En una vieja calle del pueblo, delante de un pequeño bazar, ha instalado los dos tableros de su puesto de caligrafía. Cuelgan de ellos unas sentencias paralelas de la buena fortuna trazadas sobre un papel de parafina rojo. «Dragones y fénix conducen a la felicidad, un casamiento llama a la puerta», «Encontrar la felicidad fuera, recoger el dinero del suelo», «Un comercio floreciente en los cuatro mares, una riqueza próspera en los tres ríos». Se trata de esas viejas sentencias que fueron sustituidas por citas y eslóganes revolucionarios. Otras dos dicen: «Cuando se conoce a un hombre, una sonrisa vale tres partes de la felicidad», «La desgracia involuntaria desaparece por sí sola». No sé si es él quien las ha compuesto o las ha heredado de sus antepasados. Escribe en un estilo florido: el trazo de los caracteres está bastante logrado, se dirían poco menos que talismanes taoístas.
Ya bastante entrado en años, está sentado detrás de su puesto, ataviado con un traje de estilo antiguo con dos faldones cruzados y tocado, en lo alto del cráneo, con una vieja gorra militar de colores desvaídos que le da un aire cómico. En su puesto, veo también una brújula de los ocho trigramas que hace las veces de pisapapeles. Me acerco para entablar conversación.
– ¿Marcha el negocio?
– Marcha.
– ¿Cuánto cuesta un juego de dos sentencias?
– Los hay de dos o tres yuanes, eso depende del número de caracteres.
– ¿Y concretamente por el carácter «felicidad»?
– Un yuan.
– ¿Por un solo carácter?
– Sí, pero se lo haré delante mismo de usted.
– ¿Y por un talismán que ahuyente catástrofes e infortunios?
– Eso no es fácil de escribir -dice alzando la cabeza hacia mí.
– ¿Por qué?
– Es usted mando, sabe bien por qué.
– No soy mando.
– Pero bien que come de la olla del Estado -afirma de manera categórica.
– Anciano -digo yo acercándome-, ¿no será usted monje taoísta?
– Hace ya mucho que no ejerzo.
– Me lo temía, pero me gustaría saber si se acuerda aún de los ritos taoístas.
– Por supuesto, pero el Gobierno tiene prohibidas las supersticiones.
– Nadie le pide que se entregue a las supersticiones. Yo recopilo las músicas que acompañan a las oraciones, ¿podría cantarme alguna? La Asociación Taoísta de los montes Qingcheng ha reanudado ahora oficialmente sus actividades: ¿qué teme usted?
– Hay un gran templo, pero a nosotros, los practicantes taoístas de aldea, no se nos deja ejercer.
Aún estoy más interesado:
– Es justamente un practicante como usted lo que ando buscando. ¿Podría cantarme una o dos estrofas? Por ejemplo, las plegarias para los enterramientos o la oración para ahuyentar las desgracias y espantar a los fantasmas.
Canta dos versos y se detiene al punto:
– No es bueno provocar así a los diablos y a los dioses, primero hay que implorar y quemar incienso.
Mientras canta, se han acercado varias personas y una de ellas le reconviene, desencadenando un estallido de risa general.
– ¡Eh tú, viejo, cántanos alguna cosa un poco más ligera!
– Voy a cantaros una canción montañesa -declara entonces el anciano como para darse ánimos a sí mismo.
– ¡Venga, venga! -exclama la gente.
De repente el anciano entona con voz sobreaguda:
La pequeña hermana de la montaña recoge el té,
en la llanura tu prometido ha cortado los juncos,
provocando que los patos mandarines emprendieran el vuelo hacia ambos lados,
pronto una pareja formarán la pequeña hermana y su prometido.
La gente le aclama, luego algunos le animan con fuerza:
– ¡Canta una canción ligera!
– ¡Venga, viejo!
El anciano agita la mano en dirección de la gente:
– Imposible, imposible, pues si lo hago será una falta grave.
– ¡No es tan grave cantar una canción!
– ¡No te preocupes por ello, viejo, canta!
La multitud vocifera, la callejuela está atestada de gente, las bicicletas que ya no pueden pasar hacen sonar sus timbres.
– ¡Bueno, vosotros lo habéis querido! -dice el anciano levantándose, incitado por la multitud.
– ¡Cántanos la canción del mono con el sombrero de piel de sandía que entra en la habitación de las mujeres!
Todos aclaman la elección propuesta. El anciano se seca un poco la boca y se dispone a cantar cuando de repente dice en voz baja:
– ¡La policía!
Todo el mundo vuelve la cabeza. No lejos, un policía patrulla, cubierto con su amplia gorra blanca adornada con una cinta roja.
– ¿Qué mal hacemos con ello?
– ¿Es que no se puede bromear un poco, eh?
– ¡La policía no se ocupa de este tipo de cosas!
– Decid lo que queráis, pero despejad, ¿u os creéis que mi negocio va a funcionar así? -espeta el anciano volviéndose a sentar.
Una vez que el policía se presenta, el gentío se dispersa de mala gana. Yo le pregunto:
– Anciano, ¿puedo invitarle a venir a cantar a mi habitación? Una vez que haya recogido su puesto, le llevaré primero a comer al restaurante y a tomar algo conmigo, ¿de acuerdo?
El anciano se siente atraído por la propuesta:
– De acuerdo, cierro. Recogeré mi muestrario, espere a que haya guardado mis tableros.
– Pero le hago perder tiempo -le digo a manera de excusa.
– No pasa nada, somos amigos. No me gano la vida con esto. Vengo a la ciudad a vender caligrafías para ganar un poco más de dinero. Si no hiciera más que esto, haría mucho tiempo que me hubiera muerto de hambre.
