Pocos minutos después dijo a Max y Emma que se prepararan. Iban a salir. Los dos cogieron sus Game Boys y se instalaron en el asiento trasero del coche. Scott Duncan se acercó al asiento del acompañante. Cram le interceptó el paso.
– ¿Algún problema? -preguntó Duncan.
– Quiero hablar con la señora Lawson antes de que se vayan. Espere aquí.
Duncan respondió con un sarcástico saludo militar. Cram le lanzó una mirada capaz de detener un frente meteorológico. Grace y él pasaron a la habitación de atrás. Cram cerró la puerta.
– Ya sabe que no debería ir a ningún sitio con él.
– Es posible. Pero tengo que hacerlo.
Cram se mordió el labio inferior. No le gustaba, pero lo entendía.
– ¿Lleva un bolso?
– Sí.
– Muéstremelo.
Ella se lo enseñó. Cram sacó una pistola que llevaba bajo la cinturilla del pantalón. Era pequeña, casi como un juguete.
– Es una Glock de nueve milímetros, modelo veintiséis.
Grace levantó las manos.
– No la quiero.
– Guárdela en el bolso. También podría usar una pistolera de tobillo, pero para eso necesita pantalones largos.
– En mi vida he disparado una pistola.
– Se sobrevalora la experiencia. Sólo tiene que apuntar al centro del pecho y apretar el gatillo. No es complicado.
– No me gustan las armas.
Cram hizo un gesto de negación con la cabeza.
– ¿Qué? -preguntó Grace.
– Puede que me equivoque, pero ¿verdad que hoy alguien ha amenazado a su hija?
Eso la hizo vacilar. Cram le metió la pistola en el bolso. Ella no se opuso.
– ¿Cuánto tiempo estarán fuera? -preguntó Cram.
– Un par de horas, como mucho.
– El señor Vespa estará aquí a las siete. Dice que es importante que hable con usted.
– Estaré aquí.
– ¿Seguro que confía en ese tal Duncan?
– No estoy segura. Pero creo que con él estamos a salvo.
Cram asintió.
– Permítame que tome mis precauciones a ese respecto.
– ¿Cómo?
Cram no dijo nada. La acompañó de nuevo hasta el coche. Scott Duncan hablaba por el móvil. A Grace no le gustó lo que vio en su cara. Duncan colgó cuando los vio.
– ¿Qué pasa?
Scott Duncan meneó la cabeza.
– ¿Podemos irnos ya?
Cram se dirigió hacia él. Duncan no retrocedió, pero sin duda se estremeció, y con razón. Cram se detuvo justo delante de él, tendió la mano y agitó los dedos.
– Muéstreme su billetero.
– ¿Perdón?
– ¿Le parezco la clase de persona a la que le gusta repetirse?
Scott Duncan dirigió una mirada a Grace. Ella asintió. Cram seguía agitando los dedos. Duncan entregó a Cram su billetero. Cram se lo llevó a la mesa del porche y se sentó. Examinó rápidamente el contenido, tomando notas.
– ¿Qué está haciendo? -preguntó Duncan.
– Mientras esté fuera, señor Duncan, voy a averiguarlo todo sobre usted. -Alzó la vista-. Si a la señora Lawson le ocurre algo, mi reacción será… -Cram se interrumpió, buscando la palabra adecuada-… desproporcionada. ¿Queda claro?
Duncan miró a Grace.
– ¿Se puede saber quién es este individuo?
Grace ya se dirigía hacia la puerta del coche.
– Estaremos bien, Cram.
Cram se encogió de hombros y le lanzó a Duncan el billetero.
– Que tengan un agradable paseo.
Nadie habló durante los primeros cinco minutos de viaje. Max y Emma jugaban con sus Game Boys con los auriculares puestos. Grace se los había comprado recientemente porque los pitidos y zumbidos y los «Mamma mia!» de Luigi cada dos minutos le producían dolor de cabeza. Scott Duncan iba sentado a su lado con las manos en el regazo.
– ¿Con quién hablaba por teléfono? -preguntó Grace.
– Con un forense.
Grace esperó.
– ¿Recuerda que le dije que había exhumado el cadáver de mi hermana?
– Sí.
– La policía no lo consideraba necesario. Era demasiado caro, supongo. El caso es que lo pagué de mi bolsillo. Conozco a una persona, que antes trabajaba para un médico forense del condado, que hace autopsias privadas.
– ¿Y ha sido él quien lo ha llamado?
– Es una mujer. Se llama Sally Li.
– ¿Y?
