Es una máscara de animal con rostro humano tallada en madera, dos cuernos en lo alto de la cabeza y otros dos más pequeños a los lados. No puede, pues, tratarse de la representación de un buey o de un cordero doméstico. Debe de ser una bestia feroz, pues ese rostro extraño y diabólico no tiene la dulzura de un ciervo. En lugar de ojos, dos redondos agujeros abiertos, rodeados por un cerco. Debajo de cada ceja, una profunda incisión. La frente es pronunciada y los motivos grabados por encima de las cejas hacen resaltar las cuencas. Los ojos son amenazadores, como los de una bestia salvaje que se enfrentara a un hombre.
En los agujeros negros de salientes órbitas, las pupilas del que lleva la máscara deben de lanzar chispas, como una mirada de animal feroz. Y dos mediaslunas, con las puntas aguzadas, ahuecadas bajo los ojos, añaden crueldad a la mirada. La nariz, la boca, los pómulos y la mandíbula inferior están perfectamente dibujados, una boca de anciano desdentado, en la que no se ha omitido ni el hoyuelo en medio de la barbilla. La piel está reseca, los pómulos son salientes. Los rasgos del rostro son nítidos y vigorosos. Es el de un anciano, pero posee una gran fuerza. En las comisuras de los labios, fuertemente apretados, hay tallados dos afilados colmillos que suben por ambos lados de la nariz. Las ventanillas de ésta son achatadas, dando una impresión de burla y de desprecio. No tiene dientes, no a causa de la vejez, sino porque han sido colocados unos colmillos en su lugar. En las comisuras de los apretados labios, han sido abiertos dos agujeritos probablemente para hacer salir por ellos unos bigotes de tigre. Este rostro humano, rebosante de inteligencia, está animado al propio tiempo del carácter salvaje de la bestia.
La observación de las aletas de la nariz, de las comisuras de la boca, de los labios, de los pómulos, de la frente y del entrecejo, prueba que el escultor debía de conocer perfectamente la morfología del esqueleto y de los músculos del rostro humano. Únicamente las órbitas y los cuernos sobre la cabeza son exagerados, mientras que el diseño de los músculos del rostro crea una especie de tensión. Sin los bigotes de tigre, éste podría ser el rostro de un hombre primitivo tatuado, cuyo conocimiento de sí mismo y de la naturaleza se halla enteramente contenido en los negros orificios de sus redondas órbitas. Los dos agujeros en las comisuras de los labios expresan la desconfianza de la naturaleza hacia el hombre al mismo tiempo que el respeto que siente por él. Este rostro refleja también de modo perfecto el temor del hombre hacia la bestialidad de sus semejantes y la suya propia.
El hombre no puede deshacerse de esta máscara, es la proyección de su carne y de su alma. Se le pega a la piel, jamás podrá liberarse de ella, pero está sumido en un profundo asombro, como si no pudiera creer que se trate de sí mismo.
Esta imposibilidad de abandonar la máscara le causaba inmensos sufrimientos. Una vez que se la ha puesto, es imposible arrancársela porque depende de ella, porque no tiene voluntad personal, o, si la tiene, no conoce el modo de expresarla y prefiere no mostrarla. La máscara deja así la impresión de un hombre que se contempla eternamente en el más profundo de los asombros.
Es una verdadera obra maestra. La encontré en un museo de Guiyang. Por aquella época, el museo estaba cerrado por reformas. Gracias a unos amigos que me consiguieron una carta de recomendación, y otros que hicieron algunas llamadas telefónicas por mí con tal o cual pretexto, me atreví a molestar a un conservador adjunto del museo, un mando muy amable, rechoncho, siempre con una taza de té en la mano. Pienso que ahora debe de estar jubilado. Hizo que abrieran dos reservados y me dejó pasearme entre las estanterías llenas de bronces, de armas y de todo tipo de piezas de alfarería. Era por supuesto todo magnífico, pero no encontraba nada que pudiera dejarme un recuerdo imperecedero. Aprovechándome de su generosidad, volví una segunda vez. Él me confió que sus reservados estaban sobrecargados y que no sabía en realidad muy bien qué quería ver yo. Lo mejor era que me dejara el catálogo en el que cada pieza iba acompañada de una pequeña foto. Terminé por encontrar esta máscara nuo clasificada entre los objetos de religión y de superstición. Me explicó que permanecían siempre guardadas bajo llave, que nunca habían sido expuestas, que si quería de verdad verlas tendría previamente que cumplir con cierto número de formalidades. Cuando volví una tercera vez, el amable conservador hizo subir para mí un gran baúl mundo. Al sacar las máscaras una por una, me quedé boquiabierto.
Había una veintena de ellas, confiscadas en los años cincuenta como objetos de superstición. Me pregunto quién fue el que llevó a cabo esta buena obra, pues, de este modo, no fueron quemadas como madera de calefacción y escaparon a la Revolución Cultural. Según las estimaciones de un arqueólogo de este museo, se trataba de piezas de las postrimerías de la dinastía Qing. Los colores habían desaparecido todos, los únicos rastros de laca que subsistían habían ennegrecido y perdido su brillo. En las fichas se mencionaba su procedencia: los distritos de Huangping y de Tianzhu, en el curso superior de los ríos Wushui y Qingshui, una región poblada de han, de miao, de tong y de rujia.
Me dirigí, así pues, hacia allí.