Me han contado que, durante la noche, se oían extraños tañidos de campana y redobles de tambor, procedentes de la montaña, allí donde bordea el mar. Eran monjes y monjas taoístas que estaban entregados a sus ceremonias secretas. El y ella me han explicado que se los encontraron por casualidad y que los vieron con sus propios ojos. Hablaron de ello a la gente de su entorno. Pero, si uno subía en pleno día a la montaña, era imposible dar con ese templo taoísta.
Si no les fallaba la memoria, debía de estar pegado al acantilado, al borde del mar. Según él, estaba cerca de la cima. No, según ella, se encontraba en la ladera de la montaña y un camino tallado en la pared escarpada conducía hasta allí.
Y decían ambos que era un templo muy bonito, erigido en una anfractuosidad, accesible únicamente por ese pequeño sendero. Permanecía de día totalmente invisible, tanto para los pescadores desde el mar como para los que recogían hierbas medicinales que recorrían las montañas. Habían ido allí al oscurecer guiándose por la música, a tientas en medio de la noche. De repente la luz de una antorcha aclaró la oscuridad, la puerta del templo se abrió y fueron tragados por el humo del incienso.
Él había visto un centenar de hombres y mujeres, con el rostro maquillado, ataviados con rúnicas taoístas, con un sable y una antorcha en cada mano, los ojos entornados, que cantaban y danzaban. Lanzaban gritos y lloraban. Hombres y mujeres se entremezclaban sin el menor signo de incomodidad, en un estado de locura histérica, pataleando, con el rostro vuelto hacia el cielo.
Ella ha dicho que no vio a tanta gente, pues en realidad no había hombres, eran todas mujeres, jóvenes y viejas, e iban magníficamente maquilladas. Llevaban las mejillas cubiertas de un afeite de un vivo color rojo, los labios pintados de un color rojo sangre, las cejas realzadas con un trazo de carbón vegetal y los cabellos recogidos sobre la cabeza en un moño que sujetaba una cinta roja prendida con una serie de flores de jazmín. Lucían pendientes en las orejas. ¿Y no los llevaban también en las ventanillas de la nariz? Ya no se acordaba. También cantaban y danzaban agitando sus mangas, mientras lanzaban grandes gritos en un ambiente sobreexcitado.
Tú le preguntas si no lo habrá soñado. Ella dice que estaba con una amiga. Habían ido a hacer una caminata por la montaña, pero que, en un cruce de caminos, les sorprendió la caída de la noche impidiéndoles volver a bajar. Oyeron unos sonidos y se dirigieron en esa dirección, yendo así a parar por pura casualidad a ese templo. Como nada era tabú allí, la puerta estaba abierta.
A él le había pasado otro tanto, pero estaba solo. Tenía la costumbre de andar de noche por la montaña, sin sentir ningún miedo. Sólo le temía a la maldad de los hombres; esos sacerdotes taoístas se entregaban a sus ceremonias, no hacían ningún daño a nadie.
Ambos decían que les habían visto con sus propios ojos, que no se lo habrían creído de haberlo oído sólo contar. Tenían un nivel de estudios superiores, estaban sanos de mente y no creían en los fantasmas. ¿Cómo saber si se trataba de una simple alucinación?
No se conocían entre sí, te hablaron por separado del mismo acantilado que bordeaba el mar. Tú les veías por vez primera, pero te parecía estar con viejos conocidos, pues enseguida te demostraron confianza, nada de discusiones con ellos, ningún recelo, ni reserva, ni envidia, ningunas ganas de engañar a nadie. No era su intención embaucarte, pues, al fin y al cabo, habían tratado en vano de encontrarle una explicación, puesto que ellos mismos vivieron realmente este acontecimiento, y tenían necesidad de confiarse a alguien.
Han dicho que puesto que estabas aquí, y ya que a todo lo largo de tu camino has ido en busca de hechos prodigiosos, deberías ir a darte una vuelta por allí. A ellos les hubiera gustado acompañarte, pero temían no encontrar nada yendo con este solo propósito. Este tipo de cosas sólo aparecen cuando uno no las busca. Podías creerlo o no, pero ellos vieron con sus propios ojos, a la luz de las velas rojas, esfumarse su cansancio. Estaban dispuestos a jurártelo los dos, si el hecho de jurarlo podía influir en que tú te lo creyeras, podían jurártelo en el acto, pero por más que lo hubieran hecho ellos no podían constatar los hechos por ti. Tú no podías dudar de su sinceridad.
Y has terminado por ir allí. Has subido a la cima de la montaña antes de la puesta del sol. Te has sentado para contemplar la enorme bola de un rojo rutilante cuyo resplandor disminuye poco a poco. Ha descendido hasta al superficie infinita de las olas y acto seguido se ha hundido en el mar gris azulado. Sus rayos en el agua se asemejaban a unas serpientes marinas. En la superficie no quedaba más que una especie de sombrero que formaba un semicírculo rojo. Tras flotar un momento sobre las oscuras aguas, se ha estremecido ligeramente antes de hundirse. Únicamente ha quedado en el cielo la bruma del anochecer.
Y has emprendido el camino de descenso. Muy deprisa, la oscuridad te ha envuelto. Has recogido una rama para servirte de ella a modo de bastón y has avanzado paso a paso golpeando las piedras de los escalones del sendero. Pronto has penetrado en un barranco oscuro, donde no veías ya ni el mar ni el camino.
