Reservo una cama en un hotel próximo a la pequeña estación y dejo allí mi mochila. En caso de no encontrar a mi amigo, siempre puedo descabezar un sueño en el hotel, mientras hago tiempo para coger el primer tren de la mañana.
En una pequeña tienda que abre de noche, tomo un cuenco de caldo de arroz con alubias mungo que disipa totalmente mi fatiga. Voy a preguntarle a un mando que está tomando el fresco, tumbado en un sillón delante de la oficina del recaudador, para averiguar si existe aquí un equipo de prospección geológica. Se incorpora al punto y me dice que sí, a unos dos lis de aquí, dice en un primer momento, no, a unos tres lis, todo lo más cinco. Al final de esta calle, allí donde no hay ya ninguna farola, hay que doblar una callejuela, atravesar unos arrozales, y luego un pequeño río, por un puente. Del otro lado, no muy lejos, hay algunas casas de pisos de estilo moderno, completamente aisladas, que albergan al equipo de prospección geológica.
A la salida del pueblo, el cielo está tachonado de una multitud de estrellas que iluminan la noche estival. Por doquier resuena el croar de las ranas. Ando metiendo los pies en los charcos de agua, pero no me fijo en ello, pues pienso únicamente en encontrar a mi amigo. Y a eso de medianoche termino por llamar a su puerta en la oscuridad.
– ¡Tú por aquí! -exclama él, loco de alegría.
Es fuerte y corpulento y de una estatura imponente. Vestido con pantalón corto, el torso desnudo, me asesta unos golpes con el abanico de junco que lleva en la mano, lo que me da un poco de aire. Era también una costumbre entre los compañeros ésa de darse unas buenas palmadas en la espalda. En aquella época, yo era el pequeño de la clase y mis compañeros me llamaban «diablillo». Hoy en día, evidentemente, soy un «viejo diablo».
– ¿De dónde sales?
– ¡De debajo de la tierra!
También yo estoy loco de alegría.
– Trae aguardiente, o mejor no, sandía, pues hace demasiado calor -le dice a su mujer.
Ésta es una mujer robusta que trasluce honestidad. Debe de ser natural de aquí. Se limita a reír, sin decir palabra. Es evidente que, al crear una familia, él no ha perdido su amabilidad de antaño.
Me pregunta si recibí el manuscrito que me envió y me explica que ha leído las obras que yo he ido publicando estos últimos años. Pensando que debía de tratarse de mí, dirigió su manuscrito a la redacción de una revista que publicó uno de mis artículos, pidiendo que me lo hicieran llegar.
Me explica que escribió eso porque tenía ganas de pelea, porque no podía aguantarse más. Un globo sonda, en cierto modo.
¿Qué podía decirle yo? Su novela contaba la historia de un niño del campo cuyo abuelo era un viejo hacendado. En la escuela estaba mal visto por sus compañeros y, cada día, oía al profesor explicar que era preciso desmarcarse claramente de los enemigos de clase. Pensando que, al fin y al cabo, todas sus desgracias provenían de este anciano enfermo que no se acababa de morir nunca, ponía en su infusión una flor salvaje venenosa, esa misma que hay que retirar cuando se corta la hierba para los cerdos. Al amanecer, a la hora en que los altavoces difundían El Oriente es rojo para llamar a los campesinos al trabajo, el chiquillo encontraba a su abuelo muerto, tendido en el suelo, con la boca llena de una negra sangre. Describía el estado de ánimo de este niño que miraba este mundo incomprensible con los ojos de un pequeño campesino. Yo le pasé este manuscrito a un redactor conocido mío. Me lo devolvió sin emplear las fórmulas que habitualmente se utilizan en los medios literarios cuando se devuelve un manuscrito. No era el tono oficial del tipo: la intriga no está suficientemente trabajada, la concepción general de la obra no es lo bastante elevada, los caracteres no están del todo elaborados, o bien la obra no es lo suficientemente típica, no, me dijo simplemente que estaba bien escrito, pero que el autor iba demasiado lejos y que las autoridades no permitirían nunca su publicación. Yo lo único que había podido decirle es que el autor trabajaba en el campo como prospector geológico, que estaba habituado a los senderos de montaña y que no podía conocer los límites impuestos en el mundo literario que no era posible transgredir. Le cuento esto con franqueza.
