Delante de ti, una aldehuela con sus casas todas parecidas, de ladrillos azules y negras tejas, dispersas a lo largo de la orilla, al pie de bancales en terraza y de colinas. Por la entrada de la aldehuela, pasa un riachuelo recubierto de largas losas de piedra. Y ves también allí una calle, que lleva a la aldea, empedrada con piedras de un gris azulado en las que se advierten las profundas roderas de las carretillas. Y oyes de nuevo el resonar de tus pies descalzos golpeando contra la piedra y dejando una húmeda huella. Te incita a entrar. Es una callejuela parecida a la de tu infancia, con rastros de barro en las losas. Y finalmente descubres entre los intersticios el arroyuelo que atraviesa la aldea por debajo del camino. En la puerta de cada casa, una losa en realce permite sacar agua y hacer la colada. En las olitas centelleantes flotan restos de hojas de col. Oyes también, detrás de las puertas de las casas, el cacareo de las gallinas que se pelean para picotear. En las callejuelas, no ves ni un alma, ni niños, ni perros, el lugar es tranquilo y solitario.
En la esquina de una casa, el sol ilumina la pared-pantalla encalada. Su luz, cegadora por contraste, resalta en la calle oscura. Encima del dintel de una puerta, brilla un espejo decorado con los ocho trigramas. De pie bajo el alero, descubres que este espejo, destinado a mantener alejadas las influencias nocivas, está vuelto hacia la esquina de la pared-pantalla adonde reenvía las malas vibraciones que llegan de enfrente. Si sacaras una foto desde allí, el contraste de tonos de la pared-pantalla inundada de la luz amarilla del sol, de la sombra gris azulada de la callejuela y de las losas de piedra grisáceas, daría una sensación de calma y felicidad. Las tejas rotas de los aleros de los curvos tejados, las grietas de las paredes despertarían también una especie de nostalgia. O bien, una foto tomada desde otro ángulo de la gran puerta de esta casa, con la luz reflejada por el espejo de los ocho trigramas, el umbral de piedra, desgastado a fuerza de ser pulido por el trasero de los niños, daría una imagen viva de la que desaparecería toda sombra del odio que ha animado a estas dos familias de generación en generación.
No me cuentas más que historias crueles y espantosas, dice ella, no quiero escucharlas.
¿Qué quieres escuchar, entonces?
Cuéntame bonitas historias con atractivos personajes.
¿Quieres que te hable de las mujeres de la camelia?
No quiero oír hablar de brujas.
No son ningunas brujas. Las brujas son unas viejas arpías repugnantes, mientras que las mujeres de la camelia son siempre jóvenes y bellas.
¿Como la mujer del bandido Segundo Señor? No quiero escuchar este tipo de historia cruel.
Las mujeres de la camelia son tan hechizantes como benévolas.
A la salida de la aldea, remontando el lecho del arroyo, las enormes rocas se vuelven resbaladizas, pulidas por las aguas.
Ella avanza con sus zapatos de piel sobre las rocas húmedas cubiertas de musgo. Tú le dices que no podrá ir muy lejos, pero ella te pide que la cojas de la mano. Pese a que la has avisado, se resbala. La atraes hacia ti, diciendo que no lo has hecho expresamente, pero ella dice que eres un canalla, frunce el ceño. En las comisuras de su boca se dibuja, sin embargo, una sonrisa. Ella aprieta fuertemente los labios. No puedes dejar de besarlos. Ella los afloja al punto y tú te asombras de su dulzura. Disfrutas de su dulce aliento. Dices que este tipo de cosas sucede a menudo en la montaña. Ella es la seductora y tú el seducido. Apoyada contra ti, ella cierra los ojos.
¡Háblame!
¿De qué?
Háblame de las mujeres de la camelia.
Ellas seducen a los hombres, en las montañas, en los umbrosos senderos, en los recodos de los caminos, y a menudo en los pabellones terminados en punta…
¿Tú has visto alguna?
Por supuesto. Estaba sentada muy derecha en el banco de piedra de un pabellón construido en medio de un camino. Imposible evitarla. Era una montañesa muy joven, vestida con una camisa azul claro de lino, los botones de tela a un lado, el cuello y las mangas bordadas de blanco; llevaba un pañuelo de batik elegantemente anudado. Sin quererlo, aflojaste el paso y fuiste expresamente a descansar en el banco de piedra, frente a ella. Como quien no quiere la cosa, ella te observó sin volver la cabeza, manteniendo apretados sus finos labios de un rojo brillante. Había realzado sus cejas y sus ojos de un negro de jade con un trozo de madera de sauce pasado por el fuego. Era perfectamente consciente de su atractivo y, sin el menor disimulo, con sus relucientes ojos echaba unas miradas embelesadoras. Es siempre el hombre quien se siente incómodo frente a ella. Tú también, incómodo, te levantaste para irte. En ese umbroso camino desierto, ella ya había conseguido hacerte perder el tino. Sabías perfectamente que no tenías más que tres oportunidades sobre diez de poder amar a un tipo de mujer como éste, y las siete restantes temerla, no te atrevías a precipitar las cosas. Dices que fueron los picapedreros los que te advirtieron. Pasaste la noche en su refugio. Ellos se dedican a extraer piedra de la montaña y, durante toda la velada, bebisteis aguardiente y hablaste de mujeres con ellos. Le dices que no puedes llevarla allí, pues no podrías garantizar su seguridad. Únicamente una mujer de la camelia es capaz de dominar a esos picapedreros. Afirmaban que todas ellas saben practicar la acupuntura simplemente con sus dedos. Un arte que les fue transmitido por sus antepasados, y sus ágiles manos logran curar las graves enfermedades que los hombres no pueden sanar, desde las convulsiones de los niños hasta la hemiplegia. Y por lo que se refiere a los matrimonios, a las defunciones, a los secretos entre hombres y mujeres, todos recurren a sus buenos oficios para que medien y arreglen las cosas. Cuando uno se encuentra, en la montaña, una flor silvestre semejante, conviene contemplarla sin arrancarla jamás. Cuentan los picapedreros que, en cierta ocasión, tres hermanos confabulados no les hicieron caso. Se encontraron, en un sendero, a una mujer de la camelia y se les ocurrió una maldad. ¿Que ellos tres no iban a conseguir someter a una mujer? Tras ponerse de acuerdo, sé abalanzaron sobre ella y la arrastraron hasta una cueva. Como era una mujer sola, no pudo presentar resistencia a estos tres mozarrones. Una vez que los dos primeros terminaron de satisfacerse con ella, la mujer imploró al tercero: «El bien es recompensado con el bien, el mal con el mal. Tú eres joven aún, no te comportes igual que ellos. Libérame, te lo ruego, y te enseñaré una receta secreta. Descubrirás su utilidad más tarde. Podrás casarte y vivir a tus anchas». Presa de la duda, el hombre se apiadó de ella y la dejó irse.
