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Antes de emprender este largo viaje, durante esos días en que el médico me diagnosticó un cáncer de pulmón, lo único que podía hacer era pasearme por los parques del extrarradio. Todo el mundo decía que, en aquella ciudad polucionada, sólo el aire de los parques resultaba respirable, y particularmente el de los parques de las afueras. Los pequeños cerros que se alzan cerca de las murallas de la ciudad eran en otro tiempo lugares de incineración y tumbas. No han sido transformados en parques más que recientemente. Y como la urbanización ha llegado estos últimos años hasta las laderas de las colinas, de no haber sido protegidas, los vivos hubieran construidos casas en ellas disputándole el terreno a los muertos.

Ahora, únicamente su cima permanece yerma; y se amontonan allí losas de piedra inutilizadas que debían de servir de lápidas. Los ancianos de los alrededores vienen aquí cada mañana a hacer su gimnasia tradicional y a pasear sus pájaros. Pasadas las nueve, cuando el sol da en la cima de la colina, regresan todos a sus casas, jaula en mano. Una vez estoy por fin solo, tranquilo, saco de mi bolsillo un ejemplar del Libro de las mutaciones. Leo y leo, y bajo el tibio sol otoñal, siento que me vence el sueño. Me tumbo sobre una losa de piedra y apoyo la cabeza sobre mi libro a modo de almohada. Repaso mentalmente los trazos de los hexámetros * que acabo de leer y su imagen de un azul brillante flota sobre mi rostro enrojecido por el calor del sol.

En principio, no tenía ninguna intención de leer. Que lea un libro más o menos, que lea o no, ello no va a retrasar la hora de mi incineración. Si leo el Libro de las mutaciones no es sino por mera casualidad. Un amigo de infancia que se enteró de mi situación vino expresamente a verme para brindarme su ayuda. Y me habló de las prácticas respiratorias del qigong. Oyó decir que algunos las utilizan para curar el cáncer y conocía a un hombre que practicaba un arte relacionado con los ocho trigramas. Me aconsejó que lo intentara yo también, y comprendí sus buenos propósitos. Una vez llegado a este estadio, un hombre está dispuesto a todo con tal de lograr salir del mal trance. Le pregunté si podía conseguirme un ejemplar del Libro de las mutaciones que yo no había leído todavía. Me lo trajo al día siguiente. Muy emocionado, yo le confié que cuando era pequeño, le consideré sospechoso de haberme robado una armónica que acababa de comprarme. Le había acusado injustamente, pues volví a encontrar la armónica. ¿Se acordaba él de eso? Una sonrisa iluminó su rostro redondo y regordete y me dijo un tanto molesto: ¿Para qué hablar de ello de nuevo? A fin de cuentas, era él el que estaba incómodo, no yo. Era evidente que no lo había olvidado, pero pese a todo había seguido siendo mi amigo. Me di cuenta entonces de que también yo había cometido errores y que no sólo eran los demás los que me habían acusado injustamente. ¿Era un acto de arrepentimiento por mi parte? ¿Era el estado de ánimo que precede a la muerte?

No sabía si, en el curso de mi vida, era yo quien después de todo me había mostrado más ingrato con los demás, o bien los demás conmigo. Sabía que algunos me habían querido de verdad, como mi madre hoy ya fallecida, que otros me habían odiado, como mi mujer de la que me había separado, pero ¿para qué saldar viejas cuentas, ahora que me quedaba tan poco de vida? Para aquellos con quienes me había mostrado ingrato, mi muerte sería ya compensación suficiente, y por los demás nada podía ya hacer. La vida no es al fin y al cabo más que un nudo de rencores inextricables, ¿tendría por casualidad algún otro significado? Pero ponerle punto final así era realmente prematuro. Me di cuenta de que no había vivido jamás de forma conveniente y que, de poder prolongar mi existencia, cambiaría a buen seguro mi forma de vivir, a condición de se produjera un milagro.

Yo no creía en los milagros de la misma manera que no creía, en principio, en el destino, pero cuando uno se encuentra en una situación desesperada, no se puede confiar más que en los milagros.

Quince días más tarde, en la fecha fijada, me dirigí al hospital para que me hicieran, tal como estaba previsto, una fibroscopia. Inquieto, mi hermano se empeñó en acompañarme, en contra de mi voluntad. Yo no quería dejar traslucir mis sentimientos delante de mis allegados. Solo, podía controlarme más fácilmente, pero no conseguí disuadirle. En el hospital trabajaba también un viejo compañero de instituto que me condujo directamente ante el responsable de las radiografías.

Con las gafas puestas, sentado en una silla giratoria, después de la lectura del diagnóstico que figuraba en mi ficha médica y del examen de las radiografías de mi pecho, declaró que había que proceder aún a una radiografía lateral. Redactó al instante un volante para que fuera a hacerme esta radiografía a otra sección, precisando que se la trajera para que la examinara antes incluso de que estuvieran secas.

Lucía un bonito sol de otoño. En el interior, hacía particularmente fresco. Sentado en este cuarto mirando por la ventana el césped inundado de sol, tenía una sensación de belleza infinita. Nunca en el pasado había observado el sol de este modo. Mientras esperaba que fuese revelada la radiografía lateral en el cuarto oscuro, contemplaba el sol por la ventana. Y sin embargo el sol estaba verdaderamente demasiado lejos, debía de pensar en lo que iba a sucederme ahora, en ese mismo instante. Pero ¿exigía ello aún reflexión? Mi situación era como la del homicida contra quien los cargos son abrumadores y que espera que el juez pronuncie la sentencia de muerte. Uno sólo puede esperar que se produzca un milagro. ¿Mis dos malditas radiografías efectuadas en hospitales distintos no constituían acaso la prueba de mi condena a muerte?

