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¿Qué más se puede decir?

Pues que, quinientos años más tarde, ese viejo templo en ruinas se había convertido en una guarida de malhechores que dormían de día y, de noche, encendían antorchas para descender de la montaña a fin de someter a pillaje a las aldeas. Y precisamente, al pie de la montaña, vivía en un convento de religiosas bonzo la hija de un funcionario. Practicaba allí el budismo, aunque no era monja. Para expiar sus culpas del pasado, se ocupaba de las lámparas de aceite y de la efigie de Buda. Pero le había entrado por los ojos al cabecilla de los bandidos, que la raptó y obligó a convertirse en su esposa. Prefiriendo antes morir que obedecerle, fue violada y luego decapitada. ¿Y qué más?

Retrotraerse a mil quinientos años, a la época en que no existía rastro alguno del templo. Únicamente se alzaba la cabaña de caña de gramínea de un célebre letrado que había abandonado la vida pública para hacer vida de ermitaño. Todos los días, al rayar el alba, volvía su rostro hacia el este para hacer ejercicios respiratorios. Aspiraba el aire fresco de la mañana y lo expiraba largamente, con el cuello tenso. El sonido puro de sus cantos resonaba en el pequeño valle desierto y los monos que trepaban por los escarpados acantilados le respondían en eco. Si, por casualidad, venía algún conocido a verle, le ofrecía té a guisa de aguardiente, sacaba un tablero de ajedrez o charlaba con él al claro de luna. No le preocupaba envejecer. Los leñadores que por allí pasaban le miraban de lejos y se convirtió en un personaje legendario. He aquí por qué este lugar ha conservado el nombre de Acantilado del Inmortal.

¿Y qué más?

Decir también que, mil quinientos cuarenta y siete años más tarde, un señor de la guerra que había consagrado casi su vida entera a sus tropas, una vez ascendido a general, regresó a su tierra para ofrecer un sacrificio a sus antepasados. Al ver a la sirvienta de su vieja madre, eligió un día fausto para casarse con ella como séptima concubina. Orgulloso de mostrar a los hombres de la región su poder, ofreció un festín de ciento y un comensales. Las gentes de la región se apretujaban en torno a las mesas y, evidentemente, le halagaban y le ofrecían regalos: tenían que mostrarse agradecidos por el aguardiente que tomaban. Justo en el momento en que todo el mundo le felicitaba, se presentó en la puerta un pobre mendigo, con las ropas hechas jirones y la cabeza tiñosa. El guardián le ofreció un cuenco de arroz prohibiéndole entrar, pero él quería a toda costa felicitar personalmente al recién casado. El general, fuera de sí, ordenó a su ayuda de campo que echaran al intruso a culatazos. En plena noche, cuando todo el mundo estaba descansando y el recién casado dormía como un lirón, ¿quién hubiera creído que el fuego fuera a prender en las cuatro esquinas de la residencia, arrasando casi por entero la morada de sus antepasados? No faltaron quienes dijeron que le había sido echado el mal de ojo por una reencarnación del Maestro Ji, que quería ver cumplido el deseo del cielo castigando a los hombres malvados. Otros afirmaron que el mendigo había cometido este crimen a la cabeza de una banda de malandrines de los contornos. Habiéndole faltado el general al respeto, a medianoche aquél ordenó a sus hombres de armas tomar que lanzaran, por encima de los altos muros del patio, unas espirales de incienso inflamado sobre unos montones de hierbas y de leña. El gran general, a la cabeza de miles de hombres y de caballos, fue incapaz de defenderse de este hombre insignificante. Como bien dice el viejo proverbio: «El poderoso dragón no consigue vencer al tirano local».

¿Y qué más?

Medio siglo más tarde, pese al aislamiento y a la austeridad de estas montañas, a causa de los desórdenes causados por los hombres, este lugar seguía sin conocer la calma. La hija del nuevo responsable del comité revolucionario de distrito, un verdadero adefesio, había echado el ojo, como hecho a propósito, al nieto de un antiguo hacendado. Desobedeciendo a su padre, se empecinó en esta unión sin duda predestinada y robó de un cajón unos vales por treinta y ocho libras de cereal y ciento siete yuanes en metálico. Huyeron ambos a la montaña, pensando poder cubrir sus necesidades cultivando la tierra. El padre, que extendía día tras día la lucha de clases, veía a su propia hija poner pies en polvorosa con un golfo, hijo de un terrateniente. Su cólera fue terrible. Dio al punto la orden a la policía de difundir una foto de la pareja y lanzar una orden de arresto en todo el distrito. ¿Cómo han podido los jóvenes enamorados escapar a las milicias armadas que batían los campos?

Su cueva fue cercada. El atolondrado joven dio muerte primero a su prometida con un hacha robada y, acto seguido, se quitó la vida con ella.

Ella dice que quiere ver también sangre. Quiere pincharse el dedo del corazón con una aguja, y de paso causar daño a su propio corazón. Quiere ver chorrear sangre, verla hincharse y desbordarse, teñir de rojo todos sus dedos hasta su misma raíz, chorrear entre sus grietas, a lo largo de las líneas de la mano, hasta el centro de ésta, para luego gotear desde su palma…

Le preguntas por qué.

Ella dice que es debido a la presión que tú ejerces sobre ella.

Tú dices que esta presión no proviene sino de su corazón.

Pero es debido a ti.

Tú dices que te limitas a contar las cosas, que no has hecho nada más.

Ella dice que lo que tú cuentas la pone triste, le impide respirar.

