Литмир - Электронная Библиотека
A
A
¡Id a bañaros en las aguas de la riqueza!
¡Impregnaos de las aguas de la prosperidad!
Las aguas de la riqueza os darán un hijo,
en las aguas de lluvia un hijo nacerá,
igual que las cañas, hijos y nietos
igual que pececillos, los descendientes
se apretujan en casa del tamborilero,
se beben el vino de la vasija de nueve picos,
toman el arroz para el sacrificio,
derraman el vino por el suelo
rogando al dios del Cielo que lo acepte,
rogando al dios de la Tierra que se lo tome,
el tamborilero blande su hacha,
los antepasados sacan sus espadas
para liberar las almas
de generaciones anteriores,
para evocar a su propia madre
ahuecamos un par de bambúes,
fabricamos dos tambores…

Canta a voz en grito hasta la extenuación. Su voz ronca se asemeja a una caña de bambú hendida que el viento hace gemir. Su garganta está seca. Bebe unos sorbos de vino. Sabe que ésta es la última vez, su alma ya le abandona siguiendo a su voz que se escapa por los aires.

¿Quién podría oírle en la orilla de este río oscuro y desierto? Por fortuna, una anciana abre su puerta para arrojar el agua sucia y le parece percibir un canto a lo lejos. Entonces distingue el resplandor del fuego en la orilla y piensa que se trata de un han que está pescando. Se les ve por todas partes a estos han, por todas partes donde hay algún dinero que ganar. Ella cierra su puerta, luego cae de repente en la cuenta de que los han, al igual que los miao, celebran la Nochevieja precisamente esa noche, excepto aquellos que no tienen ni un fen. Tal vez sea un mendigo. Ella llena un cuenco de sobras de la comida de la fiesta y baja hasta donde se halla el fuego. Boquiabierta, reconoce al viejo sacerdote delante de su mesa.

Su marido se levanta para cerrar la puerta abierta que deja que entre el frío en la casa, pero recuerda que su mujer ha salido para llevar un cuenco de comida a un mendigo. También él sale y se queda a su vez mudo de estupor cuando llega delante del fuego. Luego vienen la hija y el hijo de la casa, todos igual de desamparados. Finalmente, el hijo, que ha frecuentado algunos años la escuela del cantón, interviene.

– Se expone a coger frío quedándose así fuera -dice adelantándose-. Le ayudaré a volver a entrar en casa.

El anciano, con la moquita en la nariz, no le presta atención, sigue cantando, con los ojos cerrados y una ronca voz que le tiembla en la garganta, ininteligible.

Las puertas de las otras casas se abren unas tras otras. Ancianas, ancianos seguidos de sus hijos, por fin el pueblo entero se reúne en la orilla. Algunos regresan a sus casas en busca de un cuenco de albóndigas de arroz glutinoso, otros traen un pato, otros también un cuenco de vino, así como un poco de carne de búfalo. Por último, depositan delante de él media cabeza de cerdo.

– Es un crimen olvidar a los antepasados -farfulla sin cesar el anciano.

Emocionada, una muchacha corre a su casa para coger la manta que guardaba para su boda. Recubre con ella al anciano y le seca la nariz con un pañuelo bordado.

– Entre en casa, padre -le recomienda ella.

– ¡Pobre hombre! -exclaman los jóvenes.

– ¡La madre del arce, el padre del roble, si habéis olvidado a vuestros antepasados, algún día tendréis que pagarlo!

Sus palabras remolinean en su garganta. Llora.

– Se va a quedar pronto afónico, padre.

– Entre en casa.

Los jóvenes quieren sostenerlo.

– Moriré aquí…

El viejo forcejea. Termina por gritar como un niño caprichoso.

– Dejad que cante -dice una anciana-. Es su último invierno.

El libro que tengo en mis manos, Canciones de sacrificio, ha sido recopilado y traducido al chino por un amigo miao con el que trabé conocimiento. Si he escrito esta historia, es a modo de agradecimiento.

67
{"b":"93803","o":1}