No sé cuándo, sin yo darme cuenta, tal vez en el momento en que contemplaba el sol por la ventana, oí que en mi interior decía el nombre de Buda Amithaba, desde hacía ya un rato. Estaba rezando desde el momento que me había vuelto a vestir y había salido de esa sala de aparatos donde se hace subir a los enfermos tendidos, como en un matadero.

Con anterioridad a ese momento, de haber pensado que un día también yo rezaría, seguro que lo hubiera encontrado totalmente ridículo. Cuando veía, en los templos, a ancianos y ancianas quemar incienso y prosternarse murmurando el nombre de Buda Amithaba, siempre sentía compasión por ellos. Hay que decir que esta compasión no tenía nada que ver con ningún tipo de simpatía. Si tuviera que expresar esta sensación con palabras, sería más o menos así: «¡Ah! Estas pobres gentes son dignas de lástima, son débiles. Cuando su esperanza, por ínfima que ésta sea, no tiene visos de hacerse realidad, no saben hacer otra cosa que rezar para que su deseo se vea cumplido». Encontraba inconcebible que un hombre en la plenitud de su vigor o una hermosa mujer pudieran rezar. Cuando acertaba a oír, en boca de jóvenes fieles, pronunciar el nombre de Buda, tenía ganas de echarme a reír y hacer alarde de manifiesta maldad. Era incapaz de comprender que un hombre en plena prosperidad se entregase a ese tipo de tonterías y sin embargo, ese día, yo había rezado también, con el mayor fervor, con todo mi corazón. ¡El destino es tan duro y el hombre tan débil! Frente a la adversidad, ya no somos nada.

Y, en la espera de mi sentencia de muerte, me encontraba en esta situación en que no era ya nada, contemplando el sol otoñal por la ventana y rezando silenciosamente a Buda.

Mi viejo compañero de clase no podía aguantarse más. Entró en el cuarto oscuro, seguido por mi hermano. Hicieron salir a este último, que no pudo más que acechar por el ventanillo hacia allí donde estaban revelando las radiografías. Instantes después, mi compañero salió a su vez para esperar ante el mismo ventanillo. Habían desviado su atención del condenado para dirigirla hacia su sentencia de muerte. Esta metáfora no era del todo exacta. Yo les miraba entrar y salir como un observador totalmente ajeno, únicamente pendiente de repetir sin cesar dentro de mí el nombre de Buda. De repente, les oí exclamar:

– ¿Qué?

– ¿No hay nada?

– ¡Compruébenlo de nuevo!

– Este mediodía sólo está prevista esta radiografía lateral del pecho -respondieron con irritación desde dentro del cuarto oscuro.

Levantaron los dos la radiografía con unas pincitas para examinarla. El técnico salió también del cuarto oscuro, le echó una ojeada, pronunció unas vagas palabras y luego no les prestó más atención.

Gracias sean dadas a Buda. Estas palabras que primero habían reemplazado la invocación a Buda Amithaba se convirtieron en la expresión más banal de la alegría. Tal era mi primera disposición de ánimo tras haber escapado a esta situación desesperada. Buda había escuchado mis ruegos y se había obrado el milagro. Pero yo me alegraba en mi interior, sin atreverme a desvelar mis sentimientos a la ligera.

Aún no las tenía todas conmigo. Cogí la radiografía aún húmeda entre dos dedos y fui a hacerla verificar ante el responsable de las gafas.

Con gesto muy teatral, él dijo abriendo los brazos:

– Perfecto, ¿no?

– ¿Conviene hacer algo más? -Le estaba preguntando sobre el asunto de la fibroscopia.

– ¿Hacer el qué? -me preguntó él en tono de reprensión. Estaba en su derecho, se dedicaba a salvar vidas humanas.

Luego me hizo ponerme de pie delante del aparato de rayos X, me pidió que respirara hondo, toser, darme la vuelta, a izquierda, luego a derecha.

– Usted mismo puede verlo -dijo mostrándome la pantalla de control-. Mire, mire.

En realidad, yo no veía nada muy claro: en mi cerebro, una masa informe, y en la pantalla negra y blanca, el armazón óseo de mi pecho.

– No hay nada, ¿no? -prosiguió él en tono de reproche, como si yo tratara expresamente de buscarle problemas.

– Pero ¿cómo explicar lo que se veía en estas radiografías del pecho? -No pude evitar hacerle la pregunta.

– Si no hay nada, es que no hay ya nada. Ha desaparecido. ¿Cómo explicarlo? Una gripe, una neumonía pueden hacer aparecer una sombra. Y desaparece al curarse.

No hice ninguna pregunta respecto a los estados de ánimo. ¿Podían hacer aparecer una sombra?

– ¡Viva tranquilo, joven! -Hizo girar su sillón y se desentendió de mí.

Era cierto, acababa de volver a la vida, me sentía más joven que un recién nacido.

Mi hermano se fue a toda prisa en su bicicleta, pues tenía aún una reunión.

La luz del sol me pertenecía de nuevo. Me tocaba disfrutarla. Sentado en una silla, al borde del césped, mi compañero de clase se puso a hablar del destino con elocuencia. No se habla del destino más que en los momentos en que ya no es necesario.


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