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El coche de Erik estaba aparcado justo enfrente de la casa de Davis. Si quería disimular su llegada, no lo había hecho muy bien.

Myron paró el coche. Sacó su arma.

– ¿Para qué la quieres? -preguntó Claire.

– Quédate aquí.

– Te he preguntado…

– Ahora no, Claire. Quédate aquí. Te llamaré si te necesito.

Su voz no dejaba lugar a discusiones y, por una vez, Claire obedeció. Myron cogió el sendero agachándose un poco. La puerta principal estaba entornada. A Myron no le gustó. Se agachó más y escuchó.

Se oían ruidos, pero no distinguía lo que era.

Utilizando el cañón de la pistola, empujó la puerta y la abrió. No había nadie en el recibidor. Los ruidos llegaban de la izquierda. Myron entró a gatas. Dobló la esquina y allí, en el suelo, había una mujer que dedujo que era la señora Davis.

Estaba amordazada, con las manos atadas a la espalda. Tenía los ojos muy abiertos de miedo. Myron se llevó un dedo a los labios. Ella miró hacia la derecha, después a Myron y otra vez hacia la derecha.

Oyó más ruidos.

Había más gente en la habitación. A la derecha de ella.

Myron pensó en lo que haría a continuación. No sabía si retroceder y llamar a la policía. Podían rodear la casa y convencer a Erik para que se entregara. Pero ¿y si era demasiado tarde?

Oyó un bofetón. Alguien gritó. La señora Davis cerró los ojos con fuerza.

No podía elegir. La verdad es que no podía. Myron tenía la pistola a mano. Estaba a punto de saltar y apuntar en la dirección que indicaba la señora Davis. Dobló las piernas y después se detuvo.

¿Era lo más prudente abalanzarse con una pistola?

Erik estaba armado. Podía reaccionar rindiéndose, por supuesto, pero también disparando presa del pánico. La posibilidad a medias.

Myron intentó otra cosa.

– Erik.

Silencio.

– Erik, soy yo, Myron -insistió.

– Entra, Myron.

La voz era tranquila, casi un canturreo. Myron fue hacia el centro de la habitación. Erik estaba de pie con un arma en la mano. Llevaba una camisa de vestir sin corbata, con manchas de sangre en la parte delantera.

Sonrió al ver a Myron.

– El señor Davis ya está dispuesto a hablar.

– Baja el arma, Erik.

– No creo.

– He dicho…

– ¿Qué? ¿Vas a dispararme?

– Nadie va a disparar. Pero baja el arma.

Erik meneó la cabeza. Mantenía la sonrisa.

– Entra, entra, por favor.

Myron entró en la habitación con el arma todavía en la mano. Harry Davis estaba dándole la espalda a Myron, sujeto a una silla con abrazaderas de plástico en las muñecas. La cabeza le caía sobre el cuello, con la barbilla baja.

Myron le dio la vuelta y se paró a mirar.

– Oh, no.

Davis había sido golpeado. Tenía sangre en la cara. Le había caído un diente al suelo. Myron se volvió hacia Erik. La actitud de éste era diferente. No estaba tan tenso como de costumbre. No parecía nervioso ni alterado. De hecho, Myron no le había visto nunca tan relajado.

– Necesita un médico -dijo Myron.

– Está perfectamente.

Myron miró a Erik a los ojos. Eran dos estanques en calma.

– Éste no es el camino, Erik.

– Claro que lo es.

– Escúchame…

– No lo creo. Tú eres bueno en esto, Myron, no lo dudo, y sigues las reglas, un cierto código. Pero cuando tu hija está en peligro, esos detalles carecen de importancia.

Myron pensó en Dominick Rochester porque había dicho algo muy parecido en casa de los Seiden. No se podía imaginar dos hombres más diferentes que Erik Biel y Dominick Rochester. La desesperación y el miedo los había vuelto casi idénticos.

Harry Davis levantó la cara ensangrentada.

– No sé dónde está Aimee, lo juro.

Antes de que Myron pudiera hacer nada, Erik apuntó su arma al suelo y disparó. El sonido resonó con fuerza en la pequeña habitación.

Harry Davis gritó. Un gemido de la señora Davis emergió bajo la mordaza.

