Ya no se veía la escuela.
– Gire a la derecha.
Grace obedeció.
Su captor, si se le podía llamar así, había dicho que la llevaba a reunirse con Jack. Grace no sabía si era verdad, pero por alguna razón sospechaba que sí. Estaba segura, por supuesto, de que él no lo hacía por bondad. La habían advertido. Se había acercado demasiado. Ese hombre era peligroso; no necesitaba ver la pistola en la cintura para saberlo. Desprendía un chisporroteo, una electricidad, y Grace sabía, lo sabía sin más, que ese hombre causaba estragos a su paso.
Pero Grace necesitaba desesperadamente ver adónde conducía esa situación. Llevaba la pistola sujeta al tobillo. Si mantenía la calma, si tenía cuidado, podría jugar con el factor sorpresa. Eso era algo. Así que de momento le seguiría la corriente. De todos modos, no le quedaba más remedio.
Le preocupaba el manejo de la pistola y la funda. ¿Podría sacar la pistola fácilmente? ¿Se dispararía realmente al apretar el gatillo? ¿De verdad bastaba con apuntar y disparar? Y aunque pudiera sacar la pistola de la funda a tiempo -cosa que dudaba por la manera en que ese hombre la vigilaba-, ¿qué haría? ¿Apuntarle y exigirle que la llevara a donde estaba Jack?
No podía imaginar que eso diese resultado.
Tampoco podía dispararle sin más. No porque eso le supusiera un dilema ético ni por la duda de si tendría valor suficiente para apretar el gatillo. Él, ese hombre, podía ser su única conexión con Jack. Si lo mataba, ¿en qué posición quedaba ella? Habría silenciado a su única pista, tal vez la única posibilidad, para encontrar a Jack.
«Más vale esperar y ver qué pasa», se dijo, como si pudiera elegir.
– ¿Quién es usted? -preguntó Grace.
El hombre permaneció impertérrito. Cogió el bolso de Grace y vació su contenido en el regazo. Lo revisó todo, revolviendo los objetos y tirándolos al asiento de atrás. Encontró el móvil, le quitó la batería y lo arrojó atrás.
Ella siguió acribillándole a preguntas -dónde está mi marido, qué quiere de nosotros-, pero él siguió sin contestar. Cuando llegaron a un semáforo en rojo, el hombre hizo algo que ella no esperaba.
Le apoyó la mano en la rodilla de la pierna coja.
– Se hizo daño en la pierna -dijo.
Grace no supo qué contestar. El hombre la tocaba con suavidad, apenas rozándola. Y de pronto, sin previo aviso, le clavó los dedos como garras de acero. De hecho, los hundió bajo la rótula. Grace se dobló. Las yemas de los dedos del hombre desaparecieron en el hueco donde la rodilla se une a la tibia. El dolor fue tan repentino, tan intenso, que Grace ni siquiera pudo gritar. Tendió la mano y le cogió los dedos, intentó apartarlos de su rodilla, pero no cedieron en absoluto. Su mano era como un bloque de cemento.
Su voz era apenas un susurro.
– Si aprieto un poco más y luego tiro…
La cabeza le daba vueltas. Estaba a punto de perder el conocimiento.
– … podría arrancarle la rótula directamente.
Cuando el semáforo se puso en verde, la soltó. Grace casi se desplomó de alivio. Todo había transcurrido en no más de cinco segundos. El hombre la miró. Había un asomo de sonrisa en su rostro.
– Y ahora me gustaría que dejara de hablar, ¿entendido?
Grace asintió.
El hombre miró hacia delante.
– Siga conduciendo.
Perlmutter ordenó que se alertase a todos los coches patrulla. Charlaine Swain había tenido el buen tino de apuntar la marca y la matrícula. El coche estaba a nombre de Grace Lawson, como era de prever. Perlmutter iba en un coche particular, rumbo a la escuela. Lo acompañaba Scott Duncan.
– ¿Y quién es ese Eric Wu? -preguntó Duncan.
Perlmutter se preguntó qué debía contarle, pero no vio ninguna razón para retener esa información.
– De momento sabemos que entró en una casa, agredió al propietario dejándolo temporalmente paralizado, disparó a otro hombre y creo que mató a Rocky Conwell, el hombre que seguía a Lawson.
Duncan no dijo nada.
