerosa, con siete hermanos, y le gustaba esa vida. Su mujer, Marion, y él planeaban tener una familia numerosa. Él ya lo tenía todo previsto: las barbacoas, los fines de semana entrenando a alguno de los niños, las conferencias en la escuela, las películas familiares los viernes por la noche, las noches de verano en el porche delantero. Es decir, la vida que había conocido en Brooklyn durante la infancia, pero en una casa más grande, con un toque suburbano.

Su abuela desgranaba citas en yiddish sin cesar. La favorita de Stu Perlmutter era la siguiente: «El hombre propone y Dios dispone». Marion, la única mujer a la que había querido, murió de una embolia fulminante a los treinta y un años. Estaba en la cocina, preparando un bocadillo para Sammy -su hijo, su único hijo-, cuando ocurrió. Murió antes de llegar al suelo de linóleo.

En gran medida, la vida de Perlmutter se acabó ese día. Hizo cuanto pudo para criar a Sammy, pero la verdad es que nunca estuvo realmente por la labor. Quería al niño y disfrutaba con su trabajo, pero había vivido para Marion. Esa comisaría, su empleo allí, se había convertido en su consuelo. Su casa, la presencia de Sammy, le recordaban a Marion y todo aquello que nunca tendrían. Allí, a solas, casi podía olvidar.

De eso hacía mucho tiempo. Ahora Sammy iba a la universidad. Se había convertido en un buen chico, pese a la falta de atención de su padre. Debía de haber alguna razón para eso, pero Perlmutter no sabía cuál era.

Perlmutter invitó a Daley a sentarse con un gesto.

– ¿Y bien? ¿Qué pasa?

– Esa mujer. Grace Lawson.

– Ah -dijo Perlmutter.

– ¿Ah?

– Yo también estaba pensando en ella.

– ¿Hay algo en el caso que le preocupa, capitán?

– Sí.

– Creía que era sólo una impresión mía.

Perlmutter se retrepó en la silla.

– ¿Sabes quién es?

– ¿La señora Lawson?

– Sí.

– Es una artista -contestó Daley.

– Más que eso. ¿Te has fijado en la cojera?

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