Me voy yo primero a encargar unos platos y bebida a una fonda que hay en la esquina de la calle. Un instante más tarde, llega él, trayendo dos cestas en palanca.
Charlamos mientras comemos. Me explica que a la edad de diez años, su padre le envió a un monasterio taoísta para ayudar en las cocinas, conforme a la voluntad de su abuelo enfermo. Aún es capaz de recitar a la inversa, sin trabucarse, el manual que el viejo maestro taoísta le diera. A la muerte de su maestro, tomó en sus manos el monasterio y conoció todas las ceremonias rituales. A continuación, durante la reforma agraria, no pudo seguir siendo sacerdote y el Gobierno exigió que regresara a su aldea a trabajar la tierra. Cuando le pregunto respecto a la geomancia, la conducción de los cinco truenos, el pataleo de la Osa Mayor, la palpitación de los huesos del rostro, él lo conoce todo. Estoy encantado. Pero la fonda está llena de campesinos que han hecho negocios y ganado dinero. Le digo que tengo un magnetófono en mi mochila y que todo cuanto me explica constituye un documento inestimable. Quiero que venga a mi hotel después de la comida, podrá recitar y cantar a su antojo. Se seca la boca:
– Coja la bebida, beberemos en mi casa. En casa, tengo el hábito y los accesorios necesarios.
– ¿Tiene también el cuchillo de sacerdote que ahuyenta a los fantasmas?
– Por supuesto.
– ¿Y también las tablillas que permiten ahuyentar a los espíritus y destituir a los generales?
– Tengo también los gongs y los tambores, todo lo preciso para las ceremonias. Se lo dejaré ver todo.
– ¡De acuerdo! -digo descargando un golpe sobre la mesa-. Iré con usted.
– ¿Su casa está en la capital?
– No está lejos, no está lejos. Voy a dejar mi palanca en casa de alguien, usted vaya por delante y espéreme en la estación de autobuses.
Apenas cinco minutos más tarde, llega a paso ligero y me acucia para que suba en un autobús que está a punto de salir. Subo sin pensármelo dos veces. El autobús corre sin hacer ninguna parada y veo a través de las ventanas los últimos resplandores del sol desaparecer tras las montañas. Cuando llega al final de línea, una pequeña localidad, debemos de haber recorrido desde la cabeza de distrito una veintena de kilómetros. El autobús vuelve a salir enseguida, es el último del día.
La pequeña localidad está en realidad constituida por una sola calle de unos cincuenta metros de longitud como máximo. Ignoro si hay alguna posada aquí. El me dice que espere un poco y entra en una casa. Pienso que, si estoy aquí con este hombre cálido, es porque debe de tratarse de un encuentro predestinado. Vuelve a salir de la casa trayendo en ambas manos una cubeta medio llena de queso de soja y me invita a seguirle.
A la salida de la localidad, por el camino de tierra, comienza a caer la noche.
– ¿Vive usted en una aldea próxima a la localidad?
– No está lejos -se limita responder.
Pronto, ninguna vivienda resulta ya visible y la noche se adensa. Por doquier, en los arrozales, resuena el croar de las ranas. Estoy un poco inquieto, pero apenas si me atrevo a hacer ninguna pregunta. Detrás de mí se deja oír el hipido del motor de un motocultor. Enseguida, mi compañero le hace grandes señas y corre en su persecución. Yo le alcanzo y salto dentro del remolque. Recorremos una docena de lis más por este camino de tierra, sacudidos como pequeños guisantes dentro de un remolque vacío. En la noche cerrada centellea, cual tuerto, el faro amarillo del motocultor que ilumina una veintena de pasos por delante el camino lleno de baches. Ni el menor peatón. El viejo no cesa de charlar a voz en grito en dialecto local con el conductor, como si discutiesen, pero yo me consigo pescar ni una sola de sus palabras debido al ruido del motor. Aun cuando estén decidiendo cómo liquidarme, no puedo hacer otra cosa que encomendarme al cielo.
Terminamos por llegar al final del camino. Allí se alza una casa sin luz: el propietario del motocultor ha llegado a su casa. Después de abrir la puerta, los dos hombres se reparten algunas porciones de queso de soja en la cubeta. Siguiendo a mi guía, me adentro a tientas por un sendero que serpentea entre los diques de los campos.
– ¿Queda aún lejos?
– No está lejos, no está lejos -repite él.
Por suerte él camina delante. Si deja en el suelo su cubeta y despliega sus artes de kung-fu -pues sé que todos los viejos taoístas son unos apasionados de ellas-, no me quedará más remedio que arrojarme en un arrozal y rodar por el barro. Ahora, unas montañas se reflejan en los arrozales en terraza, el croar de las ranas no menudea ya. Trato de reanudar la conversación. Le pregunto primero por la cosecha, luego sobre las dificultades que encuentra. Dice que es imposible que la gente se enriquezca dependiendo exclusivamente de la tierra. Este año ha gastado tres mil yuanes para transformar en estánque dos hectáreas de arrozal. Le pregunto si cría tortugas, pues actualmente en la ciudad está de moda comer su carne. Se dice que es anticancerígena y que además es nutritiva. Se venden muy caras. El dice que puso unos alevines y que si tuviera tortugas se los comerían todos. Ahora, no le falta dinero, sino que la madera es difícil de adquirir. Tiene seis chicos, pero sólo el mayor está casado, los otros esperan a construirse una casa para dejar a la familia. Me siento más tranquilizado y contemplo las estrellas, disfrutando del espectáculo de la noche.