La náusea no sólo estaba provocada por el olor a yodo del cangrejo, sino también por mí mismo. Imposible seguir comiendo. Me limito a beber.
De repente, le entra un sofoco, luego oculta su rostro entre las manos y prorrumpe en sollozos.
No puedo consolarla con mis manos manchadas de cangrejo. Me limito a preguntarle:
– ¿Puedo limpiarme con su toalla de aseo?
Ella me indica la cubeta llena de agua fresca que hay detrás de la puerta, en la repisa. Una vez limpias las manos, le paso la toalla seca. Deja por fin de llorar. Detesto este tipo de horribles mujeres de buen corazón, no siento ninguna compasión por ella.
Era totalmente estúpida en aquella época, afirma, y no se dio cuenta hasta al cabo de un año de lo que había hecho. Fue a informarse acerca de la suerte de la muchacha y le llevó algunas golosinas a la cárcel. Condenada a diez años, su amiga no quería verla ya. Pero ella le dijo que no estaba casada, que había decidido esperar a que ella purgase su culpa y saliera de la cárcel y que entonces vivirían juntas. Ella tenía un trabajo, podía satisfacer sus necesidades. La muchacha aceptó sus regalos.
Me explica que los días pasados con ella antes de su encarcelamiento fueron los más felices de su vida, que se habían intercambiado su diario íntimo, y también palabras afectuosas como sólo dos hermanas pueden hacerlo, y que se juraron que no se casarían jamás y permanecerían eternamente juntas. ¿Quién de su pareja era el marido y quién la mujer? El marido, por supuesto, era ella. No paraban de reírse a mandíbula batiente cuando estaban en la cama, y a ella le bastaba con oír sus risas para sentirse feliz. Y yo prefiero no pensar en ella sino con la mayor de las malevolencias.
– ¿Cómo es posible que luego usted se casara?
– Fue ella la primera en cambiar -dice-. Un día que fui a verla a la cárcel, ella tenía la cara un poco hinchada y se mostró muy fría conmigo. Asombrada, la acosé a preguntas. Al término de la visita, que no duraba más que veinte minutos, me dijo que me casara y que no volviera nunca más. A mis preguntas, terminó por confesar que había alguien en su vida. ¿Quién?, le pregunté yo. ¡Un criminal!, me contestó ella. A continuación no la volví a ver más. Le escribí todavía numerosas cartas, pero éstas quedaron sin respuesta. Acabé por casarme.
Tengo ganas de decirle que fue ella la causante de su desgracia, que el odio de la madre de su amiga estaba más que justificado. De no ser por ella, esta muchacha habría podido conocer un amor normal, casarse, tener hijos y no verse abocada a esta situación.
– ¿Tiene usted hijos? -le he preguntado.
– No he querido tener, por propia voluntad.
Es una mujer verdaderamente malvada.
– Al cabo de un año de matrimonio, nos separamos. Y tras un año de disputas, nos divorciamos. Desde entonces vivo sola, detesto a los hombres.
– ¿Cómo murió ella?
Cambio de conversación.
– He oído decir que quiso escaparse de la cárcel. Fue abatida por un guardián.
No quiero oír nada más.
Tengo ganas de que ella concluya su historia.
– ¿Y si recalentara un poco esta sopa?
Me mira, inquieta.
– No vale la pena.
Ha venido a buscarme con el solo fin de desahogarse. Su comida me ha dado náuseas.
También me explica que, a costa de mil dificultades, llegó a dar con el paradero de una antigua detenida compañera de cárcel de la muchacha que le informó de que ésta había intercambiado unos mensajes con un condenado y perdió así su derecho a las visitas y al paseo. También había tratado de escapar. Asimismo le contaron que en aquella época empezaba a estar mal de la cabeza, se pasaba el tiempo riendo o llorando totalmente sola. Más tarde, consiguió localizar a ese condenado. Cuando ella llegó a su casa, se encontró allí a una mujer. Ya fuera por indiferencia o bien por temor a los celos de esta mujer, el caso es que él no quiso responder a sus preguntas. Terminó por irse, furiosa.
– ¿Podría escribir usted sobre eso? -me pregunta, cabizbaja.
– Ya veré.
Quiere acompañarme en bici, pero yo me niego. En la carretera, sopla del mar una fresca brisa, como si fuera a llover. Una vez de vuelta a mi habitación, en casa de la gente que me ha hospedado, durante toda la noche, echo la primera papilla. Esos mariscos no debían de estar muy frescos, la verdad.