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Lance Banner condujo. Loren Muse se sentó a su lado. Myron se acomodó atrás.

– ¿Está bien? -preguntó Myron.

No le contestaron. Estaban jugando con él, Myron lo sabía, pero no le importaba demasiado. Quería saber cómo estaba Aimee. El resto era irrelevante.

– Díganme algo, por el amor de Dios.

Nada.

– La vi el sábado por la noche. Pero eso ya lo saben, ¿no?

No le respondieron. Él sabía por qué. Por suerte el trayecto era corto. Eso explicaba su silencio. Querían grabar su confesión. Seguramente necesitaban toda su fuerza de voluntad para no decir nada, pero pronto lo tendrían en una sala de interrogatorio y lo grabarían todo.

Entraron en un garaje y le llevaron a un ascensor. Bajaron en el octavo piso. Estaban en Newark, en los juzgados del condado. Myron ya había estado allí. Le llevaron a una sala de interrogatorio. No había espejo ni por lo tanto cristal reversible. Eso significaba que la vigilancia se hacía a través de una cámara.

– ¿Estoy arrestado? -preguntó.

Loren ladeó la cabeza.

– ¿Qué le hace pensar eso?

– No me venga con ésas, Muse.

– Por favor, tome asiento.

– ¿Ya me han investigado? Llame a Jake Courter, el sheriff de Reston. Él responderá por mí. Hay otros también.

– Llegaremos a eso enseguida.

– ¿Qué le ha ocurrido a Aimee Biel?

– ¿Le importa que filmemos la entrevista? -preguntó Loren Muse.

– No.

– ¿Le importa firmar una renuncia?

Era una renuncia a la Quinta Enmienda. Myron sabía que no debía firmarla -era abogado, por Dios-, pero no lo tuvo en cuenta. El corazón le latía aceleradamente. Algo le había ocurrido a Aimee Biel. Ellos debían creer que sabía algo o estaba implicado. Cuanto antes acabaran y le eliminaran, mejor para Aimee.

– De acuerdo -dijo Myron-. Dígame qué le ha ocurrido a Aimee.

Loren Muse abrió las manos.

– ¿Quién dice que le ha ocurrido algo?

– Usted, Muse. Cuando ha venido a buscarme al aeropuerto. Ha dicho «Se trata de Aimee Biel». Y como, modestia aparte, tengo unos asombrosos poderes de deducción, he deducido que dos agentes de policía no han venido a decirme que se trata de Aimee Biel sólo porque ella a veces haga globos con el chicle en clase. No, he deducido que algo debe de haberle ocurrido. Por favor, no me castigue por tener este don.

– ¿Ha acabado?

Había acabado. Cuando estaba nervioso, se ponía a hablar.

Loren Muse cogió un bolígrafo. Ya tenía un cuaderno sobre la mesa. Lance Banner se quedó de pie y en silencio.

– ¿Cuándo fue la última vez que vio a Aimee Biel?

Decidió no volver a preguntar qué le había ocurrido. Muse quería jugar a su manera.

– El sábado por la noche.

– ¿A qué hora?

– Creo que entre las dos y las tres de la madrugada.

– Entonces era el domingo por la mañana y no el sábado por la noche.

Myron se tragó el comentario sarcástico.

– Sí.

– Ya. ¿Dónde la vio por última vez?

– En Ridgewood, Nueva Jersey.

Ella escribió algo en su cuaderno.

– Dirección.

– No lo sé.

Dejó de escribir.

– ¿No lo sabe?

– No. Era tarde. Ella me indicó el camino. Yo sólo seguí sus indicaciones.

– Ya. -Dejó el bolígrafo-. ¿Por qué no empieza por el principio?

La puerta se abrió de golpe. Todas las cabezas se volvieron hacia la puerta. Hester Crimstein entró como una tromba, como si la propia habitación hubiera proferido un insulto y ella quisiera responder. Por un momento nadie se movió ni dijo nada.

Hester esperó un instante, abrió los brazos, avanzó el pie derecho y gritó.

– ¡Ta-tá!

Loren Muse arqueó una ceja.

– ¿Hester Crimstein?

– ¿Nos conocemos, cariño?

– La reconozco de la tele.

– Me encantará firmar autógrafos más tarde. Ahora mismo quiero que apaguen la cámara y quiero que ustedes dos -Hester señaló a Lance Banner y a Loren Muse- salgan de la habitación para dejarme hablar con mi cliente.