¿Tú la ofendiste también o dejaste que se fuera?, pregunta ella.
Tú dices que te levantaste para irte, pero que no pudiste evitar volverte para dirigirle una mirada y que entonces viste sus dos mejillas y una flor roja de camelia prendida en su sien. El extremo de sus cejas y las comisuras de sus labios brillaban cual relámpagos, iluminando de repente el pequeño valle sombrío. Tu corazón se inflamó. Comprendiste al punto que habías conocido a una mujer de la camelia. Ella estaba allí sentada, perfectamente viva, y su pecho henchía su camisa de lino azul claro. Llevaba en un brazo una cesta de bambú, cubierta con un paño bordado nuevecito. Iba calzada con un par de zapatos nuevos también, de tela azul floreada. Se destacaba como un papel recortado en una ventana.
¡Acércate! Ella te hace una seña.
Sentada en una piedra, se saca con una mano sus zapatos de tacón alto y, con su pie descalzo, tantea los guijarros con precaución. Los dedos de sus pies blancos ondean en el agua pura, como gruesos gusanos. Tú no comprendes cómo ha empezado la cosa. Inclinas de repente su cabeza sobre los verdes juncos salvajes de la orilla del agua. Ella endereza el talle. Buscas con tus dedos el clip de su sujetador y liberas sus redondos senos, de un blanco diáfano bajo la luz del sol de mediodía. Ves brotar el rojo pezón de sus pechos y destacarse claramente bajo las areolas unas finas venillas azuladas. Ella lanza un gritito y sus dos pies se introducen en el agua. Un pájaro negro de blancas patas, sabes que este pájaro se llama alcaudón, se posa sobre una roca pardusca, redonda como un pecho justo en medio del riachuelo. A su alrededor, brilla la cristalina luz de la onda. Os metéis los dos en el agua, a ella le sabe mal mojarse la falda. Sus ojos húmedos y brillantes se asemejan a la luz del sol que se refleja en el agua del arroyo. Terminas por apoderarte de ella, esa bestezuela salvaje que se debate obstinadamente se vuelve de repente dócil entre tus brazos y se pone a llorar sin ruido.
El alcaudón mira a derecha e izquierda, levanta la cola, alza y baja su pico rojo cereza. Tan pronto como te acercas, emprende el vuelo a ras de agua; se va a posar un poco más lejos sobre una roca, continúa agitándose. Se vuelve hacia ti, alzando la cabeza y la cola. Te deja acercarte, luego emprende el vuelo, y a continuación te espera lanzando pequeños pio-píos. Este espíritu astuto de color negro no es otro que ella.
¿Quién?
Su alma.
¿Y quién es ella?
Tú dices que ella ya ha muerto. Esos bastardos se la llevaron durante la noche para darse un baño a orillas del río. De regreso, dijeron que no habían advertido su desaparición hasta que no estuvieron en la orilla. Pura mentira, por supuesto, pero eso fue lo que dijeron. Y también dijeron que si no les creían, que no había más que ir a buscar al médico forense para que procediera a la autopsia. Sus padres no quisieron que se le hiciera. La muchacha, al morir, acababa de cumplir dieciséis años. Y en esa época, tú eras aún más joven que ella, pero sabías que fue un crimen premeditado. Sabías que ellos le dieron varias veces una cita por la noche, que la ahogaron bajo el pilar de un puente y que abusaron de su cuerpo uno tras otro antes de volverse a reunir para intercambiar sus experiencias. Se burlaron de ti diciendo que eras un imbécil por no tocarla ni aprovecharte de ella. Desde hacía tiempo, estaban tramando poseerla. Oíste en varias ocasiones sus repugnantes conversaciones en las que siempre salía a relucir su nombre. Tú la avisaste a escondidas de que no se fiara y que no fuera con ellos por la noche. Ella dijo que sí, que les temía, pero no se atrevía a negarse y continuaba siguiéndoles. Ella les temía tanto como tú. ¡Qué cobarde fuiste! Y esos bastardos la mataron, y se negaron a confesar su crimen. Y tú no te atreviste a denunciarles. Desde hace muchos años, ella pesa sobre tu conciencia, igual que una pesadilla. Su alma en pena te atormenta y se te aparece bajo mil aspectos, únicamente la última imagen que guardas de ella al sacarla de debajo del pilar del puente ha permanecido intacta. La tienes siempre delante, chiss…, chiss…, ese pequeño espíritu astuto, ese alcaudón de blancas patas y de rojos labios. Arrancas una brizna de mimbre, coges una raíz de boj en los intersticios de una roca y tomas el sendero que sube hacia la orilla del río.