– Bueno, ¿y cuáles son esos límites? -pregunta él con un aire perdido detrás de sus gafas. Sigue pareciéndose a la rata de biblioteca llamada Pierre. ¿Acaso los periódicos no han reafirmado recientemente la libertad de creación y la necesidad que tiene la literatura de describir la realidad?
– Es precisamente a causa de esta jodida realidad por lo que yo he tenido problemas y por lo que estoy aquí -le digo.
Se echa a reír.
– También ha sido jodido para la historia de esta «amazona del río».
Coge la foto y la guarda en un cajón.
– La conocí cuando yo vivía en este templo en ruinas por mi trabajo de prospección. Durante todo el día, ella me hacía partícipe de sus preocupaciones. Llené un cuaderno entero. Ésta es su experiencia.
Saca de un cajón un cuaderno que agita hacia mí.
– Da ampliamente para escribir un libro, cuyo título ya lo tengo pensado, y que sería Notas del templo en ruinas.
– No es un título para una novela de capa y espada.
– Por supuesto que no. Si te interesa, llévatelo y échale un vistazo. Puede servir de materia para una novela.
Luego guarda el cuaderno en el cajón y le dice a su mujer:
– Pensándolo bien, es mejor que traigas aguardiente.
– No me hables de escribir una novela -le digo-. Ahora, no consigo ya ni siquiera publicar mis viejos textos. Tan pronto como ven mi nombre me devuelven mis manuscritos.
– También tú harías mejor ocupándote prudentemente de la geología en vez de escribir lo que sea -le interrumpe su mujer trayendo el aguardiente.
– Entonces, ¿a qué te dedicas ahora? ¡Cuéntame!
Se muestra lleno de solicitud hacia mí.
– Vagabundeo de aquí para allá para escapar de la censura. Me fui hace ya varios meses. Cuando la tempestad se haya calmado, intentaré volver. Si la situación degenera, buscaré un lugar para poner pies en polvorosa. De todos modos, no pienso dejar que me metan en un campo de reeducación por el trabajo como a un manso cordero, como a los viejos derechistas de los años cincuenta.
Y nos echamos a reír.
– Voy a contarte una historia divertida, ¿de acuerdo? -pregunta-. He formado parte de un pequeño destacamento al que las autoridades dieron la orden de buscar minas de oro. ¿Quién hubiera creído que en plena montaña íbamos a capturar a un hombre salvaje?
– Bromeas. ¿Le viste con tus propios ojos?
– ¡No sólo lo vi, sino que además lo capturamos! Algunos estábamos buscando un atajo en la montaña para volver al campamento antes de que cayera la noche. Debajo de una cresta, había un bosque que había sido quemado y había sido plantado de maíz. En ese campo, totalmente amarillo, se veía moverse algo, sin duda una bestia salvaje. Para nuestra seguridad, íbamos armados cuando andábamos por esos lugares. Enseguida pensamos que se trataba de un oso o de un jabalí. No habíamos encontrado oro, pero la suerte nos sonreía a pesar de todo, ya que íbamos a conseguir carne. Algunos rodearon el lugar donde se le veía moverse, pero la cosa aquella debía de habernos oído, dado que emprendió la huida en dirección al bosque. Debían de ser más o menos las tres de la tarde. El sol declinaba ya hacia el oeste, pero el pequeño valle estaba aún perfectamente iluminado. Cuando la cosa aquella se puso a moverse, su cabeza asomó entre los tallos de maíz. ¡Y allí descubrimos a un hombre salvaje con unos pelos que le llegaban hasta los hombros! Todos los muchachos le vieron. Estaban en el colmo de la excitación y exclamaban a voz en grito: «¡Es el hombre salvaje! ¡Es el hombre salvaje!». «¡No dejéis que se escape!», gritaba otro mientras disparaba. Trabajaban durante todo el año en las montañas y raramente tenían ocasión de pegar un tiro. Se desquitaban. Llevados por el entusiasmo, corrían, daban gritos, descargaban sus armas. Al final, le obligaron a salir. Desnudo como vino al mundo, con sus partes al aire, se rindió, manos en alto, pero dio un traspié y se cayó al suelo cuan largo era. No llevaba más que un par de gafas atadas detrás de la cabeza con un hilo bramante. Los cristales totalmente redondos estaban gastados, como de cristal deslustrado.