Un día de muy buen tiempo, con un cielo sin nubes. El brillo y lo profundo de la bóveda celeste te dejan mudo de admiración. Abajo, una aldea aislada con sus casas construidas sobre pilotes que se apoyan en el acantilado, como un enjambre de abejas adherido a una roca. Es un sueño, vas de un lado a otro, al pie de la montaña, sin encontrar el menor sendero para dirigirte allí. Tienes la impresión de acercarte a la aldea cuando, en realidad, lo que haces es alejarte de ella. Estos ires y venires te llevan tiempo y desistes. Avanzas al azar y el pueblo desaparece tras los montes. Sientes a pesar de todo un vago pesar. E ignoras adonde lleva el camino bajo tus pies, por más que no tengas una meta precisa.
Andas derecho camino adelante por el sinuoso sendero. En tu vida, nunca has tenido una meta precisa, las metas que te has fijado se han ido modificando con el tiempo, no han dejado de cambiar hasta que al final no has tenida ninguna. Si uno se pone a pensar sobre ello, la meta última de la vida humana es algo que carece de importancia, es como un enjambre de abejas. Si uno lo deja estar acaba lamentándolo, pero si lo coges los insectos te picarán, por lo que es preferible dejarlo estar y observarlo sin tocarlo. Este pensamiento te hace sentirte más ligero, poco importa adonde vayas, con la única condición de que el paisaje sea hermoso.
El sendero bordea un bosque de madroños, pero no es la estación de estos frutos. Cuando hayan madurado, imposible saber dónde estarás. ¿Esperan los madroños a los hombres? ¿O son los hombres los que esperan a los madroños? He aquí un problema metafísico que puede tener infinitas soluciones. Los madroños no cambiarán nunca y el hombre seguirá siendo siempre el mismo. Podría decirse también que los madroños de un año no son los mismos que los del año siguiente, y que el hombre de hoy no es el mismo que el de ayer. La cuestión radica en saber cuál es el verdadero, si el de ayer o el del hoy. ¿Y cómo establecer unos criterios de juicio? Deja a los metafísicos hablar de metafísica y ocúpate sólo de tu camino.
No dejas de subir, con el cuerpo empapado en sudor, y de repente desembocas en la aldea. A la vista de su sombra, te invade una sensación de frescor.
Nunca hubieras pensado que, al pie de las casas construidas sobre pilotes, las largas losas de piedra estarían ocupadas por unos hombres sentados. No puedes abrirte paso más que pasando por medio de sus piernas. Ninguno te mira, tienen la cabeza gacha y mascullan algún texto sagrado, todos tienen un aire muy afligido. Las losas de piedra serpentean a lo largo de las calles. De cada lado, los edificios de madera cuelgan en todos los sentidos, apoyados unos contra otros, como para no caerse. En caso de terremoto o de corrimiento de tierras, todo se vendría abajo.
Estos ancianos sentados, apoyados también unos contra otros, se les asemejan. Bastaría con empujar a uno solo de ellos para que todos cayeran como fichas de dominó. No te atreves a rozarles, temiendo desencadenar una catástrofe.
Posas tus pies entre sus piernas con la más extrema atención. Llevan los pies, delgados cual garras de gallo, envueltos en unos calcetines de tela. Entre sus lamentaciones resuenan unos chirridos, y es imposible saber si son emitidos por los edificios de madera o por sus articulaciones. Su avanzada edad les aflige con temblores y, mientras salmodian balanceándose, su cabeza no cesa de menearse.
A todo lo largo de la sinuosa calle, sin fin, hay sentados sobre las losas de piedra unos hombres, ataviados con las mismas ropas grisáceas de viejo algodón raído y apedazado. En las barandillas de las altas casas hay puestos a secar sábanas, mantas y mosquiteros hechos de un basto ramio. De estos ancianos sumidos en el dolor se desprende una profunda solemnidad.
