– ¿Quién es?
– Ella está bien. Le doy mi palabra. Deje de buscarla.
– ¿Quién es? Déjeme hablar con Aimee.
Pero la única respuesta fue el tono de marcar.
Joan Rochester dijo:
– Dominick no está en casa.
– Lo sé -dijo Myron-. Quería hablar con usted.
– ¿Conmigo? -Como si la mera idea de que alguien quisiera hablar con ella fuera tan chocante como un aterrizaje en Marte-. Pero ¿por qué?
– Por favor, señora Rochester, es muy importante.
– Creo que deberíamos esperar a Dominick.
Myron la empujó y pasó por su lado.
– Yo no.
La casa estaba limpia y ordenada. Todo eran líneas rectas y ángulos. Sin curvas, sin estallidos de color sorprendentes, todo en su sitio, como si la habitación no quisiera llamar la atención.
– ¿Puedo ofrecerle un café?
– ¿Dónde está su hija, señora Rochester?
Ella pestañeó quizás una docena de veces a toda velocidad. Myron conocía a hombres que pestañeaban así. Siempre eran aquellos que habían sido acosados de niños en la escuela y no lo superaron. Logró balbucear una palabra.
– ¿Qué?
– ¿Dónde está Katie?
– No… No lo sé.
– Eso es mentira.
Más pestañeo. Myron no se permitió sentir pena por ella.
– No… No estoy mintiendo.
– Lo sabe, y deduzco que tiene una razón para mantenerlo en secreto, relacionada con su marido. Eso no me concierne.
Joan Rochester intentó mantenerse erguida.
– Preferiría que saliera de mi casa.
– No.
– Entonces llamaré a mi marido.
– Tengo registros telefónicos -dijo Myron.
Más pestañeo. Levantó una mano como si se protegiera de un golpe.
– De su móvil. Su marido no los habrá comprobado. Y aunque lo hubiera hecho, una llamada desde una cabina de Nueva York probablemente no significara nada para él. Pero yo conozco a una mujer llamada Edna Skylar.
La confusión sustituyó al miedo.
– ¿A quién?
– Es médica en el St. Barnabas. Vio a su hija en Manhattan. Más concretamente, cerca de la Calle 23. Usted ha recibido varias llamadas a las siete de la tarde de un teléfono que está a cuatro manzanas de allí; eso es bastante cerca.
– Esas llamadas no eran de mi hija.
– ¿No?
– Eran de una amiga.
– Ah.
– Mi amiga compra en la ciudad. Le gusta llamarme cuando encuentra algo interesante para que le dé mi opinión.
– ¿Desde una cabina?
– Sí.
– Su nombre.
– No pienso decírselo. Insisto en que se marche inmediatamente.
Myron se encogió de hombros y levantó las manos.
– Entonces supongo que he llegado a un punto muerto.
Joan Rochester volvió a pestañear.
Estaba a punto de hacerla pestañear un poco más.
– Pero quizá con su marido sea más afortunado.
Todo el color se le fue de la cara.
– Si le digo lo que sé, ¿le explicará lo de su amiga que va de compras? No sé si le creerá.
El terror le ensanchó los ojos.
– No tiene ni idea de cómo es.
– Creo que sí. Contrató a dos matones para que me torturaran.
– Porque creía que usted sabía algo de Katie.
– Y usted le dejó, señora Rochester. Le dejó que me torturara y que casi me matara, y sabiendo que yo no había tenido nada que ver.
Ella dejó de pestañear.
– No se lo diga a mi marido. Por favor.
– No tengo ningún interés en perjudicar a su hija. Sólo me interesa encontrar a Aimee Biel.
– No sé nada de esa chica.
– Pero su hija puede que sí.
Joan Rochester meneó la cabeza.
– No lo entiende.
– ¿No entiendo qué?
Joan Rochester se alejó caminando y le dejó allí. Cruzó la. sala. Cuando se volvió a mirarlo, sus ojos estaban llenos de lágrimas.
– Si él se entera. Si la encuentra…
– No la encontrará.
Ella volvió a menear la cabeza.
– Se lo prometo -dijo Myron.
Sus palabras -otra promesa aparentemente vacía- resonaron en la tranquila habitación.
– ¿Dónde está, señora Rochester? Sólo necesito hablar con ella.
