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– Sí. Hasta ahora confirmaba siempre la de él.

– ¿Y esta vez?

– Ha dicho que él le había pegado -dijo Banner-. Y que quiere denunciarle.

– Eso le habrá asombrado. ¿Está muy mal?

– Muy mal -dijo Banner-. Varias costillas rotas, un brazo también. Debe de haberle pateado los riñones, porque el médico está pensando en extirparle uno.

– Por Dios.

– Pero claro, ni una marca en la cara. El tipo es bueno.

– Es cuestión de práctica -dijo Myron-. ¿Está aquí?

– ¿El marido? Sí. Pero lo hemos arrestado.

– ¿Por cuánto tiempo?

Lance Banner se encogió de hombros.

– Ya sabe la respuesta.

En resumen: no mucho.

– ¿Por qué me ha llamado? -preguntó Myron.

– Joan Rochester estaba consciente al ingresar. Quería avisarle. Ha dicho que tuviera cuidado.

– ¿Qué más?

– Sólo eso. Es un milagro que haya dicho algo.

Rabia y culpa lo consumían en la misma medida. Había pensado que Joan Rochester podía manejar a su esposo. Vivía con él. Había tomado sus propias decisiones. Caramba, ¿cuál sería su próxima justificación para no ayudarla? ¿Que ella se lo había buscado?

– ¿Quiere contarme cómo se ha involucrado en la vida de los Rochester? -preguntó Banner.

– Aimee Biel no es una fugitiva. Está en apuros.

Lo puso al día lo más rápidamente posible. Cuando acabó, Lance Banner dijo:

– Emitiremos una orden de arresto contra Drew Van Dyne.

– ¿Y Jake Wolf?

– No estoy seguro de su papel en esto.

– ¿Conoce a su hijo?

– ¿Se refiere a Randy? -Lance Banner se encogió de hombros demasiado despreocupadamente-. Es el quarterback del instituto.

– ¿Se ha metido en líos Randy alguna vez?

– ¿Por qué lo pregunta?

– Porque me han dicho que su padre sobornó a la policía para evitar un cargo de drogas a su hijo -dijo Myron-. ¿Algún comentario?

Los ojos de Banner se oscurecieron.

– ¿Quién se ha creído que es?

– Ahórrese la indignación, Lance. Dos de sus hombres me intimidaron por orden de Jake Wolf. Me impidieron hablar con Randy. Uno me dio un puñetazo en el estómago estando esposado.

– Eso es una estupidez.

Myron le sostuvo la mirada.

– ¿Qué agentes? -exigió Banner-. Quiero nombres, maldita sea.

– Uno era de mi altura, flacucho. El otro llevaba un bigotazo y se parecía a Jon Oates de Hall y Oates.

Una sombra cruzó la cara de Lance, aunque intentó disimularlo.

– Sabe de quién hablo.

Banner intentó aguantar el tipo y habló entre dientes:

– Cuénteme exactamente qué pasó.

– No tenemos tiempo. Sólo dígame cuál fue el trato por lo del chico de Wolf.

– No se sobornó a nadie.

Myron esperó. Una mujer en silla de ruedas se dirigió hacia allí. Banner se apartó y la dejó pasar. Se frotó la cara con una mano.

– Hace seis meses un profesor dijo que había pillado a Randy Wolf vendiendo hierba. Registró al chico y le encontró dos bolsas. Nada, una minucia.

– ¿Quién era el profesor? -preguntó Myron.

– Nos pidió que mantuviéramos su anonimato.

– ¿Era Harry Davis?

Lance Banner no asintió, pero fue como si lo hiciera.

– ¿Qué pasó?

– El profesor nos llamó. Le mandé dos hombres, Hildebrand y Peterson. Ellos… encajan con su descripción. Randy Wolf afirmó que era una trampa.

Myron frunció el ceño.

– ¿Y sus hombres se lo tragaron?

– No. Pero el caso era débil. La constitucionalidad del registro era cuestionable. La cantidad era ínfima. Y Randy Wolf era un buen chico sin antecedentes ni nada.

– No querían que se viera metido en un lío -dijo Myron.

– Nadie lo quería.

– Dígame, Lance, de haber sido un negro de Newark robando en el Livingston High, ¿habría pensado igual?

– No empiece con esas idioteces hipotéticas. Teníamos un caso débil y entonces, al día siguiente, Harry Davis le dice a mis agentes que no testificará. Así sin más. Se echa atrás. O sea que se acabó. Mis hombres no tenían alternativa.

– Vaya, qué oportuno -dijo Myron-. Dígame: ¿el equipo de fútbol hizo una buena temporada?

