La noche siguiente, con el cielo tachonado de estrellas, llegamos a una localidad donde llamamos a la puerta de una posada. Había allí un anciano que estaba de guardia, y ningún cliente. Las puertas de las habitaciones estaban abiertas y cada uno ha elegido una para sí. Mi amigo el abogado ha venido a continuación a la mía para charlar, luego su compañera ha manifestado por su parte que tenía miedo de quedarse sola. Se ha metido bajo las mantas de la cama vacía y ha seguido nuestra conversación.
Él conoce toda una serie de historias extraordinarias, muy distintas de las del soldado retirado. Su trabajo de abogado le ha permitido leer toda clase de archivos, declaraciones o expedientes. Ha tenido contacto directo incluso con criminales y los describe de manera vivísima, sobre todo a aquellos implicados en crímenes sexuales. Su amiga, aovillada como un gato bajo las mantas, preguntaba sin cesar: «¿Es eso cierto?».
– ¡Por supuesto que es cierto! Yo mismo he interrogado incluso a muchos culpables. Hace dos años, cuando se llevó a cabo una campaña contra los vagabundos sospechosos de crímenes, fueron detenidos ochocientos en el mismo distrito. En su mayoría no eran más que enamorados no correspondidos a los que no se podía imponer más que penas mínimas. Los que podían ser condenados a la pena capital eran menos numerosos todavía. Sin embargo, varias decenas de ellos fueron fusilados por una orden llegada de arriba, lo cual puso en aprietos a algunos mandos de la seguridad pública más conscientes que los demás.
– ¿Abogaste por ellos? -le he preguntado.
– ¿Y de qué hubiera servido? Esta lucha contra la criminalidad era una ofensiva de un movimiento político, resultaba imposible atajarlo.
Se ha sentado en la cama, con un pitillo en los labios.
– Cuenta la historia de la gente que bailaba desnuda -le ha sugerido su amiga.
– En un barrio de las afueras había un silo en desuso, debido al hecho de que los campos han sido devueltos a los campesinos y la gente almacena en sus casas sus reservas de trigo. Todos los sábados, a partir de la caída de la noche, una pandilla de chicos del pueblo se dirigían allí para bailar, con un radiocasete y una chavala en el sillín de su bici o de su moto. La puerta estaba vigilada, la entrada prohibida a los campesinos de ese perdido lugar. Situadas muy alto, las ventanas no permitían ver el interior. Movido por la curiosidad, un aldeano acabó subiéndose a una escalera, pero aquello estaba demasiado oscuro para que pudiera verse nada. No se oía más que música. Pese a todo, dio aviso a la policía, que realizó una inspección y detuvo a más de un centenar de jóvenes, que en su mayoría no tenían más de veinte años, hijos de los mandos locales, jóvenes trabajadores, jóvenes comerciantes y vendedores, jóvenes desocupados. También había alumnos de instituto, aún adolescentes. Cierto número de ellos fue condenado, algunos a penas de reeducación por el trabajo, y otros fueron fusilados.
– ¿Bailaban realmente desnudos?
– Algunos sí que lo hacían, pero la mayor parte se entregaban a simples tocamientos. Por supuesto, otros hacían también el amor. Una muchacha, de apenas veinte años, declaró haber sido poseída por más de doscientos tíos, como para volverse loca.
– ¿Cómo estaba segura del número? -ha seguido preguntando ella.
– Explicó que, totalmente alelada, se había dedicado simplemente a contarlos. Yo la vi, hablé con ella.
– ¿Y no le preguntaste cómo pudo llegar a ese extremo? -le he preguntado a mi vez.
– Ella declaró que ante todo la había movido la curiosidad. Antes de ir a dicho lugar no tenía ninguna experiencia sexual, pero, una vez abierta la espita, era imposible cerrarla, éstas fueron sus propias palabras.
– Era seguramente la pura verdad -dice ella, acurrucada bajo las mantas.
– ¿Cómo era? -le he preguntado yo.