Sus ojos empezaron a moverse por el salón como si sospechara que el bufete podía oírles. Fue a la puerta trasera y la abrió. Le indicó que saliera.
– ¿Dónde está Katie? -preguntó Myron.
– No lo sé. Es la verdad.
– Señora Rochester, no tengo tiempo para…
– Las llamadas.
– ¿Qué sucede?
– ¿Dice que procedían de Nueva York?
– Sí.
Ella desvió la mirada.
– ¿Qué?
– Puede que esté allí.
– ¿No lo sabe de verdad?
– Katie no quiso decírmelo. Yo tampoco le pregunté.
– ¿Por qué no?
Los ojos de Joan Rochester eran círculos perfectos.
– Si no lo sé -dijo, mirándole por fin a los ojos-, no puede obligarme a decirlo.
En la casa vecina se puso en marcha una cortadora de césped, quebrando el silencio. Myron esperó un momento.
– Pero ha sabido de Katie.
– Sí.
– Y sabe que está a salvo.
– De él no.
– Pero en general, me refiero. No la han secuestrado ni nada.
Ella asintió lentamente.
– Edna Skylar la vio con un hombre de cabello oscuro. ¿Quién es?
– Está subestimando a Dominick. Por favor no lo haga. Déjenos en paz. Usted busca a otra chica. Katie no tiene nada que ver.
– Las dos utilizaron el mismo cajero.
– Es una coincidencia.
Myron no se molestó en discutir.
– ¿Cuándo vuelve a llamar Katie?
– No lo sé.
– Entonces no me sirve de mucho.
– ¿Qué significa eso?
– Necesito hablar con su hija. Si usted no puede ayudarme, tendré que arriesgarme con su marido.
Ella meneó la cabeza.
– Sé que está embarazada -dijo Myron.
Joan Rochester gimió.
– No lo entiende -dijo otra vez.
– Pues explíqueme.
– El hombre del cabello oscuro… se llama Rufus. Si Dom se entera, le matará. Es así de sencillo. Y no sé lo que le hará a Katie.
– ¿Qué plan tienen, pues? ¿Esconderse para siempre?
– Dudo que tengan algún plan.
– ¿Y Dominick no sabe nada de esto?
– No es tonto. Cree que probablemente Katie huyó de casa.
Myron pensó un momento.
– Entonces hay algo que no entiendo. Si cree que Katie se escapó, ¿por qué acudió a la prensa?
Joan Rochester le sonrió, pero con la sonrisa más triste que Myron había visto en su vida.
– ¿No se da cuenta?
– No.
– Le gusta ganar. Cueste lo que cueste.
– Sigo sin…
– Lo hizo para presionarlos. Quiere encontrar a Katie. Lo demás no le importa. Ésa es su fuerza. No le importan los retos, por grandes que sean. Nunca se siente incómodo. No se avergüenza. Está dispuesto a perder o sufrir por hacer daño. Es un hombre de esa especie.
Se quedaron en silencio. Myron quería preguntar por qué seguía casada con él, pero no era asunto suyo. Había tantos casos de mujeres maltratadas en aquel país… Le habría gustado ayudar, pero Joan Rochester no lo aceptaría y él tenía asuntos más apremiantes en la cabeza. Se acordó de los Gemelos, de que no le había importado que murieran, de Edna Skylar y la forma como trataba a los pacientes más puros.
Joan Rochester había tomado una decisión. Tal vez fuera algo menos inocente que los demás.
– Debería decírselo a la policía -dijo Myron.
– ¿Decirles qué?
– Que su hija se escapó.
Ella se rió sarcásticamente.
– No lo entiende, claro. Dom lo descubriría. Tiene informadores en el departamento. ¿Cómo cree que supo de usted tan rápidamente?
Pero no sabía nada de Edna Skylar todavía, pensó Myron. Así que sus informadores no eran infalibles. Myron se preguntó si podría aprovecharse de eso, pero no veía cómo. Se acercó un poco más a ella. Cogió la mano de Joan Rochester y la obligó a mirarle a los ojos.
– Su hija estará a salvo. Se lo garantizo. Pero necesito hablar con ella. Sólo eso. Hablar. ¿Lo comprende?
Ella tragó saliva.
– No tengo elección, ¿no?
Myron no dijo nada.
– Si no coopero, se lo dirá a Dom.