Otros dos coches patrulla estaban ya allí. A Perlmutter eso no le gustó: coches de la policía en la escuela. Al menos habían tenido el sentido común de no encender las sirenas. Algo era algo. Los padres que recogían a sus hijos reaccionaron de dos maneras. Algunos llevaron a los niños al coche a toda prisa, con la mano alrededor de los hombros, como si los protegieran de los posibles disparos. Otros se dejaron llevar por la curiosidad. Caminaban con parsimonia, ajenos a todo, como si se negaran a creer que pudiera haber peligro en un entorno tan inocente.
Charlaine Swain estaba allí. Perlmutter y Duncan se acercaron a ella a paso rápido. Un joven policía de uniforme llamado Dempsey le hacía preguntas y tomaba nota. Perlmutter lo despachó y preguntó:
– ¿Qué ha ocurrido?
Charlaine le explicó que había ido a la escuela y buscado a Grace Lawson por lo que él, Perlmutter, le había dicho. Y le contó que había visto a Eric Wu con Grace.
– ¿No ha habido ninguna amenaza evidente? -preguntó.
– No -contestó Charlaine.
– De modo que es posible que haya ido con él por su propia voluntad.
Charlaine Swain dirigió una rápida mirada a Scott Duncan y luego volvió a fijarla en Perlmutter.
– No, no ha ido por su propia voluntad.
– ¿Cómo lo sabe?
– Porque Grace ha venido sola a recoger a los niños -contestó Charlaine.
– ¿Y qué?
– No los habría dejado así, sin más, por su propia voluntad. Oiga, no he podido llamarlos en cuanto lo he visto. Ese hombre ha sido capaz de dejarme paralizada desde el otro lado del patio.
– No sé si la entiendo -dijo Perlmutter.
– Si Wu ha podido hacer eso desde lejos -explicó Charlaine-, imagine lo que ha sido capaz de hacerle a Grace Lawson cuando estaba al lado de ella, susurrándole al oído.
Otro agente de uniforme, llamado Jackson, se acercó corriendo a Perlmutter. Tenía los ojos desorbitados y Perlmutter se dio cuenta de que hacía un esfuerzo para no dejarse llevar por el pánico. Los padres también lo percibieron. Se apartaron.
– Hemos encontrado algo -dijo Jackson.
– ¿Qué?
Se acercó más para que nadie lo oyera.
– Una furgoneta aparcada a dos manzanas. Creo que debería venir a ver esto.
Debería usar la pistola ya.
Grace sentía un dolor atroz en la rodilla. Era como si le hubiera estallado una bomba en la articulación. Tenía los ojos húmedos de contener las lágrimas. Se preguntó si podría caminar cuando se detuvieran.
Miraba de reojo al hombre que le había hecho tanto daño. Cada vez que lo hacía, veía que la observaba, todavía con esa expresión burlona. Grace intentó pensar, poner en orden sus pensamientos, pero la asaltaba sin cesar el recuerdo de la mano en su rodilla.
Le había causado ese dolor con absoluta naturalidad. Habría sido distinto si hubiese mostrado alguna emoción, cualquiera, ya fuera éxtasis o repulsión, pero no hubo nada de eso. Como si lastimar a alguien fuera un simple trámite burocrático. Sin el menor esfuerzo. Su fanfarronada, si podía llamarse así, no habían sido palabras huecas: de haber querido, habría podido sacarle la rótula como el tapón de una botella.
Habían atravesado la frontera estatal y ya estaban en Nueva York. Iban por la Interestatal 287 en dirección norte, hacia el puente de Tappan Zee. Grace no se atrevió a hablar. Sus pensamientos, como es natural, volvían siempre a los niños. Emma y Max ya debían de haber salido de la escuela. La habrían buscado. ¿Los habrían llevado a la secretaría? Cora había visto a Grace en el patio. También otras madres, eso sin duda. ¿Harían o dirían algo?
Todo eso era irrelevante y, sobre todo, una pérdida de energía mental. Ella no podía hacer nada. Ahora debía concentrarse en lo que tenía entre manos.
«Piensa en la pistola», se dijo.
Grace intentó imaginar cómo lo haría. Bajaría las dos manos. Se levantaría la pernera con la mano izquierda y cogería el arma con la derecha. ¿Cómo estaba sujeta? Grace intentó recordar. Tenía una tira por encima, ¿no? La había abrochado. Esa tira sujetaba la pistola para que no se moviera. Tendría que desabrocharla. Si intentaba sacar la pistola directamente, quedaría atrapada.