Loren se puso de pie. Se miraron a los ojos, las dos eran de una altura parecida. Hester tenía los cabellos crespos. Loren intentó apabullarla con la mirada. Myron casi se rió. Algunos dirían que la famosa abogada criminalista Hester Crimstein era mala como una víbora, pero eso se podía considerar calumnioso para las serpientes.

– Espere -dijo Hester a Loren-. Usted espere…

– ¿Disculpe?

– En cualquier momento, voy a mearme en los pantalones. De miedo, quiero decir. Usted espere…

– Hester… -dijo Myron.

– Tú calla. -Hester le lanzó una mirada aviesa y le dedicó un siseo-. Firmar una renuncia y hablar sin tu abogado. ¿Eres tonto o qué?

– No eres mi abogado.

– Que te calles.

– Me represento yo mismo.

– ¿Conoces la expresión «Un hombre que se representa a sí mismo tiene a un idiota por cliente»? Cambia lo de «idiota» por «majadero sin cerebro».

Myron se preguntó cómo habría llegado Hester con tanta rapidez, pero la respuesta era evidente. Win. En cuanto Myron había encendido el móvil y Win había oído las voces de los policías, había buscado a Hester y la había mandado allí.

Hester Crimstein era una de las mejores abogadas del país. Tenía programa propio en una televisión por cable, Crimstein ante el crimen. Se habían hecho amigos ayudando a Esperanza contra una acusación hacía unos años.

– Un momento. -Hester miró otra vez a Loren y a Lance-. ¿Por qué siguen ustedes dos aquí?

Lance Banner dio un paso adelante.

– Él acaba de decir que usted no es su abogada.

– ¿Cómo se llama, guapo?

– Lance Banner, detective de policía de Livingston.

– Lance -dijo ella-. Como el caballero Lancelot. Veamos, Lance, le daré un consejo: el paso adelante ha sido impresionante, muy imponente, pero tiene que sacar más pecho. Poner una voz más grave y añadirle un ceño fruncido. Algo así: «Eh, muñeca, acaba de decir que no es su abogado». Inténtelo.

Myron sabía que Hester no se marcharía por las buenas. Y probablemente él no quería que se fuera. Quería cooperar, sin duda, acabar con eso, pero también saber qué diablos le había ocurrido a Aimee.

– Es mi abogada -dijo Myron-. Por favor, concédanos un minuto.

Hester les dedicó una mueca satisfecha, consciente de que los dos deseaban abofetearla. Se volvieron hacia la puerta. Ella los despidió con la mano. Cuando estuvieron fuera, cerró y miró a la cámara.

– Apáguenla ya.

– Probablemente ya lo está -dijo Myron.

– Sí, claro. Los polis nunca se saltan las normas.

Sacó su móvil.

– ¿A quién llamas? -preguntó Myron.

– ¿Sabes por qué estás aquí?

– Tiene que ver con una chica llamada Aimee Biel -dijo Myron.

– Eso ya lo sabíamos. Pero ¿no sabes qué le ha ocurrido?

– No.

– Eso es lo que intento averiguar. Tengo a mi investigadora trabajando en ello. Es la mejor, los conoce a todos. -Hester se llevó el teléfono al oído-. Sí. Soy Hester. ¿Qué hay? Ajá. Ajá. -Hester escuchó sin tomar notas. Un minuto después, dijo-: Gracias, Cingle. Sigue buscando, a ver qué tienen.

Hester colgó. Myron encogió los hombros como preguntando: «¿Qué?».

– La chica… Se apellida Biel.

– Aimee Biel -dijo Myron-. ¿Qué le ha pasado?

– Ha desaparecido.

Myron volvió a sentir la punzada.

– Parece que no volvió a casa el sábado por la noche. Se suponía que dormiría en casa de una amiga. No llegó a ir. Nadie sabe qué fue de ella. Parece que hay registros telefónicos que te relacionan con el asunto. Y otras cosas. Mi investigadora está intentando averiguar exactamente qué.

Hester se sentó. Le miró desde el otro lado de la mesa.

– Venga, cariño, cuéntaselo todo a la tía Hester.

– No -dijo Myron.

– ¿Qué?

– Mira, tienes dos alternativas, quedarte cuando hable con ellos o considerarte despedida.

– Deberías hablar conmigo primero.

– No podemos perder tiempo. He de contárselo todo.

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