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– ¿Dirección y número de teléfono?

Grace se los dio.

– ¿Lugar de nacimiento?

– Los Ángeles, California.

Preguntó por la estatura, el peso, el color de ojos y pelo, el sexo (sí, en serio). Preguntó si Jack tenía cicatrices, señales o tatuajes. Preguntó adónde podía haber ido.

– No lo sé -repuso Grace-. Por eso los he llamado.

El agente Daley asintió.

– Supongo que su marido es mayor de edad.

– ¿Cómo?

– Que tiene más de dieciocho años.

– Sí.

– Eso complica las cosas.

– ¿Por qué?

– Hemos recibido nuevas normas para rellenar los informes de desapariciones. Las han actualizado hará un par de semanas.

– No sé si lo entiendo.

El agente suspiró de manera teatral.

– Verá, para introducir a alguien en el ordenador, tiene que cumplir ciertos criterios. -Daley sacó otro papel-. ¿Está su marido incapacitado?

– No.

– ¿En peligro?

– ¿A qué se refiere?

Daley leyó el papel.

– «Una persona mayor de edad desaparecida y acompañada de otra persona en circunstancias que inducen a pensar que su integridad física corre peligro.»

– No lo sé. Ya se lo he dicho. Se fue de aquí anoche…

– Eso significa que no -dedujo Daley. Volvió a consultar el papel-. Tres. Desaparición involuntaria. Como por secuestro o rapto.

– No lo sé.

– Ya. Cuatro. Víctima de una catástrofe. Como un incendio o un accidente de avión.

– No.

– Y la última categoría. ¿Es menor? Bueno, eso ya ha quedado claro. -Dejó el papel-. Ya está. No se puede introducir a la persona en el sistema si no pertenece a una de estas categorías.

– O sea, que si alguien desaparece, ¿ustedes no hacen nada?

– Yo no lo diría así, señora.

– ¿Cómo lo diría?

– No tenemos ninguna prueba de actuación delictiva. Si nos llega alguna, empezaremos a investigar en el acto.

– ¿Así que de momento no harán nada?

Daley dejó el bolígrafo. Se inclinó hacia delante y apoyó los antebrazos en los muslos. Respiró hondo.

– ¿Puedo hablarle con franqueza, señora Lawson?

– Se lo ruego.

– En la mayoría de los casos, más aún, en el noventa y nueve por ciento de los casos, el marido simplemente anda correteando por ahí. Hay problemas conyugales. Hay una amante. El marido no quiere que lo descubran.

– No es éste el caso.

El agente asintió.

– Y en el noventa y nueve por ciento de los casos, eso es lo que dice la mujer.

El tono condescendiente del policía empezaba a irritar a Grace. Ese joven no le había inspirado confianza suficiente. Se había callado cosas, como si temiera que contar toda la verdad fuera una traición. Además, pensándolo bien, ¿cómo quedaría? «Bueno, verá, encontré una foto extraña de Photomat en medio de las mías del manzanar, en Chester, ¿sabe?, y mi marido dijo que no era él, y en realidad tampoco lo sé muy bien porque la foto es antigua y luego resulta que Jack se marchó de casa…»

– ¿Señora Lawson?

– Sí.

– ¿Entiende lo que estoy diciéndole?

– Creo que sí. Que soy una histérica. Mi marido se ha fugado y estoy intentando usar a la policía para obligarlo a volver. ¿Es eso más o menos?

Él seguía impertérrito.

– Debe entenderlo. No podemos iniciar una investigación hasta que tengamos pruebas de que se ha cometido un delito. Ésas son las reglas del CNIC. -Señaló el papel otra vez y añadió con tono muy serio-: Es el Centro Nacional de Información Criminal.

Grace casi puso los ojos en blanco.

– Aunque encontráramos a su marido, no le diríamos dónde está. Éste es un país libre. Él es mayor de edad. No podemos obligarlo a volver.

– Eso lo sé.

– Podríamos hacer unas cuantas llamadas, tal vez alguna que otra indagación discreta.

– Bien.

– Necesito saber el modelo del coche y el número de matrícula.

– Es un Ford Windstar.

– ¿Color?

– Azul oscuro.

– ¿Año?

No se acordaba.

– ¿Matrícula?

– Empieza por M.

El agente Daley alzó la vista. Grace se sintió estúpida.

