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Cuando he pasado por Shanghai, en el vestíbulo de la estación donde las inmensas colas hacían fila delante de las ventanillas, he comprado a un particular un billete para Pekín en el rápido. Una hora más tarde, estaba sentado en el compartimiento, satisfecho de mí. Esta ciudad inmensa donde se hacinan más de diez millones de habitantes no tiene ningún interés a mis ojos. Quería ver dónde había vivido un tío lejano mío, muerto mucho antes que mi padre. Ninguno de los dos había alcanzado la gloriosa edad de la jubilación.

Las tortugas y los peces del río Wusong, que atraviesa la ciudad exhalando sus pútridos olores, han muerto. No llego a comprender cómo los habitantes de Shanghai pueden seguir viviendo allí. Incluso el agua corriente tratada es amarilla y conserva un olor a cloro. Los hombres son sin duda más sufridos que los peces y las gambas.

En otro tiempo, fui a la desembocadura del Yangtsé. Fuera de los cargueros que no temían la herrumbre, flotando en medio de unas grandes olas amarillentas, no se veía más que riberas lodosas cubiertas de cañaverales, batidas sin cesar por las olas. El cieno se deposita en ellas inexorablemente, hasta el día en que todo el mar de la China Oriental no sea más que un inmenso desierto de arena.

Recuerdo que cuando era pequeño el agua del Yangtsé era pura en toda estación. En las orillas, los vendedores exponían desde la mañana hasta el atardecer enormes peces que vendían a rodajas. Pero en el curso de este viaje, he pasado por puertos, a lo largo del río, y no he visto en ninguna parte unos peces tan grandes. Incluso los puestos de pescadores se han vuelto raros. Sólo los he visto en el Wanxian, a la salida de las Tres Gargantas, ciudad protegida por un dique de treinta a cuarenta metros de alto. Pero, en las cestas de bambú, no había expuestos más que pescadillos de algunos centímetros, que sólo servían para dárselos a los gatos. En otro tiempo, me gustaba quedarme en el muelle a la orilla del río para ver echar a los hombres sus anzuelos desde los pontones. En el momento en que los peces salían del agua, contemplaba la lucha viva, jadeante, que se entablaba entre el hombre y el animal. Ahora, más de diez mil personas se ocupan de la planificación en la única Oficina de Fomento del Yangtsé y he sido recibido por uno de sus jefes de sección, al servicio de no sé qué división o departamento. Cuando sus superiores se han ido, me confía en privado que más de un centenar de especies de peces de agua dulce están a punto de desaparecer casi por completo.

Y también en el Wanxian ha fondeado el barco por la noche. El segundo de a bordo ha venido a charlar conmigo mientras yo estaba contemplando las luces de la ciudad. Me ha contado que, refugiado en su cabina de pilotaje, asistió a una carnicería durante la Revolución Cultural. Eran por supuesto hombres lo que estaban matando, no peces. De tres en tres, atados por las muñecas con un alambre, fueron empujados hacia el río por unos disparos de metralleta. Tan pronto como uno de ellos era alcanzado, arrastraba a los otros al agua y los vio debatirse como peces atrapados en el anzuelo, antes de ser llevados a la deriva por la corriente cual perros reventados. Lo curioso es que cuantos más hombres se mata, más numerosos son éstos, mientras que los peces, cuántos más se ha pescado, más escasos se vuelven. Sería preferible lo contrario.

Los hombres y los peces tienen en común que los grandes hombres y los grandes peces han desaparecido todos. Bien se ve que el mundo no está hecho para ellos.

Mucho me temo que mi tío lejano haya sido uno de estos últimos grandes hombres. No me refiero a esas personas de postín de que siempre están llenas las ceremonias y los banquetes oficiales. Hablo de los grandes hombres que yo venero. Y este tío mío fue víctima de un error médico. Atendido de una simple neumonía, le llevaron a la morgue apenas dos horas después de ponerle una inyección. Yo había oído hablar de casos semejantes, pero nunca habría creído que mi tío muriese de este modo. La última vez que le vi fue durante la Revolución Cultural, y era también la primera vez que él hablaba con un jovenzuelo como yo de política y de literatura. Antes se limitaba a jugar conmigo. Con su voz grave y jadeante, sabía cantar La Internacional en esperanto. Sufría de asma desde hacía mucho tiempo, decía que había contraído esta enfermedad fumando demasiado productos sustitutivos del tabaco durante la guerra. En los campos de batalla, cuando el tabaco faltaba y las ganas de fumar eran demasiado fuertes, eran capaces de fumar de todo, como por ejemplo hojas de col o de algodón secas. Había que espabilarse en todas las situaciones.

Siempre tenía también algún recurso para divertir a los niños. Un día había discutido yo con mi madre y me negaba a comer, dejando enfriar el cuenco de sopa caliente de tallarines y pollo que me había servido. Dos voluntades se enfrentaban. Incluso de niño, tenía yo la seriedad de un adulto y, al igual que la cuerda tensada en un arco, permanecía inflexible. En el momento en que mi madre iba a enfadarse y a abochornarme con una reprimenda, mi tío me cogió de la mano y me llevó a la calle para comprarme un helado.

Acababa de caer un chaparrón, el agua de lluvia corría a mares. Él se quitó sus botas militares, se arremangó los pantalones y me llevó chapoteando a una tienda en la que me atraqué de dos helados enormes. Desde entonces, nunca he vuelto a comer tanto helado de una sola vez. Al llevarme de vuelta a casa, mi madre se echó a reír al ver su lamentable aspecto, con las botas de cuero en la mano. Y la guerra fría entre mi madre y yo no había pasado a mayores. Este tío mío tenía verdaderamente las maneras de un gran señor.

