Aunque a Grace no le interesase la fotografía digital, entendía la necesidad e incluso las ventajas de los gráficos por ordenador y de Internet. Tenía su propia página, donde exponía su obra y explicaba cómo comprarla, cómo encargar un retrato. Al principio le había parecido demasiado mercantil pero, como le recordó Farley, su agente, Miguel Ángel pintaba por dinero y por encargo. Igual que Leonardo da Vinci, Rafael y casi todo gran artista que ha conocido el mundo. ¿Quién era ella para ponerse por encima?
Grace escaneó sus tres fotos preferidas de la cosecha de la manzana para guardarlas y, más por capricho que por otra cosa, decidió escanear también la extraña foto. A continuación, fue a bañar a los niños. Primero le tocó a Emma. Justo cuando su hija salía de la bañera, Grace oyó la llave en la puerta de atrás.
– Hola -saludó Jack en un susurro-. ¿Hay por aquí alguna mona cachonda esperando a su semental?
– Los niños -dijo ella-. Los niños están despiertos.
– Ah.
– ¿Nos acompañas?
Jack subió los peldaños de la escalera de dos en dos. La casa tembló con su peso. Era un hombre grande, uno ochenta y cinco de estatura, noventa y cinco kilos de peso. A Grace le encantaba su corpulencia cuando dormía a su lado, el movimiento de su pecho al respirar, el olor viril, el suave vello, la manera en que su brazo la rodeaba por la noche, la sensación no sólo de intimidad sino también de seguridad. La hacía sentirse pequeña y protegida, y aunque tal vez no fuera políticamente correcto, le gustaba.
– Hola, papá -saludó Emma.
– ¿Qué tal, gatita? ¿Cómo ha ido la escuela?
– Bien.
– ¿Todavía te gusta ese tal Tony?
– ¡Uf!
Satisfecho de la reacción, Jack besó a Grace en la mejilla. Max salió de su habitación, totalmente desnudo.
– ¿Listo para el baño, muchachito? -preguntó Jack.
– Listo -contestó Max.
Chocaron las palmas. Jack cogió a Max en brazos mientras éste se desternillaba de risa. Grace ayudó a Emma a ponerse el pijama. Le llegaban las risas de la bañera. Jack cantaba con Max una canción sobre una niña llamada Jenny Jenkins que no sabía de qué color vestirse. Jack decía un color y Max tenía que responder con una rima. En ese momento la letra explicaba que Jenny Jenkins no podía vestirse de amarillo porque parecería un «chiquillo». Y al instante los dos volvieron a reírse a carcajadas. Repetían más o menos las mismas rimas cada noche. Y cada noche se morían de risa.
Jack secó a Max, le puso el pijama y lo acostó. Le leyó dos capítulos de Charlie y la fábrica de chocolate. Max, absorto, no se perdía una sola palabra. Emma ya tenía edad para leer sola. Tendida en su cama, devoraba el último cuento de los huérfanos Baudelaire de Lemony Snicket. Grace se quedaba a dibujar con ella media hora. Era su hora del día preferida: cuando trabajaba en silencio en la misma habitación que su hija.
Cuando Jack acabó, Max le rogó que le leyera otra página. Jack se mantuvo firme. Era tarde, dijo. Max desistió a regañadientes. Conversaron un poco más sobre la inminente visita de Charlie a la fábrica de Willy Wonka. Grace los escuchaba.
Roald Dahl, coincidían sus dos hombres, era el no va más.
Jack atenuó la luz -tenían un regulador de intensidad porque a Max no le gustaba la oscuridad absoluta- y luego fue a la habitación de Emma. Se agachó para darle un beso de buenas noches. Emma, que era una auténtica niña de su papá, tendió los brazos, lo cogió por el cuello y se negó a soltarlo. Jack se derretía con la táctica que empleaba Emma cada noche para demostrar su afecto y aplazar la hora de irse a dormir.
– ¿Alguna novedad en el diario? -preguntó Jack.
Emma asintió. Tenía la mochila junto a la cama. Metió la mano y sacó su diario de la escuela. Pasó las páginas y se lo dio a su padre.
