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Es preciso que abandone esta cueva. Tres mil doscientos metros de altitud, tres mil cuatrocientos milímetros de agua de lluvia anuales, dos días de buen tiempo al año, un viento aullante que sopla a más de cien metros por segundo: la cima de los montes Wuling, en los confines de las cuatro provincias del Guizhou, Sichuan, Hubei y Hunan, es inhóspita y glacial. He de regresar entre los hombres, reencontrar el sol y el calor, la alegría, la multitud, el tumulto; sean cuales sean los tormentos que tenga que soportar, son el aliento vital de la humanidad.

Paso por Tongren con sus antiguas callejuelas atestadas, cubiertas hasta su centro por los aleros de las casas. Los peatones se ven empujados sin cesar por los cestos de bambú de los transeúntes. No me entretengo en absoluto y tomo tan pronto como me es posible un autobús de línea. Esa misma tarde, llego a una pequeña estación de autobuses llamada Yubing. Al lado, han sido construidos recientemente unos pequeños alojamientos privados. Tomo una habitación minúscula con una cama individual por todo mobiliario. Los mosquitos son agresivos, pero me asfixio bajo el mosquitero. Fuera, resuena una música demasiado fuerte mezclada con conversaciones entrecortadas por lloros y alaridos que ponen la piel de gallina. Se proyecta una película al aire libre en la cancha de baloncesto, ese tipo de películas que cuentan sempiternas historias, trágicas o alegres, de separaciones y de reencuentros, ambientadas en distintas épocas.

A las dos de la mañana, tomo un tren para Kaili. Al amanecer, llego a la cabeza de distrito de la región autónoma miao.

Me informo sobre la fiesta de los barcos-dragones que ha de celebrarse en Shitong, una aldea miao. Un mando del comité de las minorías del departamento me explica que la fiesta tendrá lugar este año por primera vez desde hace diez. Vendrán más de diez mil miaos, algunos de los cuales bajarán de las más lejanas aldeas montañesas. Los dirigentes de la provincia y de la región autónoma también asistirán. Le pregunto cómo puedo dirigirme allí y me responde que la fiesta va a tener lugar a más de doscientos kilómetros de distancia, que es imposible ir sin coche. Parece sentirse incómodo cuando le ruego que me lleve hasta allí, pero, a fuerza de parlamentar, acabo por convencerle de que acepte que al día siguiente, a las siete, venga yo a ver si queda alguna plaza para mí.

Al día siguiente, llego con diez minutos de antelación a la sede del comité. Los grandes coches que había aparcados allí la víspera han desaparecido. En el interior, ya no queda nadie. Termino por localizar a un empleado que me dice que los coches han partido hace ya rato. Comprendo que me han tomado el pelo, pero la urgencia hace que se me ocurra una idea. A fin de intimidarle, saco mi carnet de miembro de la Asociación de Escritores que nunca me sirve para nada y que, por lo general, me trae más problemas que otra cosa. Proclamo a voz en grito que vengo especialmente de Pekín para escribir un reportaje sobre esta fiesta y le pido insistentemente que me ponga en contacto con el gobierno del departamento autónomo. Sin sospechar el engaño, hace varias llamadas telefónicas y acaba confesándome que el coche del jefe del departamento todavía no ha salido. Corro a escape hacia la sede del gobierno. La suerte me sonríe, pues el jefe escucha mis explicaciones y, sin hacer ninguna pregunta, me invita a apretujarme en su minibús.

A la salida de la ciudad, en la carretera llena de baches de donde se alza una nube de polvo, se extiende una interminable fila de coches y de camiones en los que se hacinan toda clase de gente. Son los mandos y los empleados de los organismos gubernamentales, e incluso de las escuelas y fábricas del departamento autónomo, rumbo a la fiesta. El jefe del departamento, antiguo rey de los miao, presidirá sin duda la ceremonia. Un mando, sentado al lado del conductor, no deja de vociferar por la ventanilla abierta. Adelantamos de continuo a los otros vehículos y pasamos por varias aldeas antes de encontrarnos bloqueados en un embotellamiento, delante de un embarcadero. Un autobús no consigue subir a la barcaza, sus ruedas delanteras se hunden en el agua. Un imponente Volga, que destaca realmente sobre el resto de vehículos, está también detenido. Corre la voz de que se trata del coche del secretario del Partido del departamento, en el que está bloqueado el gobernador de la provincia. En el embarcadero, unos policías se desgañitan a cuál más. Al cabo de una hora pasada ajetreándose en todas las direcciones con el fin de desplazar los vehículos, empujan el autobús hasta la mitad dentro del agua para conseguir hacer subir el Volga a la barcaza. El minibús puede entonces colocarse detrás del Volga, pegado contra un coche de policía. La barcaza suelta, finalmente, amarras y abandona la orilla.

A las doce en punto, nuestra columna afluye en tropel a la aldea miao levantada a riberas del río Qingshui. El sol asaetea la superficie del agua con sus deslumbrantes rayos. A cada lado de la carretera hay un incesante desfile de coloristas sombrillas y de altos tocados plateados que llevan las mujeres miao. En la calle que bordea el río, se alza un edificio de ladrillo de una planta rematado por una terraza, totalmente nuevo: es la sede de la administración cantonal. A lo largo de la orilla, se suceden las viviendas de madera construidas sobre pilotes de los miao. Desde la terraza de la sede de la administración se percibe, en cada margen, la multitud de cabezas de los paseantes mezcladas con las coloristas sombrillas y los sombreros de amplias alas relucientes de aceite de aleurita, circulando entre los pequeños puestos instalados bajo unos toldos blancos. Varias docenas de barcos-dragones decorados con cintas rojas, con la proa muy alzada, se deslizan en silencio por el brillante y terso río.