Tú le preguntas si se siente enferma.

¡Este estado enfermizo eres tú quien lo ha provocado!

Tú dices que no comprendes lo que has podido hacer.

¡Qué hipócrita!, dice ella. Luego le da un ataque de risa.

No puedes evitar tener un poco de miedo al mirarla, reconoces que querías estimular un poco su deseo, pero la sangre de una mujer no puede sino desagradarte.

Ella dice que precisamente quiere hacerte ver sangre, hacer chorrear sangre por su muñeca, luego por sus brazos, bajo sus axilas, por su pecho, quiere que su sangre fresca chorree de través por su blanco pecho, una sangre oscura de reflejos violáceos y negros, ella se hunde en esta negra sangre violácea. Estarás obligado a verla…

¿Totalmente desnuda?

¡Totalmente desnuda, ella estará sentada en un mar de sangre, la parte interior de su cuerpo, entre sus muslos, sus mismos muslos, estarán cubiertos de sangre, de sangre, de sangre! Afirma que quiere ahogarse, hundirse hasta lo más profundo, no sabe por qué siente un deseo tan fuerte, las olas la sumergen, se ve tendida en una playa, con las olas cubriéndola, la playa de arena no consigue absorberla aún por completo, una nueva ola irresistible la cubre, ella quiere que tú penetres en su cuerpo, que la magulles y la desgarres, sin piedad, dice que no tiene ningún pudor, ni tampoco miedo ya, lo tenía, pero en realidad lo que pretendía era tenerlo, aunque en verdad no lo tenía, pero teme también caer en ese negro abismo, flotar en él permanentemente, quiere hundirse, dice que ve ascender despacio la marea negra desde simas insondables, la espuma oscura la engulle por entero, dice que viene especialmente lenta, pero que una vez que lo ha hecho, es ya imparable, no sabe cómo ha podido volverse tan insaciable, ah, quiere que le digas que es una desvergonzada, quiere que le digas que no es una desvergonzada, pues si hace eso no es más que por ti, no siente este deseo más que por ti, dice que te ama, quiere que tú le digas también que la amas, pero tú no dices nunca eso, eres realmente frío, lo que tú quieres es una mujer, pero lo que ella quiere, sí, ella, es el amor, tiene necesidad de sentirlo en todo su cuerpo, aunque por ello tenga que acabar en el mismísimo infierno contigo, ella te suplica que no la abandones, que no la dejes jamás plantada, tiene miedo de la soledad, del vacío, sabe que todo esto es provisional, únicamente quiere engañarse a sí misma, ¿no puedes decirle alguna cosa para ponerla contenta? ¿Inventar para ella una historia que la haga feliz?

Ah, están muy felices, cara a cara, sentados con las piernas cruzadas sobre su esterilla. Unos platos perfectamente dispuestos delante de ellos: sangre de cerdo totalmente negra, queso de soja totalmente blanco, pimientos rojos, alubias de soja verdes, codillos de jamón con salsa de soja, costillitas estofadas, carne grasa de cerdo hervida, todo regado con aguardiente y servido en unos cuencos inmensos. El pueblo entero celebra el Año Nuevo, sacrificando de golpe nueve cerdos, tres bueyes, abriendo diez grandes tinajas de aguardiente añejo. Los rostros están colorados, las narices relucientes. Un anciano lisiado se levanta y se pone a gritar con voz enronquecida de gallo: «¿Por qué se ha dejado a los extranjeros prender fuego y plantar maíz en los montes Mahua, unos montes que constituyen nuestra reserva de leña para calentarnos desde hace generaciones?». Ha perdido los dientes, espurrea. Que no se piense que en su aldea sólo subsisten viejos cascados, secos como la paja del arroz, que no se piense que sus habitantes se dejan maltratar. ¡Por más que ahora ya no pueden llevar ni la palanca de punta de hierro, ni un arma de fuego, los descendientes de esta aldea no son lo que se dice unos amilanados! «Eh, tú, madre del Gran Tesoro, ¿no puedes estirar de las patas traseras a tu retoño para hacerle crecer?» Agitando el brazalete de plata que lleva en el brazo, la mujer responde: «¡Tú cierra el pico, vejancón, que todos en la aldea han podido ver que mi Gran Tesoro ha crecido, que a mi vástago lo desprecian fuera y es objeto de todo tipo de burlas en la aldea; no, no os metáis tanto con él, pues algunas familias no han tenido más que hijas, y ni siquiera un hijo varón!». A estas palabras, las mujeres se enfurecen: «Eh, tú, madre del Gran Tesoro, ¿por qué cambias de conversación?». Si los habitantes de la aldea no pueden defenderse del exterior, ¿cómo van a poder mantener la cara bien alta? También los jóvenes, rojos de excitación, sacan pecho abriéndose la chaqueta. ¡El jefe de la aldea, fusil en mano, no sabe lo que es ayunar! «¡A sus órdenes, jefe, envíenos solos a primera línea si nuestras cuñadas encierran a nuestros hermanos mayores en casa!» A estas palabras, las jóvenes montan en cólera y gritan contra ellos: «¡No sois más que unos imberbes y bien que sabéis ya faltar a la gente! Si vuestros padres están dispuestos a sacrificaros, ¿por qué no nosotras?». Un hombre, de ojos redondos, se levanta de golpe. «¡Eh, tú, pequeño, aún es demasiado pronto para que tomes la palabra en la aldea! Lo que tienes que hacer es escuchar a los demás.»

Continúa, dice ella que únicamente quiere oír tu voz.

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