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– ¿Estás de acuerdo?

– No lo sé, Rex.

– Para mí, el foco se ha reducido un poco, tú ya me entiendes. Se ha ido apagando poco a poco. He tenido suerte. Pero he conocido estrellas de un solo éxito. Esos no vuelven a ser felices. Nunca más. Pero en mi caso, como ha ocurrido lentamente, me he podido acostumbrar. E incluso ahora la gente me reconoce. Por eso ceno fuera todas las noches. Sí, sé que es horrible, pero es así. E incluso ahora, que tengo más de setenta años, sueño en volver a disfrutar del más brillante de los focos. ¿Entiendes a qué me refiero?

– Sí -dijo Myron-. Por eso te quiero.

– ¿Cómo es eso?

– Eres sincero. La mayoría de actores me dice que es sólo por el trabajo.

Rex soltó un bufido.

– Menuda tontería. Pero no es culpa suya, Myron. La fama es una droga. La más potente. Estás enganchado, pero no quieres reconocerlo. -Rex le dedicó la maliciosa sonrisa que solía derretir el corazón de las chicas-. ¿Y tú qué, Myron?

– ¿Qué pasa?

– Como he dicho, lo del foco. A mí se me ha ido apagando lentamente. Pero tú, el mejor jugador de baloncesto universitario del país, con una carrera profesional por delante…

Myron esperó.

– …y de repente clic -Rex hizo chasquear los dedos-, se apagan las luces. Cuando tenías, ¿qué? ¿Veintiuno, veintidós años?

– Veintidós -dijo Myron.

– ¿Y cómo lo superaste? Yo también te quiero, por cierto. O sea que dime la verdad.

Myron cruzó las piernas. Sintió que se ruborizaba.

– ¿Te gusta el programa nuevo?

– ¿Cuál? ¿El del teatro?

– Sí.

– Es una mierda. Es peor que desnudarse en la Ruta 17 en Lodi, Nueva Jersey.

– ¿Y lo sabes por experiencia?

– Deja de cambiar de tema. ¿Cómo lo superaste?

Myron suspiró.

– Todos dicen que lo superé asombrosamente bien.

Rex levantó las palmas hacia el cielo y curvó los dedos como diciendo: «Venga, venga.»

– ¿Qué quieres saber exactamente?

Rex lo pensó.

– ¿Qué hiciste primero?

– ¿Después de la lesión?

– Sí.

– Rehabilitación. Mucha rehabilitación.

– ¿Y cuando fuiste consciente de que tus días de baloncesto habían terminado?

– Volví a la Facultad de Derecho.

– ¿Dónde?

– En Harvard.

– Muy impresionante. Así que fuiste a la Facultad de Derecho. ¿Y después qué?

– Ya sabes qué, Rex. Me saqué el título, abrí la agencia de deportes, expandí los servicios de agente, y ahora represento a actores y a escritores. -Se encogió de hombros.

– Myron…

– ¿Qué?

– Te he pedido la verdad.

Myron cogió el tenedor, pinchó un pedacito y masticó lentamente.

– Las luces no sólo se apagaron, Rex. Yo tuve un corte de corriente total. Un apagón vital.

– Lo sé.

– Por lo tanto necesitaba dejarlo atrás.

– ¿Y?

– Y ya está.

Rex meneó la cabeza y sonrió.

– ¿Qué?

– La próxima vez -dijo Rex. Cogió su tenedor-. Me lo dirás la próxima vez.

– Eres un plomo.

– Pero me quieres, ¿recuerdas?

Cuando acabaron con la comida y la bebida, era tarde. Dos días seguidos bebiendo. Myron Bolitar, alcohólico de las estrellas. Se aseguró de que Rex volvía sano y salvo a su casa y él fue al piso de sus padres. Tenía la llave. Entró sin hacer ruido para no despertarles. Aunque no servía de nada.

La tele estaba encendida. Su padre, sentado en la sala. Cuando Myron entró, fingió que se despertaba. Era mentira. Su padre siempre esperaba despierto a que volviera. Daba igual la hora que fuera y que ya hubiera cumplido los cuarenta.

Myron se quedó de pie detrás del sillón de su padre. Su padre se volvió y le sonrió con la sonrisa que reservaba para decirle que era una creación única a los ojos del hombre y ¿cómo se podía mejorar eso?