– Era un caso sin importancia. El chico tenía un buen futuro. Va a ir a Dartmouth.

– No cesan de decírmelo -dijo Myron-. Pero empiezo a dudar que suceda.

Entonces una voz gritó:

– ¡Bolitar!

Myron se volvió. Dominick Rochester estaba de pie al final del pasillo. Tenía las manos esposadas, la cara roja. Dos agentes le escoltaban, uno a cada lado. Myron fue hacia él. Lance Banner trotó detrás, advirtiéndole en voz baja:

– Myron…

– No le haré nada, Lance. Sólo quiero hablar con él.

Paró a medio metro. Los ojos negros de Dominick Rochester ardían.

– ¿Dónde está mi hija?

– ¿Está orgulloso, Dominick?

– Usted -dijo Rochester- sabe algo de Katie.

– ¿Se lo ha dicho su esposa?

– No. -Sonrió. Fue una de las visiones más espeluznantes que había visto Myron-. De hecho, todo lo contrario.

– ¿Qué dice?

Dominick se acercó a él y susurró:

– Por mucho que le hiciera, por mucho que sufriera, mi amada esposa no ha hablado. Por eso estoy seguro de que sabe algo. No porque haya hablado, sino porque por mucho que la haya martirizado, no ha hablado.

Myron estaba de nuevo en el coche cuando le llamó Erin Wilder.

– Sé dónde está Randy Wolf.

– ¿Dónde?

– Se celebra una fiesta de los de último curso en casa de Sam Harlow.

– ¿Celebran una fiesta? ¿No están preocupados?

– Todos creen que Aimee se ha escapado -dijo Erin-. Algunos la han visto esta noche en la red, y ahora están aún más seguros.

– Un momento, si están en una fiesta, ¿cómo la han visto?

– Tienen BlackBerrys. Pueden conectarse a través del móvil.

Tecnología, pensó Myron. Mantener a la gente unida aunque estuvieran lejos. Erin le dio la dirección. Myron conocía la zona. Colgó y se puso en marcha. El trayecto no fue largo.

Había muchos coches aparcados en la calle de los Harlow. Se había montado una gran carpa en el jardín de atrás. Era una gran fiesta con invitaciones, no unos cuantos chicos que se juntan con cuatro cervezas. Myron aparcó y entró en el jardín.

Había algunos padres, de carabina, probablemente. Eso se lo pondría más difícil. Pero no tenía tiempo de preocuparse por ello. La policía podía estar haciendo algo, pero no estaba muy interesada en ver el panorama general. Myron empezaba a verlo, empezaba a enfocarlo. Randy Wolf era una de las claves.

Los festejos eran por separado. Los padres estaban reunidos en el porche de la casa bajo una luz tenue. Se reían y bebían cerveza de barril. Los hombres llevaban bermudas, mocasines y fumaban puros. Las mujeres lucían faldas alegres de Lilly Pulitzer y chanclas.

Los chicos estaban en la otra punta de la carpa, lo más lejos posible de la supervisión de los mayores. La pista de baile estaba vacía. El DJ puso una canción de los Killers que hablaba de su novia que parecía un novio que tenía otro en febrero. Myron se dirigió directamente hacia Randy y le puso una mano en el hombro.

Randy se la sacudió de encima.

– Apártese de mí.

– Tenemos que hablar.

– Mi padre ha dicho…

– Ya sé lo que dice tu padre. Hablaremos de todos modos.

A Randy Wolf le acompañaban seis chicos. Algunos eran enormes. El quarterback y su línea ofensiva, se imaginó Myron.

– ¿Este cara de culo te molesta, Pharm?

El que lo dijo era un armario. Sonrió a Myron. El chico tenía el cabello rubios y en punta, pero lo primero que veías, lo que no podías evitar notar era que iba sin camisa. Aquello era una fiesta. Había chicas, ponche, música y baile, e incluso padres. Pero ese chico no llevaba camisa.

Randy no dijo nada.

Descamisado llevaba tatuajes de alambres en los abotargados bíceps. Myron frunció el ceño. Los tatuajes no podían haber sido más de imitación de haber llevado la palabra «imitación» grabada. El chico era un tocho, pero un tocho de carne. Su torso era liso como si alguien lo hubiera pulido con una lija. Se agitaba. Tenía la frente abombada, y los ojos, rojos, indicando que al menos algo de la cerveza había hallado camino hasta los menores de edad. Llevaba pantalones de media caña que podrían haber sido capris, aunque Myron no sabía si los chicos los llevaban o no.

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