Cuando entro en el edificio detrás del jefe, me beneficio del mismo trato dispensado a los mandos que acompaño. Los policías me saludan también a mí poniéndose firmes. Unas muchachas miao ataviadas de fiesta, de ojos brillantes y blancos dientes, traen palanganas de agua y ofrecen a todo el mundo perfumadas toallitas nuevas flamantes para refrescarse. A continuación ofrecen a todos té recién hecho que difunde un sutil aroma. La escena es de todo punto idéntica a las que se ven en los reportajes sobre la visita de un dirigente de Estado a las regiones habitadas por minorías étnicas. Pregunto a uno de los mandos que nos acogen si estas muchachas son actrices de la compañía de canto y danza del departamento.

De hecho, me explica él, son alumnas «de las cinco calidades» del colegio de la cabeza de distrito, que han recibido una formación especial durante toda una semana por el comité de las minorías. Dos de ellas entonan seguidamente para nosotros una canción de amor miao. Los jefes pronuncian algunas palabras de felicitación, luego nos conducen a la sala donde hay preparado un banquete. Se sirve cerveza y soda. Me presentan al secretario del Partido y al jefe del cantón que conocen algunas palabras de chino. Durante el banquete, todo el mundo pondera el talento del cocinero que han hecho venir expresamente de la cabeza de distrito. A cada plato que trae, agita los brazos en señal de denegación. Tras la comida, nos traen de nuevo té y toallitas. Son ya las dos, la regata de los barcos-dragones va a dar comienzo.

El secretario del Partido abre la marcha, acompañado por el jefe del cantón. Las calles están abarrotadas de gente. A la sombra de las casas construidas sobre pilotes, unas muchachas vestidas con faldas plisadas bordadas, venidas un poco de todas partes, terminan de arreglarse. Al ver al grupo escoltado de policías, dejan de peinarse delante del espejo para observar con curiosidad el cortejo que contempla también los tocados, los brazaletes y los collares con que van aderezadas, algunos de varios kilos de peso. Y ya no se sabe quién mira a quién.

Se instalan sillas y bancos en la terraza de un edificio construido sobre pilotes, frente al río. Una vez sentados, cada uno recibe una pequeña sombrilla semejante a las que utilizan las muchachas miao, pero aquéllas pierden su encanto en manos de los cuadros dirigentes. El sol abrasa y se suda bajo las sombrillas. Prefiero descender a la orilla del río para mezclarme con la multitud.

Los olores a tabaco, a col agria, a transpiración, las emanaciones fétidas de los puestos de pescado y de carne de cerdo o de buey se intensifican con el calor. Se vende de todo: tejidos y otras mil mercancías, toda clase de golosinas como pirulíes, cacahuetes, jalea de soja, pepitas de sandía. La animación está en su apogeo: es una algarabía de regateos, de risas, de bromas amorosas, con el ir y venir incesante además de los niños a través del gentío.

Me deslizo con dificultad hasta la orilla, pero soy continuamente empujado, y estoy a punto de caer al agua. Me pongo a salvo saltando dentro de una pequeña embarcación allí amarrada. Delante de mí flota una barca-dragón hecha con el tronco de un árbol gigantesco. Para asegurar su equilibrio, ha sido fijado otro tronco de árbol a cada costado, al nivel de la línea de flotación. Una treintena de marineros, todos vestidos del mismo modo, han tomado sitio en ella, ataviados con pantalón corto, de un color índigo brillante hecho a partir de huesos de búfalo, y tocados con un pequeño sombrero de bambú finamente trenzado. Lucen unas gafas negras y, al cinto, un cinturón metálico centelleante.

En el centro de la embarcación hay sentado un muchacho disfrazado de mujer, con un aderezo de plata y un pasador de chica en la cabeza. De vez en cuando, golpea un gong de nítido sonido que pende delante de él. En la proa de la embarcación se alza una figura de dragón en madera tallada coloreada, de una altura superior a la de un hombre, cubierta de una tela roja que lleva cosidas unas pequeñas banderitas. Atadas a ella hay varias decenas de ocas y de patos vivos, que cacarean sin cesar.

Estallan ristras de petardos y la gente trae ofrendas para el sacrificio. En la proa de la embarcación, un viejo toca el tambor y hace señal a los jóvenes de que se alcen. Un adulto toma en sus brazos una enorme tinaja de vino de arroz y, sin arremangarse los pantalones, se adentra en el agua hasta medio cuerno Dará ofrecer un cuenco a cada uno de los marineros.

Los jóvenes con gafas negras beben a grandes tragos cantando y lanzando gritos de agradecimiento, y a continuación, con la mano, esparcen en el río el vino que queda en el fondo del cuenco.

Un hombre entrado en años, con la ayuda de otro, se adentra a continuación en el agua, trayendo un cerdo vivo, con las patas atadas, que lanza unos estridentes chillidos. La animación está por todo lo alto. Por último, la enorme tinaja y el cerdo son depositados en una pequeña embarcación portaofrendas que sigue a la barca-dragón.

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