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Ya has llegado al pueblo de Wuyi, a esta larga callejuela empedrada de losas con las roderas de las carretillas profundamente marcadas, y de golpe vuelves a tu infancia, a esa aldehuela de montaña en la que pasaste casi toda tu infancia. Pero ya no ves carretillas empujadas a mano. El tintineo de los timbres de las bicicletas ha reemplazado al crujir de los ejes de azufaifo engrasados con aceite de soja. Aquí, para ir en bicicleta, es preciso tener verdadero talento de equilibrista para colarse, con una gran bolsa colgada del sillín, entre los transeúntes, las palancas, las carretas tiradas a fuerza de brazos, los puestos de las tiendas. Es difícil evitar los juramentos, pero en este guirigay de risas, de gritos de los vendedores ponderando sus productos y de los clientes regateando, parecen llenos de vida. Respiras los olores mezclados de legumbres en conserva, de tripas de cerdo, de cuero recién curtido, de terebinto, de paja de arroz, de cal. Tu mirada se vuelve a ambos lados de la calle, a las tiendas de frutos secos, de soja, de aceite, de arroz, a la farmacia que expende medicamentos chinos y occidentales, a la tienda de telas y sederías, al puesto de calzado, al vendedor de té, al puesto del carnicero, al sastre, al hornillo para hervir el agua, a la alfarería y a las cuerdas, a los bazares de incienso y de moneda funeraria de papel. Todos los tenderetes se tocan uno a otro, sin grandes cambios sin duda desde los tiempos de los Qing. El viejo restaurante «La Prosperidad Auténtica» donde se entrechocan constantemente las perolas de fondo plano llenas de raviolis fritos ha recuperado su letrero que había sido roto, y su banderola que anuncia un restaurante de «primera categoría» ondea al viento. El centro comercial gestionado por el Estado es evidentemente el que tiene más y mejor presencia. El edificio de cemento de dos plantas ha sido remozado y un escaparate ha reemplazado a la antigua fachada, pero el polvo que lo recubre parece no haber sido quitado jamás. Los escaparates de los fotógrafos son también muy llamativos. Están llenos de fotos de chicas en actitudes coquetas o que van trajeadas y maquilladas. Son bellezas locales que parecen menos lejanas para el público que las estrellas de los carteles de cine. Y este lugar ha sido realmente cuna de bellezas más hermosas que el jade, de perfumadas mejillas, con pintadas cejas minuciosamente retocadas por el fotógrafo, con unos rojos demasiado rojos y unos verdes demasiado verdes. Se ofrecen también ampliaciones de fotos en color. Un anuncio indica que pueden tenerse en veinte días, pero se silencia el hecho de que hay que ir a la cabeza de distrito a revelarlas. De no haber sido afortunado, acaso habrías nacido en este pueblo, habrías crecido aquí, habrías creado una familia casándote con una de estas bellezas que ya haría tiempo que te hubiese dado hijos e hijas. Te sonríes ante la idea y te apartas a toda prisa para evitar que la gente se crea que te interesas por alguna de ellas y se llamen a engaño. Dejas vagar tu mente observando las buhardillas que hay por encima de los escaparates. De las ventanas cuelgan unas cortinas y sus antepechos están adornados con tiestos de flores o bonsáis. No puedes dejar de preguntarte cómo vive la gente que habita aquí. Hay una alta torre cerrada con candado. Sus pilares inclinados, sus remates de cabrios y su barandilla de madera tallada totalmente podridos hablan bien a las claras del poder que disfrutaban antaño sus moradores: el destino del propietario de esta casa y de sus descendientes deja pensativo. En la tienda de al lado, en cambio, se venden pantalones vaqueros y camisetas estilo Hong Kong, así como medias de nailon. Unos anuncios publicitarios que muestran a unas mujeres extranjeras enseñando las piernas están pegados en la pared. Sobre la puerta hay colgado un rótulo en caracteres dorados: Nueva sociedad de explotación tecnológica, sin que se sepa muy bien de qué tecnología se trata. Un poco más lejos, un escaparate lleno de un montón de cal viva. Es el final de la calle, y el edificio que hay más lejos debe de ser una fábrica de fideos de arroz. Un espacio vacío se halla plantado de postes entre los que hay tendidos unos alambres de los que cuelgan los fideos. Vuelves la cabeza y te introduces por una calleja que arranca al lado del puesto del vendedor de té. Te pierdes de nuevo en tus recuerdos.

Detrás de una entrada medio oculta, un pequeño patio húmedo. Un jardincillo yermo, desierto. En una esquina, un montón de escombros. Te acuerdas de este patio situado cerca de tu casa y cuya tapia de piedra se había venido abajo. Te asustaba y te atraía a la vez. Pensabas que las zorras que aparecen en los cuentos venían de allí. Después de clase, no podías evitar el ir allí solo, atenazado por la angustia. Nunca viste zorra alguna, pero este sentimiento de misterio ha acompañado siempre tus recuerdos de infancia. Había allí un banco de piedra roto y un pozo sin duda seco. En pleno otoño, el viento soplaba sobre el tejado donde crecían unas hierbas de un amarillo dorado y el sol brillaba en todo su esplendor. Estas mansiones cuya puerta permanece cerrada tienen su historia. Se parece en todo a una historia antigua. En invierno, el viento silbaba en las callejuelas. Calzado con unos zapatos nuevos forrados, venías con otros niños a golpear los pies en el suelo para calentarlos en la esquina de este muro y, por supuesto, te acuerdas de esta canción infantil:

Durante la luna llena, a caballo, quemo el incienso, a la Gran Hermana Lou he matado, a la señorita del guisante he puesto nerviosa, los guisantes ella ha recogido, pero tenían su vaina vacía, con el padre Ji ella se ha casado, el padre Ji es demasiado pequeño, con el cangrejo ella se ha casado, el cangrejo el foso ha atravesado, la babosa ella ha pisado, la babosa la ha denunciado, ante el monje se ha quejado, las sutras ha recitado, a Guanyin ha rezado, a Guanyin ella ha meado, un diablillo ha meado, eso le ha provocado dolor de tripa, al santo de la Riqueza yo he llamado, y en trance él ha entrado, pero de nada ha servido, pues doscientas monedas he malgastado.

Sobre el tejado, las hierbas secas o vivas, blancas o verdes, se mecen suavemente al viento. ¿Cuántos años hace que no habías vuelto a ver estas hierbas en los tejados? Descalzo, haces resonar tus pasos sobre estas losas de piedra profundamente marcadas por las roderas de las carretillas y emerges de tu infancia, emerges en el presente. La planta de tus pies descalzos y sucios resuena delante de ti. Pero que hayas taconeado realmente los pies en el suelo no es lo más importante. De lo que tienes necesidad es de esta imagen interior.

Terminas por salir de este dédalo de callejuelas y llegas a la carretera principal; allí, el autobús procedente de la cabeza de distrito da media vuelta y vuelve a partir al instante. Al borde de la carretera, la estación de autobuses. En el interior, una ventanilla de venta de billetes y unos largos bancos. Ha sido allí donde has bajado del autobús hace un rato. Casi enfrente, una casa baja, un hotel de paredes encaladas con una inscripción: Bonitas habitaciones en el interior. Vas a ver y lo encuentras limpio. En cualquier caso, tienes que encontrar un alojamiento. Entras. Una sirvienta de avanzada edad está barriendo el pasillo. Le preguntas si hay alguna habitación libre. Ella se limita a responder que sí. Le preguntas a qué distancia se encuentra Lingshan. Ella te mira con cara de pocos amigos, lo cual significa que estás en un hotel público. Ella viene aquí a ganarse su salario mensual, no tiene nada que añadir.

– La número dos. -Con el mango de su escoba te señala una puerta abierta.

Entras, con tu mochila en la mano. En el interior, dos camas. En una de ellas hay tumbado un hombre, con las piernas encogidas y un libro entre las manos. Su título, Biografía no oficial de la zorra, está escrito en el papel de embalar con que están forradas las tapas. Haces una seña a este hombre. Él deja su libro y te dirige a su vez un cabeceo.

– Buenos días.

– ¿Acabas de llegar?

– Sí.

– ¿Fumas? -Y te lanza un pitillo.

– Gracias. -Te sientas en la cama de enfrente de la suya. Tiene necesidad de alguien con quien charlar.

– ¿Cuánto tiempo llevas por aquí?

– Unos diez días. -Se sienta y enciende su pitillo.

– ¿Has venido de compras? -preguntas tú como por casualidad.

– Me dedico al negocio de la madera.

– ¿Es fácil la cosa por aquí?

– ¿No conoces las normas? -replica él, muy interesado.

– ¿Qué normas?

– Las normas del plan nacional.

– No.

– Pues, entonces, es difícil. -Se despereza de nuevo.

– ¿Escasea también por estas regiones forestales la madera?

– De madera hay, pero por lo que se refiere a los precios es otro cantar. -Ha advertido que no eres entendido en la materia y responde con desgana.

– ¿Esperas que bajen los precios, no es así?

– Hmm -asiente él vagamente, luego vuelve a coger el libro.

Tienes que hacerle uno o dos cumplidos para poder sacarle un poco de información:

– ¡Muchas cosas debéis de saber vosotros, que vais a todas partes a comprar material!

– En absoluto -responde él con modestia.

– ¿Cómo puede ir uno hasta Lingshan?

No hay respuesta. No te queda más remedio que explicarle que has venido a ver el paisaje y le preguntas dónde se encuentran bellos parajes.

– A orillas del río hay un pabellón. Si uno se sienta allí para contemplar la montaña de enfrente, no está mal.

– Te dejaré descansar -digo en un tono neutro.

Dejas la mochila y te vas a apalabrar el alquiler de la habitación con la sirvienta antes de salir. En el extremo de la carretera principal se encuentra el embarcadero. Unos pronunciados escalones de piedra descienden más de diez metros. Hay atracadas allí unas barcas cubiertas de esterillas negras, provistas de largos bicheros de bambú. El escaso caudal del río fluye en un anchísimo lecho. Salta a la vista que no es la estación de las crecidas. En la orilla de enfrente hay una barcaza en la que la gente se apretuja. Todas las personas sentadas en los escalones de tu lado también la esperan.

Por encima del muelle, en el dique, se alza efectivamente un pabellón de tejado curvo. Alrededor, no se ven más que cestas de bambú trenzado. En el interior hay sentados unos campesinos de la margen opuesta que han terminado de vender su mercancía. En su charla, tienes la impresión de reconocer la lengua de los cuentos de los tiempos de los Song. El pabellón ha sido pintado recientemente. Bajo el alero, unos motivos de dragones y de fénix de vivos colores, y en las dos columnas delanteras, frente por frente, dos sentencias pararelas:

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