– No te lo hubieras creído de haberla visto: muy normalita, con un físico incluso bastante corriente, inexpresiva, nada de fulana, con la cabeza rapada, imposible ver sus formas con su uniforme de prisionera, pero era pequeña, con una cara totalmente redonda. Es verdad que hablaba sin pelos en la lengua y respondió a todas las preguntas sin alterarse en ningún momento.
– Por supuesto… -ha dicho ella en voz baja.
– A continuación, fue ejecutada.
Hemos guardado silencio un buen rato antes de que yo siguiera preguntando:
– ¿Bajo qué acusación?
– ¿Acusación? -Parecía hacerse la pregunta a sí mismo-. Debía de ser «incitación al libertinaje», pues no había ido sola, sino que había llevado allí a otras chicas. Por supuesto, las otras corrieron la misma suerte que ella.
– La cuestión estribaba en saber si ella también había tratado de seducir y de incitar a la violación a otras personas -he dicho yo.
– No hubo violación propiamente dicha. Leí las declaraciones. La incitación a la violación es muy difícil de probar.
– En esas circunstancias… no resulta fácil de probar -ha añadido ella.
– ¿Y el móvil, entonces? ¿Qué intención tenía llevando a otras chicas allí? Tal vez fueron los chicos los que querían que lo hiciera o bien algunos debieron de darle dinero para hacerlo.
– Eso mismo le pregunté yo. Ella declaró que no lo había hecho más que con chicos que conocía, que había comido, bebido y se había divertido con ellos, que nadie le había dado ningún dinero, que tenía un trabajo, había recibido una educación y trabajaba en una farmacia o un dispensario donde estaba encargada de los medicamentos…
Ella ha espetado:
– Eso no tiene nada que ver con la educación. No era una prostituta, sino simplemente una enferma mental.
– ¿Qué tipo de enfermedad? -he preguntado yo.
– ¡Menuda pregunta para un escritor! Se sintió degradada y quiso que el resto de las chicas se envilecieran juntamente con ella.
– Sigo sin entenderlo.
– En realidad, lo has entendido perfectamente -ha replicado ella-. Todo el mundo sabe lo que es el deseo sexual, pero, como era muy desdichada sin duda porque amaba a algún hombre que no le correspondía, quería vengarse. Y contra lo primero que se vengó fue contra su propio cuerpo…
– ¿Y tú qué opinas de ello? -ha preguntado el abogado volviéndose hacia su amiga.
– ¡Si tuviera que caer tan bajo, primero te mataría!
– ¿Hasta este extremo llega tu crueldad? -ha replicado él.
– Todo el mundo tiene en sí un fondo de crueldad -he dicho yo.
– El problema consiste en saber si se debería aplicar o no la pena de muerte -ha añadido el abogado-. Pienso que, en principio, sólo los traficantes de drogas y los pirómanos son merecedores de la pena de muerte porque causan daño a la vida ajena.
– ¿Y la violación no es acaso un delito? -ha dicho ella incorporándose.
– Yo no he dicho tal cosa, pero pienso que la incitación al libertinaje no fue probada, pues ese tipo de delito implica siempre a dos personas.
– E incitar a la violación de las muchachas, ¿no es acaso un delito?
– Habría que ver lo que se entiende por muchacha: depende de si tiene menos de dieciocho años.
– ¿Por qué antes de los dieciocho años no puede haber deseo sexual?
– La ley debe fijar siempre límites.
– Paso de la ley.
– Pero la ley no pasa de ti.
– ¿Y qué tiene que ver conmigo? Yo no cometo ningún delito, siempre sois los hombres los que los cometéis.
Nos echamos a reír.
– ¿De qué te ríes? -dice ella dirigiéndose a él.
– Tú eres peor que la ley, ¿acaso te dedicas a controlar hasta la misma risa? -ha dicho él volviéndose hacia ella.
Sin preocuparle ir vestida sólo con ropa interior, se ha desperezado y le ha mirado fijamente:
– Pues bien, dímelo francamente, ¿has ido alguna vez de putas? ¡Dímelo!
– No.
– ¡Cuéntale la historia de la sopa de tallarines! A ver qué piensa él.
– ¿Por qué?, ¿qué tiene de especial? No era más que un cuenco de sopa de tallarines.