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– ¿Cree que estará ahí esta mañana?

– Sí, sin duda. Bobby dejó de conducir hace un par de años. Estará aquí.

– Gracias.

– De nada.

En la mesa del desayuno, Max hundió la mano hasta el fondo en la caja de cereales Cap'n Crunch. Al ver a su hijo buscando el juguete, se detuvo. Era todo tan normal. Los niños intuyen las cosas, Grace lo sabía. Pero a veces, bueno, a veces los niños pueden actuar con una maravillosa indiferencia. En ese momento Grace se alegró de que fuera así.

– Ya cogiste el juguete -le recordó ella.

Max se quedó inmóvil.

– ¿Ah, sí?

– Son tantas las cajas y tan malos los juguetes…

– ¿Qué?

La verdad era que ella hacía lo mismo de pequeña: revolver dentro de la caja con la mano en busca de esos premios sin ningún valor. Y ahora que lo pensaba, era la misma marca de cereales.

– Nada.

Cortó un plátano en rodajas y lo mezcló con el cereal. Grace siempre intentaba hacer trampa y, poco a poco, poner más plátano y menos cereales. Durante un tiempo añadió Cheerios -con menos azúcar-, pero Max enseguida se dio cuenta.

– ¡Emma! ¡Despierta!

Un gemido. Su hija era demasiado pequeña para empezar con los típicos problemas para levantarse por las mañanas. A Grace no le había pasado hasta la adolescencia. Bueno, tal vez un poco antes. Pero no a los ocho años, eso desde luego. Pensó en sus propios padres, muertos hacía tanto tiempo. A veces uno de los niños hacía algún gesto que a Grace le recordaba a su padre o su madre. Emma apretaba los labios de una manera tan parecida a como lo hacía su madre que Grace se quedaba de piedra. La sonrisa de Max era como la de su padre. Se veía el eco genético, y Grace nunca sabía si eso era un consuelo o un recordatorio doloroso.

– ¡Emma, ya mismo!

Un ruido. Podría ser una niña levantándose.

Grace empezó a preparar la comida del mediodía para uno. A Max le gustaba la de la escuela, y Grace le veía el lado cómodo a eso y lo aprovechaba. Preparar la comida por las mañanas era una lata. Durante un tiempo Emma también había comido en la escuela, pero recientemente algo la había asqueado, un olor imperceptible en el comedor que le provocaba arcadas. Empezó a llevarse el plato fuera del comedor, incluso cuando hacía frío, pero el olor, como pronto advirtió, estaba también en la comida. Ahora se quedaba en el comedor pero se llevaba de casa una fiambrera de Batman.

– ¡Emma!

– Ya estoy aquí.

Emma vestía su habitual atuendo de fanática del deporte: pantalón corto granate, zapatillas Converse Allstars y un jersey de los Nets de Nueva Jersey. Nada pegaba con nada, pero tal vez se trataba de eso. Emma se negaba a usar cualquier cosa mínimamente femenina. Para conseguir que se pusiera un vestido había que negociar con una sensibilidad propia de Oriente Medio, y a menudo el resultado era igual de violento.

– ¿Qué quieres para comer? -preguntó Grace.

– Un bocadillo de mantequilla de cacahuete con mermelada.

Grace la miró.

Emma se hizo la inocente.

– ¿Qué pasa?

– ¿Cuánto tiempo hace que vas a esa escuela?

– ¿Qué?

– Cuatro años, ¿verdad? Un año de parvulario. Y ahora estás en tercero. Son cuatro años.

– ¿Y?

– En todo ese tiempo, ¿cuántas veces me has pedido mantequilla de cacahuete para la escuela?

– No lo sé.

– ¿Tal vez cien?

Se encogió de hombros.

– ¿Y cuántas veces te he dicho que tu escuela prohíbe la mantequilla de cacahuete porque algunos niños podrían tener una reacción alérgica?

– Ah, sí.

– Ah, sí. -Grace consultó la hora en el reloj. Le quedaban unos cuantos combinados de Oscar Mayer, repugnantes platos precocinados que Grace tenía siempre a mano para emergencias; es decir, para cuando, por falta de tiempo o de ganas, no podía preparar la comida. A los niños, claro, les encantaban. Preguntó a Emma en voz baja si quería uno; en voz baja porque si Max la oía, se habría acabado la comida de la escuela también para él. Emma se dignó aceptar y se la metió rápidamente en la fiambrera de Batman.

Se sentaron a desayunar.

– ¿Mamá?

Era Emma.

– Dime.

– Cuando papá y tú os casasteis… -Se interrumpió.

– ¿Qué?

Emma empezó otra vez.

– Cuando papá y tú os casasteis… al final, cuando os dijeron que ya se podía besar a la novia…

– Sí.

– Pues… -Emma ladeó la cabeza y cerró un ojo-. ¿Tuviste que hacerlo?

– ¿Besarnos?

– Sí.

– ¿Si tuve que hacerlo? No, supongo que no. Pero quise hacerlo.