– ¿Lo has pasado bien?

– Rex es un buen hombre -dijo Myron.

– Me gustaban sus películas. -Su padre asintió exageradamente con la cabeza-. Siéntate un momento.

– ¿Qué pasa?

– Siéntate, por favor.

Myron se sentó, unió las manos y las apoyó en las rodillas. Como cuando tenía ocho años.

– ¿Se trata de mamá?

– No.

– Su Parkinson está empeorando.

– El Parkinson es así, Myron. Avanza.

– ¿Puedo hacer algo?

– No.

– Al menos debería decir algo.

– No. Es mejor que no. ¿Qué vas a decir que tu madre no sepa ya?

Ahora le tocó a Myron asentir exageradamente con la cabeza.

– Entonces ¿de qué quieres hablar?

– De nada. Bueno, tu madre quiere que hablemos.

– ¿Sobre qué?

– El dominical del New York Times de hoy.

– ¿Cómo dices?

– Lo que han publicado. Tu madre piensa que te afectará y quiere que hablemos. Pero yo no lo creo. Lo que voy a hacer es darte el periódico y dejar que lo leas a solas. Si quieres hablar, ya sabes dónde estoy, ¿vale? Si no, no es necesario.

Myron frunció el ceño.

– ¿En The New York Times?

– En la sección de Estilo del dominical. -Su padre se puso de pie e indicó con la barbilla un montón de dominicales-. Página dieciséis. Buenas noches, Myron.

– Buenas noches, papá.

Su padre se fue por el pasillo. No era necesario ir de puntillas. Su madre podía dormir en un concierto de rock. Su padre era el vigilante nocturno, y su madre la princesa durmiente. Myron se levantó. Cogió el dominical, buscó la página dieciséis, vio la foto y sintió que un bisturí le perforaba el corazón.

El dominical del New York Times llevaba cotilleos de clase alta. Las páginas más leídas eran los anuncios de bodas. Y allí, en la página dieciséis, en la esquina izquierda, arriba, había una fotografía de un hombre con aspecto de muñeco Ken y dientes tan perfectos que tenían que ser fundas. Tenía una hendidura en la barbilla de senador republicano. Era Stone Norman. El artículo explicaba que dirigía el BMW Investment Group, una empresa financiera próspera especializada en importantes transacciones institucionales.

Ronquido.

El anuncio del compromiso decía que Stone Norman y su futura esposa se casarían el sábado siguiente en Tavern on the Green, en Manhattan. Un reverendo celebraría la ceremonia. A continuación los recién casados empezarían su vida juntos en Scarsdale, Nueva York.

Más ronquidos. Stone hacía roncar.

Pero nada de eso era lo que le había perforado el corazón. No, lo que lo había hecho, lo que realmente dolía y le había doblado las rodillas, era la mujer que se casaba con Stone, la que sonreía con él en aquella fotografía, una sonrisa que Myron conocía demasiado bien.

Por un momento Myron sólo miró. Después rozó con el dedo la cara de la futura novia. Su biografía decía que era autora de best-sellers, nominada para el PEN/Faulkner y el National Book Award. Su nombre, Jessica Culver, y aunque no se mencionaba, durante más de una década había sido el amor de la vida de Myron Bolitar.

Se quedó mirándola.

Jessica, la mujer que era su alma gemela, iba a casarse con otro.

No la había visto desde que habían roto hacía siete años. La vida había seguido para él. Evidentemente había seguido para ella. ¿De qué se sorprendía?

Dejó el periódico y después volvió a cogerlo. Hacía toda una vida Myron le había pedido que se casara con él. Le contestó que no. Estuvieron juntos y rompieron varias veces durante una década. Pero al final Myron quería casarse y Jessica no. Se burlaba de la idea burguesa del matrimonio, los suburbios, la valla de madera, los hijos, las barbacoas, los partidos de béisbol: la vida que habían llevado los padres de Myron.

Y ahora se casaba con el gran Stone Norman y se iba a vivir al supersuburbio de Scarsdale, en Nueva York.

Myron dobló el periódico cuidadosamente y lo dejó sobre la mesita. Se levantó con un suspiro y salió al pasillo. Apagó la luz. Pasó frente al dormitorio de sus padres. La lámpara de la mesita, encendida. Oyó toser a su padre dándole a entender que seguía despierto.

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