En sus salmodias retorna un sonido estridente que traspasa como las garras de un gato, te retiene, te atrae, te obliga a ir hacia delante. Imposible decir de dónde procede, pero cuando ves, colgados delante de la puerta de una casa, unos rosarios hechos de hojitas de papel y humo de incienso que se filtra por debajo de las cortinas echadas, comprendes que se llora a un muerto.
Avanzas a duras penas. La gente está cada vez más apretujada, ni siquiera puedes ya posar los pies. Temes romperle los huesos a alguno de estos hombres al pisarle. Debes prestar mucha atención para elegir un espacio libre en este enredo de piernas y de pies, contienes el aliento y avanzas con extrema lentitud.
Ninguno levanta el rostro hacia ti. Llevan en la cabeza, quien un turbante, quien un pañuelo de tela. No puedes distinguir sus rasgos. En ese instante, entonan un canto a coro; escuchando atentamente, captas las palabras:
Todos habéis venido,
seis veces habéis corrido en un día,
seis leguas habéis recorrido cada vez,
repartid el arroz en los infiernos
y habréis cumplido con vuestra tarea.
La voz aguda que conduce el canto es la de una anciana sentada en el umbral de una puerta de piedra, muy cerca de ti. Se distingue de los otros: con la cabeza y los hombros cubiertos enteramente de negro, se golpea la rodilla con mano temblorosa y balancea su cuerpo de adelante hacia atrás al compás de la melodía. Ha depositado cerca de ella un cuenco de agua fresca, un tubo de bambú lleno de arroz, así como un montón de cuartillas de grueso papel, punteadas con líneas de agujeritos. Moja su dedo sumergiéndolo en el cuenco y acto seguido separa una hoja de papel de plata que lanza al aire.
No se sabe cuándo habéis venido,
ni tampoco cuándo partiréis,
vais hasta el confín de la tierra,
allí, al este,
¡Ay, Doudan! ¡Oh, Doudan! * Para matar a un hombre basta con medio grano de arroz,
para salvar a un hombre basta con una pequeña moneda,
menester es salvar a aquellos que sufren,
¡venid todos!
Quieres rodearla, pero tienes miedo de golpear su espalda, pues seguro que se caería. Prefieres pasar por encima de sus pies, pero la anciana se pone a gritar con voz penetrante:
¡Ay, Doudan! ¡Oh, Doudan!
Sus piernas cual palillos,
su cabeza cual una jaula de patos,
si viene, se hará rápido,
si habla, se podrá contar con él,
que venga pronto,
¡decidle que no tarde!
Mientras grita, termina por incorporarse lentamente y agita los brazos hacia ti, sus uñas, como garras de pollo, apuntadas hacia tus ojos. No sabes qué fuerza te impulsa a separar sus manos, a arrancar la tela negra que recubre su cabeza. Entonces aparece un pequeño rostro reseco, dos órbitas sin mirada que se hunden profundamente en el cráneo, unos labios abiertos que no descubren más que un solo diente, luciendo una sonrisa que no lo es. Ella continúa gritando mientras salta:
Serpientes rojas abigarradas reptan por doquier,
aparecen tigres y leopardos,
las puertas de las montañas se abren entre crujidos,
todos cruzan la puerta de piedra,
por doquier gritan a coro,
todos se unen a este grito,
¡apresuraos a salvar a este hombre en peligro!
Quieres desembarazarte de ella, pero los ancianos secos cual madera muerta se incorporan lentamente, te rodean y continúan gritando con trémula voz:
¡Ah, Dondan! ¡Oh, Dondan!
¡Rápido, abrid la puerta e invitad a los cuatro vientos,
la hora yin llama a la hora mao,
rogadle al Padre Trueno y a la Madre Rayo,
montad sobre los caballos,
echemos mano a su dinero!
La multitud se precipita hacia ti, grita, las palabras se quedan bloqueadas en tu garganta. Tú les empujas, caen uno tras otro al suelo, ligeros como si fueran de papel, sin un ruido, y se hace un profundo silencio. En ese instante, comprendes que el hombre tendido detrás de la cortina no es otro que tú. No quieres morir así, quieres retornar al mundo de los humanos.