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– No dispongo de todo el día -dijo-. A ver esa foto.

Scott Duncan se la dio.

La mujer permaneció un rato callada.

– ¿Señora Alworth?

– ¿Por qué le tacharon la cara? -preguntó ella.

– Era mi hermana -contestó Duncan.

Ella lo miró.

– Creía haberle oído decir que era investigador.

– Lo soy. Mi hermana fue asesinada. Se llamaba Geri Duncan.

La señora Alworth palideció. Empezó a temblarle un labio.

– ¿Está muerta?

– Fue asesinada. Hace quince años. ¿Se acuerda de ella?

La mujer parecía desorientada. Se volvió hacia Grace y espetó:

– ¿Qué mira?

Grace vigilaba a Max y Emma.

– A mis hijos.

Señaló la zona de juegos. La señora Alworth los miró. Se puso tensa. Parecía perdida, confusa.

– ¿Conocía usted a mi hermana? -preguntó Duncan.

– ¿Eso qué tiene que ver conmigo?

La voz de Duncan se volvió severa.

– ¿Conocía a mi hermana, sí o no?

– No me acuerdo. De eso hace mucho tiempo.

– Su hijo salía con ella.

– Salía con muchas chicas. Shane era un chico guapo. También su hermano, Paul. Es psicólogo en Missouri. ¿Por qué no me dejan en paz y hablan con él?

– Haga memoria. -Scott levantó un poco la voz-. Mi hermana fue asesinada. -Señaló a Shane Alworth-. Éste es su hijo, ¿no es así, señora Alworth?

Ella se quedó mirando la extraña fotografía largo rato antes de asentir.

– ¿Dónde está?

– Ya se lo he dicho. Shane vive en México. Ayuda a los pobres.

– ¿Cuándo habló con él por última vez?

– La semana pasada.

– ¿La llamó él?

– Sí.

– ¿Adónde?

– ¿Cómo que adónde?

– ¿Shane la llamó aquí?

– Claro. Si no, ¿adónde iba a llamar?

Scott Duncan se acercó a ella.

– He comprobado el registro de llamadas de su compañía telefónica, señora Alworth. No ha hecho ni recibido ninguna internacional en el último año.

– Shane usa una de esas tarjetas para llamar -explicó ella, tal vez con demasiada premura-. Es posible que las compañías telefónicas no registren esas llamadas, ¿cómo quiere que lo sepa?

Duncan se acercó un poco más.

– Escúcheme, señora Alworth. Y por favor, escúcheme bien. Mi hermana está muerta. No hay el menor rastro de su hijo. Este hombre de aquí -señaló la imagen de Jack-, su marido, Jack Lawson, también ha desaparecido. Y esta mujer -señaló a la pelirroja de los ojos muy separados- se llama Sheila Lambert. No se sabe nada de ella desde hace diez años.

– Esto no tiene nada que ver conmigo -insistió la señora Alworth.

– Hay cinco personas en la foto. Hemos identificado a cuatro. Las cuatro han desaparecido. Nos consta que una está muerta. Por lo que sabemos, podrían estarlo todas.

– Ya se lo he dicho. Shane está…

– Miente, señora Alworth. Su hijo estudió en la Universidad de Vermont. También Jack Lawson y Sheila Lambert. Seguro que eran amigos. Él salió con mi hermana; eso lo sabemos los dos. Así que, dígame, ¿qué les pasó? ¿Dónde está su hijo?

Grace apoyó una mano en el brazo de Scott. La señora Alworth miraba fijamente a los niños en la zona de juegos. Le temblaba el labio inferior. Estaba lívida. Le resbalaban las lágrimas por las mejillas. Parecía en trance. Grace intentó situarse en su campo visual.

– Señora Alworth -dijo Grace con delicadeza.

– Soy una vieja.

Grace esperó.

– No tengo nada que decirles.

– Estoy buscando a mi marido -prosiguió Grace. La señora Alworth mantuvo la mirada fija en la zona infantil-. Estoy buscando al padre de esos niños.

– Shane es un buen chico. Ayuda a la gente.

– ¿Qué le pasó? -preguntó Grace.

– Déjenme en paz.

Grace intentó mirar a la mujer a los ojos, pero ésta tenía la mirada perdida.

– Su hermana -Grace señaló a Duncan-, mi marido, su hijo. Lo que sucedió nos afecta a todos. Queremos ayudar.

Pero la anciana movió la cabeza en un gesto de negación y se volvió.