– Dice que tiene que verme urgentemente. -Duncan la miró-. Tiene el despacho en Livingston. Podemos pasar por allí en el camino de vuelta. -Miró hacia el otro lado-. Me gustaría que me acompañara, si no le importa.
– ¿A un depósito de cadáveres?
– No, no es eso. Sally practica las autopsias en el hospital Barnabas. Esto es un despacho donde sólo se ocupa del papeleo. Los niños pueden esperar en la antesala.
Grace no contestó.
Los bloques de apartamentos de Bedminster eran todos iguales. Tenían revestimientos prefabricados de aluminio marrón claro, tres plantas, aparcamientos subterráneos, y cada edificio era idéntico al de la izquierda y la derecha, y al de detrás y delante. El complejo era enorme y se extendía, como un océano de color caqui, hasta donde alcanzaba la vista.
Grace ya conocía el camino. Jack pasaba por allí para ir a trabajar. Aunque brevemente, habían hablado de irse a vivir a esa urbanización. Ni Jack ni Grace eran manitas, ni se divertían con los programas de bricolaje de la televisión por cable. Los bloques de apartamentos tenían ese atractivo: por el pago de una cuota mensual ya no hay que preocuparse por las goteras, los cuidados del jardín ni nada de eso. Había pistas de tenis y una piscina y, efectivamente, una zona de juegos infantiles. Pero al final uno podía asumir sólo cierto grado de conformidad. Los suburbios eran de por sí un submundo uniforme. ¿Qué necesidad había de añadir a eso, para colmo, la uniformidad de la morada física?
Max divisó los laberínticos juegos infantiles de tonos brillantes antes de que el coche se detuviera. Se moría de ganas de salir corriendo hacia los columpios. Parecía que a Emma la perspectiva más bien la aburría. Se aferró a su Game Boy. En otras circunstancias, Grace habría protestado – la Game Boy sólo para el coche, sobre todo cuando la alternativa era estar al aire libre-, pero una vez más consideró que no era el momento oportuno.
Grace se protegió los ojos con la mano cuando empezaron a alejarse.
– No puedo dejarlos solos.
– La señora Alworth vive aquí mismo -dijo Duncan-. Podemos quedarnos en la puerta y vigilarlos.
Se acercaron a la puerta de la planta baja. La zona infantil estaba tranquila. No se movía el aire. Grace aspiró hondo y olió el césped recién cortado. Se detuvieron, uno al lado del otro. Duncan tocó el timbre. Grace esperó junto a la puerta, con cierto complejo de testigo de Jehová.
Una voz cascada, como la de la bruja de una vieja película de Disney, preguntó:
– ¿Quién es?
– ¿Señora Alworth?
– ¿Quién es? -repitió la voz cascada.
– Señora Alworth, soy Scott Duncan.
– ¿Quién?
– Scott Duncan. Hablamos hace unas semanas. De su hijo, Shane.
– Váyase. No tengo nada que decirle.
Grace localizó su acento. De la zona de Boston.
– Nos podría ser de gran ayuda.
– No sé nada. Váyase.
– Por favor, señora Alworth, necesito hablar con usted de su hijo.
– Ya se lo dije. Vive en México. Es un buen chico. Ayuda a los pobres.
– Tenemos que hacerle unas preguntas acerca de sus antiguos amigos. -Scott Duncan miró a Grace y le hizo una seña con la cabeza para que dijera algo.
– Señora Alworth -dijo Grace.
La voz cascada adoptó un tono alerta.
– ¿Quién es?
– Me llamo Grace Lawson. Creo que mi marido conocía a su hijo.
Se produjo un silencio. Grace se dio la vuelta para mirar a Max y Emma. Max estaba en el tobogán en forma de tirabuzón. Emma, sentada con las piernas cruzadas, jugaba con la Game Boy.
Por la puerta, la voz cascada preguntó:
– ¿Quién es su marido?
– Jack Lawson.
Silencio.
– ¿Señora Alworth?
– No lo conozco.
– Tenemos una foto -dijo Scott Duncan-. Nos gustaría mostrársela.
La puerta se abrió. La señora Alworth vestía una bata que, como mínimo, debió de confeccionarse antes del conflicto de Bahía de Cochinos. Rondaba los setenta y cinco años y era corpulenta, el tipo de mujer descomunal entre cuyos pliegues desaparecería un sobrino al abrazarlo. De niño, uno detesta esos abrazos; de mayor, los añora. Tenía unas varices que parecían la piel de un embutido. Las gafas de lectura le colgaban de una cadena sobre el enorme pecho. Olía ligeramente a tabaco.