– Estamos haciendo poesía -dijo Emma-. Hoy he empezado una.
– Qué bien. ¿Quieres leerla?
Emma estaba radiante. Jack también. Se aclaró la garganta y empezó a recitar:
Pelotita, pelotita,
¿por qué eres tan redonda?
Y tanto como botas,
te quedas monda y lironda.
Pelotita, pelotita,
¿por qué sales tan lanzada?
Cuando te golpean con fuerza,
¿acabas muy mareada?
Grace observó la escena desde la puerta. Últimamente Jack llegaba muy tarde. En general a Grace no le importaba. Los momentos de tranquilidad escaseaban cada vez más. Necesitaba ese solaz. La soledad, precursora del aburrimiento, es propicia para el proceso creativo. En eso consistía la meditación artística: en aburrirse hasta tal punto que por fuerza tenía que surgir la inspiración, aunque sólo fuese para conservar la cordura. Un escritor amigo suyo le explicó una vez que la mejor cura para el bloqueo del escritor era leer una guía de teléfonos. Si uno se aburría lo suficiente, la Musa se vería obligada a abrirse paso incluso por las arterias más obstruidas.
Cuando Emma acabó, Jack se reclinó y exclamó:
– ¡Vaya!
Emma puso la cara que acostumbraba cuando se enorgullecía de sí misma pero no quería que se le notara. Se mordió el labio inferior.
– Es el mejor poema que he oído en la vida -dijo Jack.
Emma se encogió de hombros y agachó la cabeza.
– Sólo son las dos primeras estrofas.
– Pues son las dos mejores estrofas que he oído en mi vida.
– Mañana escribiré uno sobre hockey.
– Por cierto…
Emma se irguió.
– ¿Qué?
Jack sonrió.
– He comprado entradas para ver a los Rangers en el Garden este sábado.
Emma, perteneciente al grupo de seguidoras del equipo de hockey, rival del grupo que idolatraba al último conjunto musical de chicos, dio un grito de alegría y tendió las manos para abrazarlo otra vez. Jack puso los ojos en blanco y lo aceptó. Hablaron del último partido del equipo y de sus posibilidades de ganar a los Minnesota Wild. Poco después Jack se liberó de su abrazo. Le dijo a su hija que la quería. Ella le respondió que también lo quería. Jack se dirigió a la puerta.
– Tengo que comer algo -susurró a Grace.
– Hay sobras de pollo en la nevera.
– ¿Por qué no te pones algo más cómodo?
– La esperanza es lo último que se pierde.
Jack enarcó una ceja.
– ¿Sigues temiendo no ser suficiente mujer para mí?
– Ah, por cierto, tengo que contarte algo.
– ¿Qué?
– Algo sobre la cita de Cora de anoche.
– ¿Interesante?
– Enseguida bajo.
Jack enarcó la otra ceja y bajó silbando. Grace esperó a que la respiración de Emma fuera más profunda antes de seguirlo. Apagó la luz y se quedó mirando un momento. Ésa era función de Jack. Por las noches recorría los pasillos, insomne, vigilándolos en sus camas. A veces ella se despertaba en plena noche y se encontraba con el espacio a su lado vacío. Jack estaba junto a alguna de las puertas, con los ojos vidriosos. Ella se acercaba y él decía: «Los quiere uno tanto…». No necesitaba decir nada más. Ni siquiera necesitaba decir eso.
Jack no la oyó acercarse, y por alguna razón, una razón que Grace no desearía expresar con palabras, ella procuró no hacer ruido. Jack estaba de pie con la cabeza agachada, tenso, de espaldas a ella. Eso resultaba insólito. Por lo general, Jack era un hombre muy activo, en continuo movimiento. Al igual que Max, era incapaz de estar quieto. No paraba de moverse. Cuando se sentaba, le temblaba la pierna. Era pura energía.
Pero en ese momento mantenía la mirada fija en la encimera de la cocina -en la extraña fotografía concretamente-, inmóvil como una estatua.
– ¿Jack?
Él se enderezó, sobresaltado.
– ¿Y esto qué coño es?
Tenía el pelo, advirtió Grace, un poco más largo de lo debido.