Tú sabes que no hago nada más que hablarme a mí mismo para distraer mi soledad. Sabes que mi soledad es irremediable, nadie puede consolarme, no puedo recurrir a otro que a mí como interlocutor de mis discusiones.
En este largo monólogo, «tú» es el objeto de mi relato, en realidad es un yo que me escucha atentamente, «tú» no es más que mi propia sombra.
Mientras escuchaba atentamente a mi propio «tú», te he hecho crear a «ella», porque tú eres como yo, no puedes soportar la soledad, debes encontrar también alguien con quien hablar.
Has recurrido, pues, a «ella» de la misma manera que yo he recurrido a «tú».
«Ella» deriva de «tú» y, de rebote, viene a confirmar mi yo.
«Tú», el interlocutor de mis diálogos, has convertido mi experiencia y mi imaginación en relaciones entre «tú» y «ella», sin que quepa distinguir qué es resultado de la imaginación y qué de la experiencia.
Si ni tan siquiera yo puedo distinguir la parte de lo vivido y la parte de sueño que hay en mis recuerdos e impresiones, ¿cómo podrías, tú, llevar a cabo una distinción entre mi experiencia y mi imaginación? ¿Y es realmente necesaria esta distinción? Por otra parte, no tiene ningún sentido real.
«Ella», creada por tu experiencia y tu imaginación, se ha transformado en toda suerte de fantasmas, se pavonea para atraerte, sólo porque tú querías seducirla, no podías resignarte a la soledad.
En el curso de mi viaje, la suerte y la desgracia de la vida se reducían al camino; estaba enfrascado en mi imaginación, con tu viaje interior como eco; ¿cuál es el más importante de los dos viajes? ¿Cuál es el más real? Esta vieja cuestión irritante puede convertirse en un verdadero tema de discusión o incluso de debate, pero de todas formas no tiene ninguna relación con el viaje espiritual en el que «yo» o «tú» están embarcados.
Tú estás en tu propio viaje espiritual, andas errante por el mundo entero conmigo siguiendo tus pensamientos, y cuando más lejos vas, más te acercas, hasta que, inevitablemente, se vuelve imposible disociarnos; entonces tienes que retroceder un paso y esta distancia que se crea es «él», y «él» es una silueta cuando me abandonas y te alejas.
Ya sea yo o mi reflejo, el rostro de «él» es indistinguible, lo único que se sabe es que es una silueta.
«Tú», que yo he creado, ha creado a «ella», y su rostro sigue siendo por supuesto ilusorio; ¿para qué querer representarlo a toda costa? «Ella» no es más que una imagen aparecida de manera imprecisa por asociación de ideas, flotando confusamente en la memoria, ¿para qué restituir una imagen que cambia sin cesar?
Lo que se designa por «ellas», para ti y para mí, no es más que la reunión de diversas formas de «ella», no otra cosa.
«Ellos» no son tampoco más que las numerosas figuras de «él». El inmenso universo donde todo puede suceder se encuentra fuera de «tú» y de «yo». O dicho de otro modo, «él» no es más que la proyección de mi silueta, es imposible desembarazarme de ella y, puesto que así es, qué le vamos a hacer, ¿para qué?
No sé si has reparado en ello. Cuando hablo de «yo», de «tú», de «ella», de «él», e incluso de «ellos», no hablo más que de mí, de ti, de ella y de él e incluso de ellas y de ellos; no hablo nunca de «nosotros». Pienso que este «nosotros», extraño e hipócrita, es en verdad superfluo.
«Tú» y «ella» y «él» e incluso «ellos» y «ellas», a pesar de que son imágenes quiméricas, tienen para mí un contenido más importante que el pretendido «nosotros». Si digo «nosotros», me entran dudas al instante, pues ¿cuántos «yoes» incluye? O bien, ¿cuántos reflejos opuestos a «yo» hay, siluetas de «tú» y de «yo», de «ella», a los que «él», «tú» y «yo» dan origen bajo forma de fantasmas, así como de «ellos» y «ellas» que son todas las figuras animadas de «él»? Nada más engañoso que este «nosotros».
Sin embargo, puedo decir «vosotros». Cuando estoy frente a varias personas, ya sea para agradar, censurar, montar en cólera, amar, despreciar, estoy en una posición de fuerza, me siento más fuerte que en cualquier otro momento. Mientras que «nosotros», ¿qué sentido puede tener? Salvo una especie de afectación que resulta irremediable. Es por ello por lo que siempre evito este «nosotros», afectado e hipócrita, que no cesa de infatuarse. Si un día llegara a emplearlo, sería indicio de una cobardía y de una esterilidad inconmesurables.
Me he creado mi propio sistema, o más bien una lógica que responde a una especie de relación de causa y efecto. En este mundo caótico, los hombres se han construido siempre sistemas, lógicas, relaciones de causa y efecto para afirmarse. ¿Por qué no iba a inventármelos yo también? Así puedo refugiarme en ellos, establecerme en ellos, en paz con mi conciencia.
Pero mi desgracia es que he despertado el «tú» portador de mala fortuna. En realidad, «tú» no es desgraciado, soy exclusivamente yo la causa de tu desdicha, que nace exclusivamente del amor que siento por mí. Este maldito «yo» no se ama más que a sí mismo con locura.
No sé si en el origen dios y el diablo existieron, eres tú quien ha apelado a ellos, eres al propio tiempo la encarnación de mi felicidad y de mi desdicha, cuando tú desaparezcas, dios y el diablo retornarán al mismo tiempo a la nada.
No podré desembarazarme de mí mismo más que una vez que me haya deshecho de «tú». Pero si un día te reclamo de nuevo, ya nunca más podré alejarme. Entonces me he preguntado cuál sería el resultado si intercambiáramos los papeles. O dicho de otro modo, yo no sería más que tu sombra y tú te convertirías en mi cuerpo real, he aquí un juego divertido. Si tú, puesto en mi lugar, me escucharas atentamente, yo me convertiría en la encarnación de tu deseo, lo cual resultaría de lo más grato. Podría sacarse toda una filosofía de ello y habría que volver a empezar este relato desde un principio.
En última instancia, la filosofía es también un juego del espíritu, se sitúa en los límites que las matemáticas y las ciencias exactas no pueden alcanzar, proporciona estructuras y marcos refinados de toda naturaleza. Cuando las estructuras están acabadas, el juego se detiene.
La diferencia entre la novela y la filosofía nace de que la novela es una producción de la sensibilidad, sumerge en una mezcla de deseos los códigos de los signos arbitrariamente construidos, y, en el momento en que este sistema se disuelve y se transforma en células, aparece la vida. Entonces se asiste a la gestación y al nacimiento, lo cual es aún más interesante que los juegos del espíritu, pero, al igual que la vida, no responde a ninguna finalidad.