Andas constantemente en busca de tu infancia, se ha convertido en una verdadera enfermedad. En todos los lugares donde has vivido, tienes necesidad de reencontrar la casa, el patio, la calle que obsesionan tus recuerdos. Te acuerdas de que viviste en el piso de un pequeño edificio aislado delante del cual se extendía un terreno cubierto de escombros. Ignoras si eran los restos de un incendio o de un bombardeo. Entre las paredes en ruinas crecía mijo, y a veces, bajo las tejas y los ladrillos rotos, se introducían grillos. Uno de ellos, particularmente vivaracho, llamado el Moreno, producía un sonido estridente cuando agitaba sus alas de un negro brillante. Otro, llamado Amarillejo, era de gran tamaño, peleón, con unos dientes perfectamente visibles. Pasaste horas maravillosas en esa explanada cubierta de cascotes.
Te acuerdas de que viviste también al fondo de un gran patio de vecindad cuya entrada estaba cerrada por una grande y maciza puerta negra, tenías que ponerte de puntillas para alcanzar la anilla de hierro que servía de aldaba. Una vez abierta la pesada puerta, tenías que dar la vuelta a la pared-pantalla enmarcada por una pareja de unicornios esculpidos en piedra, con el cuerno brillante a fuerza de haber sido gastado por los niños que lo acariciaban cada vez que pasaban. Detrás de la pared-pantalla, descubrías un patio interior húmedo, uno de cuyos rincones estaba cubierto de musgo. Era allí donde se arrojaba el agua sucia y el lugar estaba resbaladizo. En esa época, criabas un par de conejos albinos. Uno fue mordido en su jaula de hierro por una comadreja. El otro desapareció un poco más tarde. Lo encontraste al cabo de algunos días mientras jugabas en el patio trasero, con el pelaje manchado, ahogado en un orinal. Lo examinaste largo rato y, a partir de aquel día, recuerdas no haber jugado nunca más en ese patio.
También te acuerdas de haber vivido en un patio de vecindad con la puerta en forma de luna, donde crecían unos crisantemos de un amarillo de oro y gallocrestas púrpura; quizá era debido a estas flores por lo que los rayos del sol brillaban tanto en el patio. En el fondo, una portezuela daba a una escalera de piedra, al pie de la cual se extendían las aguas de un lago. Las noches de mediados de otoño, las personas mayores abrían esta puerta e instalaban allí una mesa repleta de pasteles de forma redonda, pipas de sandía y fruta. Podía admirarse allí la luna sobre el lago, mientras la gente mascaba pipas de sandía y bebía té. En la lejanía, las aguas oscuras se juntaban con el cielo donde brillaba el astro, totalmente redondo. Otra luna resplandecía en las aguas, alargada en desmesura. Una noche, fuiste solo hasta allí y retiraste la tranca de la puerta. Te quedaste al punto cautivado por las aguas del lago, sombrías y calmas. Esta belleza era demasiado profunda, insoportable para un niño, saliste huyendo. Y a continuación, cuando volvías a pasar cerca de esta puerta, tenías mucho cuidado de no tocar la tranca.
Asimismo te acuerdas de que viviste en otra casa, con un jardín de flores, pero únicamente recuerdas que podías jugar a las canicas en la estancia pavimentada de baldosines decorados, situada debajo de tu habitación. Tu madre te prohibía jugar en el jardín. En esa época, estabas enfermo y pasabas la mayor parte del tiempo guardando cama; no podías más que jugar a las canicas de todos los colores en tu habitación. Cuando tu madre no estaba allí, te ponías de pie sobre la cama para mirar afuera, agarrándote a la ventana, los pabellones multicolores de los transatlánticos que ondeaban al viento en el muelle.
Has vuelto a estos antiguos lugares, pero no has encontrado nada de todo ello. El lugar cubierto de cascotes, el pequeño edificio, la grande y pesada puerta negra con una anilla de hierro, la callejuela tranquila que pasaba por delante, todo ha desaparecido, e incluso el patio con su pared-pantalla. En su lugar, tal vez, ha sido construida una carretera asfaltada por donde circulan camiones de cláxones estridentes, cargados de mercancías, que levantan polvo y envoltorios de polos, autobuses de línea con los cristales desvencijados, las bacas cubiertas de maletas y de bultos llenos de toda clase de productos locales, de ropas de confección y de artículos de uso corriente, objetos de comercio de lo más variado; el suelo está cubierto de pipas de sandía y de cortezas de caña de azúcar escupidas desde las ventanas. Ya no hay musgo, ni puerta en forma de luna, ni crisantemos de un amarillo de oro y gallocrestas púrpura, ni reflejos que se alargan en las aguas del lago, ni soledad ni profundidad aterradora, sólo una fila de edificios rudimentarios de ladrillo rojo a lo largo de un angosto pasaje con una estufa de carbón delante de cada puerta. En la margen del río, el chasquido de los pabellones de los barcos ha enmudecido. No hay más que almacenes, almacenes, almacenes, un depósito, almacenes, un depósito, almacenes, sacos de cemento en cajas de cartón, sacos de abono de grueso plástico, y gritos o cantos penetrantes, vomitados por los altavoces que difunden programas radiofónicos.