Te veías obligado a andar junto al borde del acantilado por ese sendero invadido por la vegetación. Temías tener un traspié y precipitarte al barranco. Tus piernas flaqueaban, no te fiabas ya más que de tu bastón para encontrar el camino. Ignorabas si el próximo paso que ibas a dar sería seguro y has terminado preguntándote si la oscuridad cada vez más densa no nacía de tu propio corazón. Dejabas incluso de confiar en tu bastón. Has terminado por recordar que tenías un mechero en el bolsillo y, sin preguntarte si podría iluminarte hasta llegar a un camino más practicable, has pensado que por lo menos podría serte de alguna ayuda. En la profunda oscuridad, tu mechero no ha producido más que un pequeño resplandor trémulo terriblemente inquietante. Tenías que protegerlo del viento con tu mano. Más allá, se alzaba una negra pared. Te preguntabas a cada paso si no irías a despeñarte en el vacío. Luego el viento ha apagado la llama, tenías que avanzar paso a paso, como un ciego, golpeando el suelo delante de ti. Este camino era verdaderamente peligroso.
Has terminado por llegar delante de una especie de gruta donde se filtraba una débil luz por la ranura de la puerta. Sin vacilación, la has empujado, pero estaba cerrada. Aplicando tu ojo a la rendija, y a la luz de una lámpara, has visto que había un santuario consagrado a los «Tres Puros» supremos representados por sus estatuas: el Venerable Celeste del Principio Original, el Venerable Celeste de la Virtud del Tao, el Venerable Celeste del Tesoro del Espíritu.
– ¿Qué hace usted ahí?
Te ha interpelado de repente una dura voz. Tú te has sobresaltado, pero te has sentido tranquilizado al oír una voz humana.
Has explicado que eras un paseante, que te habías perdido en la oscuridad, no sabías ya dónde pasar la noche.
Sin decir una palabra, te ha hecho subir una escalera de madera para entrar en una estancia iluminada por una lámpara de aceite. Entonces has visto que llevaba una túnica taoísta, con el faldón del pantalón anudado a los tobillos. En sus rehundidas cuencas brillaba una mirada penetrante. Debía de ser un viejo sabio. Tú no te has atrevido a decirle que venías a espiar los secretos de su templo, no dejabas de excusarte por molestarle, luego le has rogado que te diera hospedaje para pasar la noche, prometiendo volver a irte una vez que despuntara el día.
Refunfuñando, él ha cogido un manojo de llaves que estaba colgado de un tablero de la pared y ha echado mano a la lámpara. Y tú le has seguido como un cordero. Habéis subido por la escalera, él ha abierto la puerta de una habitación, se ha vuelto a ir sin decir palabra.
Tras encender el mechero, has descubierto una cama de madera, nada más. Te has acostado totalmente vestido y te has aovillado, sin atreverte a pensar en nada. Más tarde, has oído, una planta más arriba, resonar un campanilleo muy ligero, acompañado de una salmodia indistinta pronunciada por una voz femenina. Sorprendido, has comenzado a creer en esa ceremonia misteriosa que te habían contado: debía de tener lugar en la planta superior. Aunque tenías ganas de ir a ver, finalmente no te has movido. El son te acunaba y, en la oscuridad, te dominaba la fatiga. Te ha parecido distinguir la silueta de una muchacha sentada con las piernas cruzadas, los cabellos recogidos, tañendo una campana de bronce que resonaba por oleadas sucesivas. Ha habido como una onda de luz, no has podido evitar el creer en la predestinación, en el destino y en el reposo del alma con la oración…
A la mañana siguiente, era ya pleno día cuando te has levantado. Has subido por la escalera hasta el último piso. La puerta estaba abierta y daba a una amplia estancia vacía. Ni altar, ni colgaduras, ni tablillas de los antepasados, ni tampoco inscripciones. Sólo, en medio de la pared, un inmenso espejo frente a la abertura de la gruta, protegida por una simple barandilla de madera. Has ido hasta delante de este espejo, pero no has visto más que el cielo azul. Y te has quedado inmóvil delante de él sin decir palabra.
Durante el descenso, has oído un llanto, y hacia allí te has dirigido. Un niño totalmente desnudo estaba sentado en medio del camino. Sollozaba quedamente con voz cascada. Saltaba a la vista que hacía rato que lloraba. Te has inclinado hacia él:
– ¿Estás solo?
Y al verte él se ha puesto a sollozar aún más fuerte. Lo has levantado cogiéndole por sus flacos bracitos, has sacudido el polvo de sus nalgas.
– ¿Dónde vives?
Cuantas más preguntas le hacías, más redoblaba él su llanto. No había ninguna aldea a la vista.
– ¿Dónde están tus padres?
Decía que no con la cabeza mientras te miraba, el rostro bañado en lágrimas.
– ¿Dónde vives?
Él seguía llorando. Tú has intentado amenazarle:
– ¡Si sigues llorando, no me ocuparé más de ti!
Esto ha sido más eficaz, se ha parado al punto.
– ¿De dónde vienes?
No ha respondido nada.
– ¿Estás solo?
Continuaba mirándote estúpidamente. Tú te has enojado un poco:
– ¿Es que no tienes lengua?
Se ha puesto a llorar de nuevo. Le has hecho parar:
– ¡No llores!
Él ha abierto la boca como para llorar, pero ya no se atrevía.
– ¡Si vuelves a empezar, te daré una azotaina!
Él se ha contenido como ha podido y tú le has cogido en brazos.