Cerca del centro, una chica rubia tenía… Dios santo, ¿y eso qué era? Habían trazado una gran cruz sobre su rostro. Como si alguien la hubiera tachado.
¿Cómo había llegado esa foto…?
Mientras Grace seguía mirando, sintió una punzada en medio del pecho. No reconoció a ninguna de las tres mujeres. Los dos hombres se parecían bastante: misma estatura, mismo pelo, misma actitud. Al que estaba en el extremo izquierdo tampoco lo conocía.
Estaba segura, sin embargo, de que reconocía al otro hombre. O chico. No tenía edad suficiente para llamarlo hombre. ¿Tenía edad suficiente para alistarse en el ejército? Claro. ¿Tenía edad suficiente para llamarlo hombre? Estaba en medio, al lado de la rubia con el aspa en la cara…
Pero no podía ser. De entrada, tenía la cabeza vuelta. Una fina barba de adolescente le cubría buena parte de la cara…
¿Era su marido?
Grace se acercó más. Era, en el mejor de los casos, una foto de perfil. Ella no conoció a Jack tan joven. Su relación había empezado trece años antes en una playa de la Costa Azul, en el sur de Francia. Tras más de un año de operaciones y rehabilitación, Grace todavía no estaba del todo recuperada. Seguía con los dolores de cabeza y la pérdida de memoria. Cojeaba -como ahora- pero, agobiada por tanta publicidad y por la atención suscitada por aquella noche trágica, Grace había querido alejarse de todo durante un tiempo. Se matriculó en la Universidad de París para estudiar arte en serio. Fue en unas vacaciones, tumbada al sol en la Costa Azul, cuando conoció a Jack.
¿Seguro que era Jack?
Allí se le veía distinto, de eso no cabía duda. Tenía el pelo mucho más largo, y barba, aunque, a tan corta edad y con ese rostro de niño, todavía no le crecía demasiado poblada. Llevaba gafas. Pero había algo en la postura, la inclinación de la cabeza, la expresión.
Era su marido.
Miró rápidamente el resto de las fotos. Más carros, más manzanas, más brazos estirados. Vio una que le había sacado a Jack, la única vez que él le había dejado coger la cámara, con esa manía suya de controlarlo todo. Tenía los brazos tan estirados hacia arriba que se le había levantado la camisa y le quedaba el vientre al descubierto. Emma le había dicho: «¡Agh, qué asco!». Cosa que, por supuesto, indujo a Jack a levantarse más la camisa. Grace se rió. «¡A ver ese movimiento, cariño!», dijo entonces ella, y tomó la siguiente foto. Jack, para mayor tormento de Emma, obedeció y se contoneó.
– ¿Mamá?
Grace se volvió.
– ¿Qué pasa, Max?
– ¿Puedo comer una barrita de cereales?
– Cojamos una para el coche -dijo ella, levantándose-. Tenemos que salir.
El Pelusilla no estaba en Photomat.
Max miró los marcos de fotos sobre distintos temas: «Feliz cumpleaños», «Te queremos, mamá», esas cosas. El hombre que estaba detrás del mostrador, deslumbrante con su corbata de poliéster, su protector del bolsillo para evitar las manchas de tinta de los bolígrafos y la camisa de manga corta lo bastante fina para transparentarse debajo la camiseta de cuello en pico, llevaba una placa que informaba a todo el mundo que él, Bruce, era el subdirector.
– ¿En qué puedo ayudarla?
– Busco al joven que estaba aquí hace un par de horas -contestó Grace.
– Josh ya se ha ido. ¿Puedo hacer algo por usted?
– He recogido un carrete antes de las tres…
– ¿Sí?
Grace no sabía cómo decirlo.
– Había una foto que no se correspondía.
– Sintiéndolo mucho, no la entiendo.
– Una de las fotos. No la hice yo.
El hombre señaló a Max.
– Veo que tiene hijos pequeños.
– ¿Perdón?
El subdirector Bruce se reacomodó las gafas sobre el puente de la nariz.
– Sencillamente me he permitido observar que tiene hijos pequeños. O al menos, uno.
– ¿Y eso qué tiene que ver?
– A veces un niño coge la cámara. Cuando el padre o la madre no mira. Saca una foto o dos. Y luego vuelve a dejar la cámara donde estaba.
– No, no es eso. Esta foto no tiene nada que ver con nosotros.