Su padre murió de tanto fumar opio y entregarse al placer de las mujeres. Era un capitalista dedicado a la importación. En aquel tiempo, le ofreció miles de yuanes para irse a estudiar a Estados Unidos y le prohibió entrar en las actividades clandestinas del Partido Comunista. Pero él se negó rotundamente y se escapó a Jiangxi para participar en la lucha de resistencia contra el Japón en el Nuevo Cuarto Ejército.

Le gustaba contar que, mientras el Nuevo Cuarto Ejército se hallaba en el Suh-Anhui, le compró a un campesino un pequeño leopardo y lo crió en una jaula que escondía debajo de su cama. Al anochecer, el instinto del animal se despertaba y no paraba de rugir. Cuando el ejército partió, él no fue capaz de matarlo y se lo dio a alguien.

En aquellos tiempos, mi padre era su principal interlocutor. Cada vez que venía a verle, traía una botella de un buen aguardiente inencontrable en el mercado, y despedía a su guardia personal, así como al conductor que le había traído. Para mí había una gran bolsa de caramelos variados de Shanghai. Charlaban en cada ocasión hasta el amanecer, evocando su infancia, su juventud, como lo hago yo ahora cuando me encuentro por casualidad con antiguos compañeros.

Hablaban del frío y de la soledad que reinaban en su antigua casa cubierta de enredadera, hablaban de sus pequeñas desgracias, como cuando él volvió de la escuela sangrando por la nariz, con el cuello de la chaqueta manchado. Aterrado, avanzaba llorando y la gente de su calle, al igual que sus parientes lejanos, le miraban pasar sin rechistar. Tan sólo la vieja vendedora de pasta de soja le paró y se lo llevó a la sala donde molía el cereal de soja, y cogió un poco de papel de arroz para taponarle la nariz con él.

También hablaban de la vieja casa a la que mi bisabuelo loco había prendido fuego y que fue salvada por los miembros de nuestra familia. A su lado vivía una muchacha que se suicidó por amor. Dos días antes, se la vio salir de la mercería llevando bajo su brazo una tela floreada. La gente creía que estaba preparando su ajuar de boda, pero dos días después se suicidó tragándose unas agujas, ataviada con el traje cortado con esa tela floreada.

Arrebujado en mis mantas, yo les escuchaba, fascinado, sin querer dormir. Le veía fumar pitillo tras pitillo a pesar de su asma. En los momentos más apasionantes de sus relatos, se ponía a andar a grandes pasos por la estancia. Decía que sólo deseaba una cosa: darse de baja del ejército para escribir.

La última vez que fui a verle a Shanghai llevaba en la mano una especie de vaporizador del que se servía cuando tosía demasiado. Yo le pregunté si había escrito su libro. No, felizmente, pues de lo contrario tal vez ya hubiera desaparecido de este mundo. Fue la única vez que no me trató como a un niño. Me puso en guardia: no eran buenos tiempos para la literatura, ni tampoco para la política. En su opinión, tan pronto como se entraba en política, uno no sabía ya qué terreno pisaba y se jugaba la cabeza sin darse siquiera cuenta. Yo le expliqué que no podía proseguir mis estudios en la universidad. Pues bien, sólo tienes que hacerte observador. Me dijo que también él era observador en ese momento. Antes de la Revolución Cultural, en la época en que el movimiento contra los oportunistas de derechas arreciaba en la prensa mientras la gente se moría de hambre, fue sometido a una investigación. Desde aquel momento, permaneció bajo vigilancia. No es de extrañar que en aquellos tiempos mi padre hubiera cortado toda relación con él. Mi tío únicamente le hizo saber que se marchaba en una misión a un perdido rincón de la isla de Hainan con todos sus pertrechos militares. Imposible adivinar si estas palabras escondían algún mensaje secreto.

Fue a partir de entonces cuando yo me puse a observar, a partir de mi vuelta, por la línea de ferrocarril Pekín-Shanghai: unos combatientes encargados digamos que «de atacar con la palabra y de defender con las armas», pica en ristre, con la cabeza cubierta por un sombrero de mimbre trenzado, brazalete rojo al brazo, permanecían perfectamente alineados en el andén. Tan pronto como se detuvo el tren, se precipitaron hacia las puertas de los vagones. Al verlos, un pasajero que se disponía a apearse se apresuró a subir de nuevo. Ellos subieron tras él en su persecución. El hombre daba gritos de socorro, pero nadie se atrevía a moverse. Vi cómo era arrastrado afuera, rodeado en el andén y apaleado. El tren por fin se puso en marcha en medio de sus gritos y nunca he sabido lo que fue de él.

En aquella época, la locura se había apoderado de todas las ciudades que se atravesaba. Los edificios, muros, fábricas, postes de alta tensión, depósitos de agua, estaban totalmente cubiertos de eslóganes con juramentos de defender a la patria hasta la muerte, luchando hasta derramar la última gota de sangre. Los altavoces, en los compartimientos y a lo largo de la vía del tren, difundían canciones de lucha en medio del estruendo de los pitidos de los trenes. En la estación de Ming-guang, «Luz Brillante» -Dios sabe cómo pudieron ponerle semejante nombre-, a ambos lados de la vía férrea se apretujaban columnas de refugiados. El tren no abría ya sus puertas y las gentes penetraban por las ventanillas abiertas, tratando de hacinarse en los compartimientos donde la gente iba ya apretada como sardinas en tonel. Los pasajeros trataban de mantener las ventanillas cerradas con todas sus fuerzas. Los refugiados tenían todo el aspecto de enemigos separados por un cristal. Este cristal era extraño, parecía deformar los rostros, animarlos de odio y de ira.

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