Has andado así errante, de una ciudad a otra, de una cabeza de distrito a una cabeza de cantón, de una capital de provincia a otra, de otra cabeza de cantón a otra cabeza de distrito, y así sucesiva, interminablemente. Un buen día, por azar, descubriste de repente una vieja casa con la puerta abierta de par en par, en una callejuela claramente olvidada por la planificación urbana, o que la planificación urbana no tuvo en cuenta, o bien que el plan no tiene intención de tomar en cuenta, o incluso que es imposible incluir en el plan. Te detuviste en el umbral y contemplaste el patio interior donde se estaba secando la ropa en unos tallos de bambú. Tuviste la impresión de que te hubiera bastado con entrar para retornar a tu infancia y volver a dar vida a tus vagos recuerdos.
Te has dado cuenta de que los lugares por los que has pasado te permitían también reencontrar efectivamente las huellas de tu infancia: el estanque cubierto de lentejas de agua, las posadas del pequeño pueblo, las ventanas del edificio que daba a la calle, el puente de arcos de piedra y las embarcaciones planas pasando por debajo, los escalones que conducían a la puerta trasera de las casas al borde del río, un pozo seco abandonado; todo se mezcla con tus recuerdos de infancia y provoca en ti una nostalgia irreprimible, aun cuando no se trate en absoluto de un lugar donde tú hayas vivido. Estas viejas casas de tejas verdes de la orilla del mar, por ejemplo, y estas mesitas cuadradas instaladas delante de las viviendas para tomar té y aprovechar el fresco, reaniman en ti la nostalgia del terruño. Por ejemplo, también esta tumba del poeta de los Tang, Lu Guiroeng, tal vez un simple túmulo que guarda sus pertenencias personales, situado en un patio, detrás de una vieja escuela cubierta de hiedra y de cáñamo silvestre, del que nunca habías oído hablar. Al lado, se extendían arrozales y crecía un viejo árbol. El sol oblicuo de la tarde acrecentaba tu melancolía. Menos necesario aún es hablar de esos patios con una torre de las regiones de la etnia yi, cerrados, desiertos y solitarios, que ni tan siquiera en sueños habías visto jamás, de esas construcciones de madera sobre pilotes de las aldehuelas miao divisadas de lejos en la ladera de una montaña que te recordaban también alguna cosa. No puedes dejar de preguntarte si no has tenido una vida anterior de la que conservarías algunos retazos, a menos que no sea el resultado de una vida futura. Estos recuerdos son tal vez igual que el aguardiente, siguen también un proceso de destilación y te embriagan con su aroma.
¿Qué son en definitiva los recuerdos de infancia? ¿Cómo se puede probar su existencia? Es preferible guardarlos en uno mismo, ¿para qué contrastarlos?
Te das cuenta de repente de que la juventud, cuyo rastro andas buscando en vano, no se ha desarrollado forzosamente en un lugar determinado. ¿No ocurre lo mismo con lo que llamamos la tierra natal? Los humos azulados que flotan por encima de los tejados de teja de los pequeños pueblos, el crepitar del fuego que canta en los hornos de leña, los pequeños insectos casi transparentes, amarillos, de largas patas finas, los hogares en las casas de los montañeses y las colmenas de madera que cuelgan en la pared, cerradas con tierra, provocan en ti la nostalgia del terruño. He aquí la tierra natal que ves en sueños.
Por más que vivas en la ciudad, que hayas crecido en la ciudad, que hayas pasado casi toda tu vida en ella, sigues sin poder considerar las ciudades como tu tierra natal. Tal vez porque son demasiado gigantescas, todo lo más un rincón, una habitación, un instante pueden despertar en ti un recuerdo. Y es tan sólo en estos recuerdos donde puedes protegerte sin sufrir heridas. A fin de cuentas, en este mundo inmenso, no eres más que una gota de agua en el mar, débil y minúscula.
Debes saber que lo que buscas en este mundo es raro, tu avidez es exagerada. Todo cuanto puedes obtener en definitiva son vagos recuerdos, indistintos como tus sueños, nunca recuerdos que puedan valerse de las palabras. Cuando quieres contarlos, no quedan más que frases bien ordenadas, algunos fragmentos pasados por la criba de las estructuras del lenguaje.