Los ojos de Myron se abrieron más al ver el zapato de Davis. Tenía un agujero cerca de la punta del dedo gordo. Empezó a salir sangre. Myron levantó el arma y apuntó a Erik a la cabeza.

– Baja el arma.

– No.

Lo dijo con sencillez. Erik miró a Harry Davis. El hombre sufría, pero tenía la cabeza levantada y los ojos más enfocados.

– ¿Te has acostado con mi hija?

– ¡Nunca!

– Dice la verdad, Erik.

Erik se volvió hacia Myron.

– ¿Cómo lo sabes?

– Fue otro profesor, un tipo llamado Drew Van Dyne. Trabaja en la tienda de música adonde ella va a menudo.

Erik pareció confundido.

– Pero, cuando acompañaste a Aimee, ella se dirigió aquí, ¿no?

– Sí.

– ¿Por qué?

Los dos miraron a Harry Davis. Le salía sangre del zapato, manando lentamente. Myron se preguntó si los vecinos habrían oído el tiro y se les habría ocurrido llamar a la policía. Lo dudaba. La gente de esos barrios supone que un ruido así es el tubo de escape de un coche o un petardo, algo explicable y seguro.

– No es lo que cree -dijo Harry Davis.

– ¿Qué?

Y entonces Harry Davis volvió los ojos hacia su esposa. Myron lo comprendió. Llevó a Erik a un lado.

– Ya lo has conseguido -dijo Myron-. Está dispuesto a hablar.

– ¿Y?

– Que no hablará frente a su mujer. Y si le ha hecho algo a Aimee, no te lo dirá a ti.

Erik todavía tenía la misma sonrisita en la cara.

– ¿Quieres encargarte tú?

– No se trata de encargarse -dijo Myron-, sino de conseguir información.

Erik sorprendió a Myron entonces, porque asintió.

– Tienes razón.

Myron le miró como si esperara una frase definitiva.

– Crees que se trata de mí -dijo Erik-. Pero no es así. Se trata de mi hija. Se trata de lo que haría por salvarla. Mataría a ese hombre sin dudarlo, mataría a su mujer, qué demonios, Myron, te mataría a ti también. Pero eso no serviría de nada. Tienes razón. Lo he conseguido. Pero si queremos que hable, su esposa y yo saldremos de la habitación.

Erik fue hacia la señora Davis. Ella se encogió.

Harry Davis gritó:

– ¡Déjala en paz!

Erik no le hizo caso. Se agachó y ayudó a la señora Davis a levantarse. Luego se dirigió a él:

– Tu esposa y yo esperaremos en la otra habitación.

Fueron a la cocina y cerró la puerta. Myron quería desatar a Davis, pero aquellas abrazaderas eran difíciles de quitar a mano. Cogió una manta y detuvo la sangre que salía del pie.

– No me duele mucho.

Su voz era un poco vaga. Curiosamente, él también parecía más relajado. Myron lo había experimentado. Sin duda la confesión es beneficiosa para el alma. El hombre estaba cargado de pesados secretos. Se sentiría mejor, al menos temporalmente, descargándose de ellos.

– Hace veintidós años que enseño en el instituto -dijo Davis sin que se lo pidieran-. Me encanta. El sueldo no es mucho y no es un trabajo prestigioso, pero adoro a los alumnos. Me encanta enseñar, me encanta ayudarles, me gusta que vuelvan a verme.

Se calló.

– ¿Por qué vino Aimee aquí la otra noche? -preguntó Myron.

No pareció oírle.

– Piénselo, señor Bolitar. Veinte años y pico con alumnos de instituto. No digo niños porque muchos ya no lo son. Tienen dieciséis, diecisiete e incluso dieciocho años, edad suficiente para hacer el servicio militar y votar. Y a menos que seas ciego, te das cuentas de que ellas son mujeres y no chicas. ¿Ha visto alguna vez los bañadores del Sports Illustrated? ¿Se ha fijado en las pasarelas de moda? Esas modelos tienen la misma edad que las bonitas y frescas chicas con las que estoy cinco días a la semana, diez meses al año. Mujeres, señor Bolitar, no chicas. No estamos hablando de una atracción enfermiza o de pedofilia.

– Espero que no intente justificar las relaciones sexuales con las alumnas -dijo Myron.

Davis negó con la cabeza.

– Sólo quiero poner en su contexto lo que voy a decir.

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