– Pero ¿tienes que hacerlo? -insistió Emma-. O sea, ¿no se puede simplemente chocar los cinco?

– ¿Chocar los cinco?

– En lugar de besarse. Ya sabes, mirarse y chocar las manos. -Le hizo una demostración.

– Supongo que sí. Si eso es lo que quieres.

– Es lo que quiero -dijo Emma con firmeza.

Grace los llevó a la parada del autobús. Esta vez no los siguió hasta la escuela. Se quedó allí, mordiéndose el labio inferior. La apariencia de calma y normalidad volvía a desvanecerse. Aunque, ahora que Emma y Max se habían ido, eso tampoco importaba.

Cuando regresó a la casa, Cora estaba despierta y gemía delante del ordenador.

– ¿Necesitas algo? -preguntó Grace.

– Un anestesiólogo -dijo Cora-. A ser posible heterosexual, aunque no es un requisito.

– Pensaba más bien en algo como un café.

– Eso estaría incluso mejor. -Cora tecleó rápidamente. De pronto entornó los ojos y frunció el entrecejo-. Aquí pasa algo raro.

– Te refieres a los mensajes de nuestro spam, ¿no?

– No han contestado.

– A mí también me ha llamado la atención.

Cora se reclinó en la silla. Grace se acercó a ella y empezó a morderse una cutícula. Tras unos segundos, Cora se inclinó hacia delante.

– Voy a probar una cosa.

Cora abrió un mensaje nuevo, tecleó algo y lo envió.

– ¿Y eso?

– Acabo de mandar un mensaje a nuestra dirección para el spam. Quiero ver si llega.

Esperaron. No llegó ningún mensaje.

– Mmm. -Cora se echó atrás-. O sea, que o bien pasa algo con el servidor…

– ¿O?

– O Gus sigue molesto por lo del pito pequeño.

– ¿Y cómo podemos averiguar si es lo uno o lo otro?

Cora seguía mirando la pantalla.

– ¿Con quién hablabas antes por teléfono?

– Con la residencia de ancianos de Robert Dodd, el padre de Bob. Voy a verlo esta mañana.

– Bien. -Cora mantenía la mirada fija en la pantalla.

– ¿Qué pasa?

– Quiero comprobar algo -dijo.

– ¿Qué?

– Quizá no sea nada, un detalle relacionado con las facturas del teléfono. -Cora empezó a teclear otra vez-. Si averiguo algo, ya te avisaré.

Perlmutter dejó a Charlaine Swain con el dibujante del condado de Bergen. Le había sonsacado la verdad, desenterrando así un secreto escabroso que habría sido mejor dejar bajo tierra. Charlaine Swain hacía bien en ocultarlo. No aportaba nada. La revelación era, como mucho, una distracción sórdida y vergonzosa.

Sentado ante un cuaderno, escribió la palabra «Windstar» y durante el siguiente cuarto de hora dibujó círculos alrededor.

Un Ford Windstar.

Kasselton no era un pueblo pequeño y aletargado. Había en plantilla treinta y ocho agentes de policía. Investigaban robos. Comprobaban los coches sospechosos. Tenían controlado el problema de la droga -la droga de los chicos blancos de los barrios residenciales- en las escuelas. Investigaban los casos de vandalismo. Se ocupaban de la congestión del tráfico en el centro, el aparcamiento en zonas prohibidas, los accidentes de coche. Hacían cuanto podían para mantener a distancia prudencial la decadencia urbana de Paterson, a apenas cinco kilómetros de los límites de Kasselton. Respondían a demasiadas falsas alarmas procedentes de demasiados detectores de movimiento excesivamente caros.

Perlmutter nunca había disparado su revólver reglamentario, salvo en un campo de tiro. De hecho, nunca había sacado su arma estando de servicio. En las últimas tres décadas sólo se habían producido tres muertes que entraban en la categoría de «sospechosas», y a los tres autores los detuvieron en cuestión de horas. Uno era un ex marido que se emborrachó y, para demostrar su amor imperecedero, planeó matar a la mujer -a quien teóricamente adoraba- y dirigir luego la escopeta hacia sí mismo. Dicho ex marido consiguió llevar a cabo la primera parte del plan -descerrajó dos tiros de escopeta a su ex en la cabeza- pero, como tantas veces en su patética vida, la pifió en la segunda parte. Sólo llevaba dos cartuchos. Una hora después estaba bajo custodia. La segunda muerte sospechosa fue la de un matón adolescente apuñalado por una de las víctimas a quienes torturaba e intimidaba, un chico delgado de primaria. Éste se pasó tres años en un reformatorio, donde aprendió el verdadero significado de las torturas y la intimidación. El último caso fue el de un hombre enfermo de cáncer en fase terminal que pidió a su mujer de cuarenta y ocho años que pusiera fin a su sufrimiento. Y ella lo hizo. Salió en libertad condicional y Perlmutter sospechaba que no se arrepentía.

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