– Arriba tengo una copia del certificado -dijo-. Puedo ir a verlo.

– ¿Tienen un tac para los peajes?

– Sí.

El agente Daley asintió y lo anotó. Grace subió y buscó la carpeta. Hizo una copia con el escáner y se la entregó al agente Daley. Él anotó algo. Preguntó un par de cosas más. Ella se ciñó a los hechos: Jack volvió a casa del trabajo, ayudó a acostar a los niños, salió, probablemente al supermercado…, y nada más.

Tras unos cinco minutos, Daley parecía satisfecho. Sonrió y le dijo que no se preocupara. Ella se quedó mirándolo.

– Nos pondremos en contacto con usted dentro de unas horas. Si para entonces no sabemos nada, hablaremos un poco más.

Se fue. Grace volvió a llamar a la oficina de Jack. Tampoco contestaron. Miró el reloj. Eran casi las diez. Photomat abriría pronto. Bien.

Tenía un par de preguntas para Josh el Pelusilla.

6

Charlaine Swain se puso su ropa interior nueva -un camisón corto con un tanga a juego de Regal Lace- y levantó el estor de su dormitorio.

Ocurría algo extraño.

Era martes. Eran las diez y media. Los hijos de Charlaine estaban en la escuela. Su marido Mike se hallaría ante su escritorio en la ciudad, con el teléfono sujeto entre el hombro y la oreja, enrollando y desenrollando las mangas de la camisa con los dedos, el cuello cada vez más apretado porque su ego le impedía reconocer que necesitaba una talla más.

Su vecino, el bicho raro llamado Freddy Sykes, debía de estar en casa a esa hora.

Charlaine echó una mirada al espejo. No lo hacía a menudo. No necesitaba recordarse que tenía más de cuarenta años. La imagen que le devolvió la mirada desde el espejo presentaba aún unos contornos bien proporcionados, supuso, gracias en parte sin duda a las asas del sostén; pero lo que en su día se había considerado curvilíneo y turgente se había debilitado y reblandecido. Aunque también era cierto que Charlaine hacía ejercicio. Iba a clase de yoga -siendo el yoga este año el sustituto del tae bo o el step- tres días por semana. Se mantenía en forma, luchando contra lo evidente y lo invencible, sin cejar siquiera al ver que se le escapaba de las manos.

¿Qué le había pasado?

«Olvídate del físico por un instante», se dijo. De joven, Charlaine Swain derrochaba energía. Disfrutaba de la vida. Era ambiciosa e iba a por todas. Lo decía todo el mundo. Siempre había una chispa en Charlaine, una electricidad en el aire cerca de ella, y eso en algún momento, por alguna razón, la vida -el simple hecho de vivir- se lo había apagado.

¿La culpa era de los niños? ¿De Mike? En otros tiempos él nunca se saciaba de ella, y al verla con un modelo como ése se le habría hecho la boca agua y habría abierto los ojos de par en par. Ahora él apenas si alzaba la vista cuando ella pasaba por su lado.

¿Eso cuándo había empezado?

No podía precisarlo. Sabía que el proceso había sido gradual, el cambio muy lento, apenas discernible, hasta convertirse lamentablemente en un hecho consumado. No había sido sólo culpa de él. Eso ella lo sabía. Su propio deseo había menguado, sobre todo durante los embarazos, la lactancia, el posterior agotamiento de la crianza. Era normal, suponía. Todo el mundo pasaba por eso. Aun así, lamentaba no haberse esforzado más antes de que los cambios pasajeros se consolidasen en forma de apatía crónica.

Los recuerdos, sin embargo, seguían allí. Mike antes la cortejaba. La sorprendía. La deseaba. Antes -y sí, esto puede parecer ordinario- arremetía contra su cuerpo. Ahora lo que quería era eficacia, algo mecánico y preciso: la oscuridad, un gruñido, un desahogo, dormir.

Cuando hablaban, era sobre los niños: los horarios de las clases, las horas de recogida, los deberes, las visitas al dentista, los partidos de la liga infantil, el programa de baloncesto, las citas con los amigos. Pero eso tampoco era sólo culpa de Mike. Cuando Charlaine tomaba un café con las mujeres del barrio -los encuentros de mamás en el Starbucks-, las conversaciones eran tan empalagosas, tan aburridas, tan circunscritas a los niños, que le entraban ganas de gritar.

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