– Ya veo. Bueno, lamento las molestias. ¿Tiene todas las fotos que tomó?
– Creo que sí.
– ¿No le falta ninguna?
– No lo he comprobado, pero creo que están todas.
El hombre abrió un cajón.
– Tenga, esto es un vale. El próximo carrete le saldrá gratis. Para fotos de siete por doce centímetros. Si las quiere de diez por quince, tendrá que pagar un pequeño recargo.
Grace hizo caso omiso de la mano tendida.
– El cartel en la puerta dice que revelan todas las fotos aquí mismo.
– Exacto. -Bruce dio unas palmadas a la gran máquina situada detrás de él-. Nos las hace la vieja Betsy.
– ¿Mi carrete, pues, se reveló aquí?
– Claro.
Grace le dio el sobre de Photomat.
– ¿Podría decirme quién reveló este carrete?
– Estoy seguro de que fue un error involuntario.
– No estoy diciendo eso. Sólo quiero saber quién reveló mi carrete.
Miró el sobre.
– ¿Puedo preguntarle por qué quiere saberlo?
– ¿Fue Josh?
– Sí, pero…
– ¿Por qué se ha ido?
– ¿Perdón?
– He recogido las fotos poco antes de las tres. Cierran a las seis. Y son casi las cinco.
– ¿Y?
– Me extraña que un turno acabe entre las tres y las seis en una tienda que cierra a las seis.
El subdirector se enderezó un poco.
– A Josh le ha surgido una urgencia familiar.
– ¿Qué clase de urgencia?
– Mire, señora… -consultó el sobre-… Lawson, lamento el error y las molestias. Estoy seguro de que una foto de otro carrete se traspapeló entre las suyas. No recuerdo que haya pasado nunca, pero nadie es perfecto. Ah, espere.
– ¿Qué pasa?
– ¿Me permite ver la fotografía en cuestión, por favor?
Grace temió que quisiera quedársela.
– No la he traído -mintió.
– ¿De qué era la foto?
– Un grupo de gente.
El hombre asintió.
– Ya veo. ¿Y esa gente estaba desnuda?
– ¿Cómo? No. ¿Por qué lo pregunta?
– Está alterada. He supuesto que la foto la había ofendido por algo.
– No, no es eso. Sólo necesito hablar con Josh. ¿Podría decirme su apellido o darme su número de teléfono?
– De ninguna manera. Pero estará aquí mañana a primera hora. Puede hablar con él entonces.
Grace decidió no protestar. Dio las gracias al hombre y se marchó. Tal vez era mejor así, pensó. Había ido hasta allí movida por un impulso. Debía tener eso en cuenta. Seguramente se había excedido en su reacción.
Jack volvería a casa al cabo de un par de horas. Se lo preguntaría entonces.
Le tocaba a Grace recoger a las niñas de la clase de natación. Eran cuatro, de ocho y nueve años, todas con una energía encantadora. Subieron al monovolumen, dos en el asiento de atrás y las otras dos en el de «atrás, atrás» de todo. Un remolino de risas y saludos acompañado del olor a pelo mojado, el suave aroma del cloro de la piscina y el chicle, el ruido de las mochilas al quitárselas, los chasquidos de los cinturones de seguridad al atárselos. Los niños no podían viajar delante -las nuevas normas de seguridad- pero a Grace, pese a la sensación de chófer o tal vez debido a ella, le gustaba llevar y traer a los niños. Éstas hablaban con entera libertad en el coche; el conductor adulto bien podría no estar atento. Pero un padre o una madre podía enterarse de muchas cosas. Podía enterarse de quién molaba, quién no, quién era popular, quién no lo era, qué profesor era realmente guay y cuál no lo era en absoluto. Podía, si escuchaba con suficiente atención, descifrar qué lugar ocupaba un hijo en la jerarquía.
Por otra parte, era de lo más entretenido.
Como Jack saldría otra vez tarde del trabajo, cuando llegaron a casa Grace preparó rápidamente la cena para Max y Emma -hamburguesas vegetarianas (supuestamente más sanas, y si se les echaba ketchup, los niños no notaban la diferencia), buñuelos de carne y mazorcas de maíz congeladas. De postre, Grace peló dos naranjas. Emma hizo los deberes: una carga demasiado pesada para una niña de ocho años, pensó Grace. En cuanto dispuso de un momento, Grace recorrió el pasillo y encendió el ordenador.