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¡Ella dice que te detesta!

¿Por qué? Miras fijamente el cuchillo que ella tiene en la mano.

Dice que has arruinado su vida.

Tú dices que no es aún muy mayor.

Pero tú has echado a perder sus mejores años, ¡dice que has sido tú, tú!

Tú dices que puede comenzar una nueva vida.

Tú, sí, puedes, pero ella dice que es demasiado tarde para ella.

Tú no comprendes por qué es demasiado tarde.

Porque yo soy una mujer.

Es igual para los hombres que para las mujeres.

¡Simples palabras! Se ríe fríamente.

La ves esgrimir su cuchillo y te levantas.

Ella no puede permitir que salgas tan bien librado de ésta, ¡dice que quiere matarte!

Cuando se mata, hay que pagarlo con la vida, dices tú cambiando de sitio mientras la miras fijamente con temor.

Esta vida no vale ya la pena ser vivida, dice ella.

Le preguntas si anteriormente era por ti por quien ella vivía. Quieres apaciguar un poco la tensión.

¡No vale la pena vivir por nadie! Ella apunta el cuchillo hacia ti.

¡Deja ese cuchillo! Tú no bajas la guardia.

¿Tienes miedo de morir? Ella se vuelve a reír fríamente.

Todo el mundo le teme a la muerte, estás dispuesto a confesar que temes a la muerte para que ella deje ese cuchillo.

Ella no tiene miedo, dice que ¡habiendo llegado a ese extremo, no le teme ya a nada!

Tú no te atreves a irritarla más, pero has de mostrarte como un pico de oro para que ella no descubra tu espanto.

Morir de este modo no vale la pena, tú dices que existe uno mejor: morir de muerte natural.

No lo conseguirás, dice ella haciendo centellear la hoja del cuchillo.

Tú te apartas un poco más aún y la miras de soslayo.

De repente rompe a reír.

Le preguntas si está loca.

Eres tú quien me ha empujado a la locura.

¿Empujado a qué? Dices que no podéis seguir viviendo juntos, que no os queda más que separaros. Estáis juntos por consentimiento mutuo, os separaréis del mismo modo. Te esfuerzas por mantener la máxima calma.

Es fácil de decir.

No hay más que ir a los tribunales.

No.

Entonces, nos separamos.

Ella dice que tú no puedes salir tan bien librado de ésta, esgrime su cuchillo y se acerca a ti.

Te levantas y te sientas frente a ella.

También ella se ha levantado, con el torso desnudo, los pechos colgándole, la mirada llena de cólera, en el colmo de la excitación.

No puedes soportar sus crisis de histeria, no puedes soportar sus caprichos. Estás decidido a abandonarla, pero a fin de evitar excitarla más, lo mejor es tratar de hablar de otra cosa.

¿Quieres huir?

¿Huir de qué?

¡Huir de la muerte! Ella se burla de ti, hace girar su cuchillo balanceándolo a la manera de un carnicero, pero carece de experiencia y sólo sus pezones tiemblan.

¡Tú dices que la detestas! Estas palabras han terminado por escapársete entre tus apretados dientes.

Me detestas desde hace tiempo, pero ¿por qué no me lo dijiste antes? Ella se pone a pegar gritos, se ha sentido afectada, su cuerpo es presa de los temblores.

Esto no había alcanzado todavía semejantes proporciones, tú dices que nunca hubieras creído que se volvería tan repugnante, dices que la odias con toda tu alma, le espetas las palabras más pérfidas.

Hubieras tenido que decirlo antes, hubieras tenido que decirlo antes, ella baja su cuchillo llorando.

¡Tú dices que es su actitud lo que ha acabado por repugnarte! Estás decidido a herirla en lo más vivo.

Ella arroja el cuchillo lanzando un grito. Hubieras tenido que decirlo antes, ahora es demasiado tarde, es demasiado tarde, ¿por qué no lo dijiste antes? ¿Por qué no lo dijiste antes? Berrea de manera histérica y aporrea el suelo con los puños.

Tú quisieras consolarla, pero tus esfuerzos y tu decisión serían inútiles, correrías el riesgo de que todo volviera a comenzar y aún te costaría más desembarazarte de ella.

Ella solloza ruidosamente, se aovilla desnuda en el suelo, sin preocuparse del cuchillo que está a su lado.

Te inclinas y alargas la mano para recuperarlo, pero ella se apodera de la hoja. Tratas de abrirle la mano, pero ella la aprieta aún más.

¡Vas a cortarte! Le gritas al oído mientras le retuerces el brazo hasta que abre los dedos. La sangre de color bermellón chorrea de su palma. Coges su muñeca apretando con todas tus fuerzas sobre su pulso. Con la otra mano, ella recupera el cuchillo. La sueltas para largarle un sopapo. Aturdida, ella lo deja caer.

Te mira, con cara de estúpida, se asemeja de repente a una cría, sus ojos están llenos de angustia y llora sin ruido.

No puedes dejar de sentir un poco de lástima por ella, coges su mano malherida y succionas la sangre que chorrea. Ella te atrae hacia sí entre lloros, quisieras desprenderte, pero ella te aprieta cada vez más fuerte entre sus brazos y termina por apresarte contra su pecho.

¿Qué haces? Te domina una negra cólera.

Quiere que hagas el amor con ella, ¡lo quiere! ¡Dice que sólo quiere hacer el amor contigo!

Tú te sueltas con gran esfuerzo jadeando y le dices que ¡no eres una bestia!

¡Sí, exactamente! ¡Eres un animal! Grita ella salvajemente, en sus pupilas arde un fuego extraño.

Mientras tratas de consolarla, le suplicas que pare, que se calme.

Ella murmura y dice resoplando que te ama, que sus caprichos nacen precisamente de este amor, que tiene miedo de que la abandones.

Tú dices que no puedes plegarte a los caprichos de ninguna mujer, que no puedes vivir a la sombra de nadie, que ella te asfixia, que no puedes convertirte en el esclavo de nadie, que no te sometes a la presión de ningún poder, sean cuales sean los procedimientos empleados, no te someterás a nadie, no serás el esclavo de ninguna mujer.

Ella dice que te concederá la libertad a condición de que la ames, que no la abandones, que te quedes con ella, que continúes satisfaciéndola, que sigas deseándola, se enrosca en torno a tu cuerpo, te besa frenéticamente, cubre tu cuerpo y tu rostro de saliva, no forma más que una bola contigo, ha ganado ella, tú no puedes resistir más, vuelves a sucumbir al deseo carnal, no puedes sustraerte a él.

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