– Mi hijo no necesita su ayuda. Y ahora váyanse. Por favor.

Entró en su casa y cerró la puerta.

33

De vuelta en el coche, Grace dijo:

– Scott… ¿puedo llamarte Scott?

– Claro.

– Scott, cuando le has dicho a la señora Alworth que habías comprobado el registro de llamadas de la compañía telefónica…

Duncan asintió.

– Era un farol.

Los niños estaban otra vez absortos en sus Game Boys. Scott Duncan llamó a la forense. Los esperaba.

– Nos acercamos a la respuesta, ¿verdad?

– Creo que sí.

– Es posible que la señora Alworth diga la verdad. O sea, que diga lo que sabe.

– ¿Y qué te hace pensar eso? -preguntó él.

– Algo ocurrió hace años. Jack huyó al extranjero. A lo mejor Shane Alworth y Sheila Lambert también. Tu hermana, por la razón que sea, se quedó y acabó muerta.

Duncan no contestó. De pronto se le humedecieron los ojos. Le temblaba la comisura de los labios.

– ¿Scott?

– Ella me llamó. Me refiero a Geri. Dos días antes del incendio.

Grace esperó.

– Yo me disponía a salir de casa. Entiéndelo, Geri estaba un poco chiflada. Siempre lo exageraba todo. Dijo que tenía que contarme algo importante, pero pensé que podría esperar. Pensé que quería hablarme de lo último en que andaba metida: la aromaterapia, su nuevo grupo de rock, sus grabados, cualquier cosa. Le dije que ya la llamaría. -Se interrumpió y se encogió de hombros-. Pero me olvidé.

Grace quiso decir algo, pero no se le ocurrió nada. En ese momento las palabras de consuelo probablemente harían más daño que otra cosa. Apretó el volante y miró por el espejo retrovisor. Emma y Max, los dos con la cabeza gacha, pulsaban los botones de sus Game Boys con los pulgares. La invadía una sensación abrumadora, esa ráfaga pura de normalidad, la dicha de lo cotidiano.

– ¿Te importa si pasamos ahora por el despacho de la forense? -preguntó Duncan.

Grace vaciló.

– Está a un par de kilómetros. Sólo tienes que doblar a la derecha en el próximo semáforo.

«Tanto da», pensó Grace, y siguió conduciendo. Él le dio indicaciones. Unos minutos después señaló un poco más adelante.

– Es ese bloque de oficinas de la esquina.

En el edificio de consultas médicas parecían predominar los dentistas y ortodoncistas. Cuando abrieron la puerta, les llegó ese olor a antiséptico que Grace siempre relacionaba con una voz que le indicaba que se enjuagara la boca y escupiera. Un cartel anunciaba a un grupo oftalmológico llamado Láser Hoy en la segunda planta. Scott Duncan señaló el nombre «Doctora Sally Li». Según el directorio, estaba en la planta baja.

No había recepcionista. Cuando entraron, sonó una campanilla. La consulta presentaba la austeridad que cabía esperar en una forense. El mobiliario consistía en dos viejos sofás y una lámpara parpadeante que ni siquiera habría merecido una etiqueta con el precio en una subasta de objetos usados. La única revista era un catálogo de instrumental médico.

Una mujer asiática, de cuarenta y pico años y cara de agotamiento, asomó la cabeza por la puerta de su despacho.

– ¿Qué tal, Scott?

– Hola, Sally.

– ¿Quién es?

– Grace Lawson -contestó él-. Está ayudándome.

– Encantada -saludó Sally-. Enseguida estoy con vosotros.

Grace dijo a los niños que podían seguir jugando con las Game Boys. El peligro de los videojuegos era que aislaban del mundo. Y lo bueno de los videojuegos era que aislaban del mundo.

Sally Li abrió la puerta.

– Adelante.

Llevaba una bata de médico y zapatos de tacón. Tenía un paquete de Marlboro en el bolsillo delantero. El despacho, si podía llamarse así, parecía recién arrasado por un huracán. Estaba todo lleno de papeles. Caían del escritorio y las estanterías, casi en cascada. Había varios manuales de patología abiertos. El escritorio, viejo y metálico, parecía adquirido en una subasta de muebles usados de una escuela primaria. No se veía ninguna foto, nada personal, pero sí un cenicero muy grande en medio, justo delante. En el suelo había muchas revistas, grandes pilas de revistas, algunas desplomadas. Sally Li no se había molestado en recogerlas. Se dejó caer en la silla detrás del escritorio.

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